El mundo se silenció hace un rato. Se escucha el noticiero y a unos cuantos vecinos con sus cacerolas y sus aplausos. Las noticias vuelan. No sabemos cuáles dicen algo con un poco de razón, pero las leemos igual. El médico de la tele por poco me anoticia de mi muerte y de la de mis viejos. Ni hablar si tuviera abuelos. Los perros en las calles andan solos, acomodándose al lado de cualquier persona que esté en la fila de un supermercado, que por poco piensa que lo va a contagiar. Las fiestas se silenciaron, la carnicería ya no vende asados para los domingos y mis amigas no me preguntan qué me voy a poner para salir. Los velorios no se pueden hacer, ya uno no es digno ni de morirse en el hogar. La incertidumbre nos come, y ahora es cuando deberíamos darle un peso muy grande a la salud mental, la que tantas veces dejamos de escuchar, priorizando que el colesterol dé bien en los análisis. Nos estamos volviendo un poco locos, ¿no? No creo ser la única que se acuesta las 8 de la mañana y se levanta a las 3 de la madrugada con energía: no sé si por estar pasada de rosca, por haber dormido mucho, o porque mi cuerpo no entiende en qué contexto lo estoy metiendo. Los cumpleaños son en casa, y alguno que otro pariente ve cómo se apagan las velas a través de un celular. Mi sobrino todavía pregunta por qué los abuelos no van a jugar con él. “Hay un bicho afuera que no nos deja salir”, le decimos, porque ya no sabemos qué cuento inventar. Ahora parecemos los ancianos del geriátrico que muchas veces nos olvidamos de visitar y pensamos “paso mañana, total qué apuro hay”, “ni se debe acordar que iba a ir hoy”. Y al contrario, era la actividad más esperada que tenían para la semana: hablarnos tres palabras, contarnos una anécdota repetida y agarrarnos de la mano. Y así, con eso, llenarse de felicidad, y volver loca de alegría a la enfermera contándole que su nieto lo visitó. Creo que el mundo nos pegó una buena cachetada. Nos trajo un virus que si nos toca, nos llevan, nos aíslan y a menos que salga todo bien, no nos vuelven a ver. Y nosotros tampoco volvemos a tener la oportunidad de decir muchas cosas que se nos quedaron guardadas. Incluso de querer escuchar esa canción con la que nos despertamos una mañana. Nos dejaron encerrados, saliendo lo justo y lo necesario, y sólo los que podemos. Nos olvidamos qué día es, y las redes sociales se encargan de mostrarnos que hace tres años estábamos viajando, o en la casa de un amigo, o incluso en un cumpleaños. Estudiando. Yendo al parque. Disfrutando de una película con una bolsa de pororó que es lo único que se termina escuchando. Algunos rezan, es verdad. Muchos leen. Otros tocan. Bailan, saltan. Pintan, dibujan, crean. Nos sublimamos para no desecarnos un poco más. El continente soñado por muchos es el epicentro de este virus. Las Navidades nevadas de Nueva York quedaron para las películas; el Central Park se vació. En las redes se encargan de mostrarnos cómo los lugares más visitados ahora no tienen ni a dos personas esperando para tomarse una foto. Nadie se pelea por llegar primero: ahora no nos queremos ni tocar. Vemos al vecino como si estuviera haciendo algo ilegal cuando lo cruzamos con un bolso del súper colgado al hombro, aunque nosotros también nos sentimos un poco así. Muchos caminan con barbijo, otros con guantes: blancos, celestes o negros. Las luces azules de los policías y sus megáfonos son la nueva compañía de las calles: “señor, lo estoy viendo, vaya a su casa”. Nos volvieron a castrar, como cuando veía dibujitos hasta la madrugada: “dale Martina, anda a dormir, ya es tarde”. Es peligroso dar un abrazo, besar. El cariño puede enfermar al que queremos, y nadie quiere que pase eso. Y acá estamos, hoy creo que es martes, me lo recuerdan más mis pastillas que el calendario. Por una vez, estamos todos en la misma. De distintos modos y en distinto lugar, pero con incertidumbre: cuándo vuelvo a trabajar, cuándo vuelvo a estudiar, cuándo vuelvo a ver a mi mamá, a mi abuela, a mi pareja, a mis amigos. Incluso a los vecinos de la cuadra en sus reposeras, tomando mate a las siete de la tarde. ¿Cuándo se va a terminar? Ojalá que pronto, pero que en ese momento estemos todos bien y que nadie tenga que llorar como muchos lo deben estar haciendo, por ese que quieren y ya no está, porque este bicho se comió su cuerpo y se lo llevó a otro lugar. Ojalá seamos menos egoístas y aprendamos a valorar, porque nadie se esperaba, en ninguna parte del mundo, a su presidente diciendo que no podemos salir porque es peligroso, ya que si nos contagiamos es una cadena interminable que nos puede matar. Y espero que haya más de un abrazo en mente para cada rincón de la ciudad. (Para cuando nos volvamos a encontrar)
Martina Forchino nació en Rosario, Argentina. Es fotógrafa y escritora. Actualmente cursa el último año de la carrera de Psicología en la UNR.
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Imagen de portada: Reflejos de Buenos Aires. Fotografía de Rodrigo Paredes, 2020. CC