Las risas de mis padres me parecen inconfundibles. La de mi madre es aguda a pesar de su voz grave y a veces sus carcajadas parecen ahogarla; mi padre tiene una risa más tímida pero igualmente contagiosa. Puedo distinguirlas fácilmente en medio de una multitud. Me recuerdo en una ocasión formada en una fila para ordenar alimentos al mismo tiempo que ellos tenían la misión de buscar una mesa. De pronto, mientras repetía para mis adentros la lista de lo que planeábamos consumir, escuché el sonido familiar de sus risas. El motivo —lo supe minutos después— es que habían confundido el bote de mayonesa, colocado a la entrada de aquel establecimiento de comida rápida, con uno de gel para desinfectar las manos. El olor a limón y la textura pegajosa les revelaron el error, que derivó en carcajadas y el viaje de ese sonido hasta mis oídos. El que yo sea capaz de distinguir las risas de mis padres a pesar de la presencia de casi cualquier ruido de fondo no es sorpresa; he convivido con ellos desde que nací y mi memoria ha guardado los patrones de sus voces y sus matices alegres. Sus risas no son las únicas que puedo reconocer; lo mismo me sucede con las de mis amigos: a pesar de no tener vínculos sanguíneos con ellos, me resultan familiares. El reconocimiento de aquellos con los que compartimos genes —o algún otro tipo de historia familiar— es en realidad bastante frecuente en el mundo vivo. Las bacterias, por ejemplo, que usualmente habitan espacios aglomerados y diversos en especies microbianas, distinguen a sus parientes a través del intercambio de moléculas y, una vez identificados, se organizan para formar agregados multicelulares o moverse en conjunto. Algunos hongos filamentosos se fusionan solo cuando las células en sus extremos se reconocen idénticas genéticamente al entrar en contacto. Por su parte, al tener poca movilidad, las plantas interactúan intensamente con sus vecinos. En ese contexto, algunas parecen reconocer a los suyos. Una de las primeras evidencias de que hay algo de identidad familiar en ellas fue el descubrimiento de un arbusto con flores (Cakile edentula, común en las costas de Norteamérica) que, al crecer junto a individuos de la misma especie pero provenientes de semillas de otras madres, produce más raíces que al crecer con arbustos hermanos. Se ha visto también que algunas plantas compiten menos por la luz solar —teniendo menos cloroplastos u hojas más pequeñas— si están rodeadas de parientes y no de extraños. No hay evidencia, sin embargo, de que estos comportamientos sean universales en plantas; en muchas especies no se ha encontrado ninguna muestra de este reconocimiento.1
El caso de los animales, especialmente aquellos considerados sociales, es probablemente el mejor estudiado en cuanto a formas de reconocimiento entre parientes. Utilizan los sentidos, la memoria y otras habilidades de su sistema nervioso. Se ha visto en insectos, peces, anfibios, aves y mamíferos. Y se sabe de reconocimiento entre hermanos, medios hermanos, primos, padres, hijos y, en el caso de algunos primates, los individuos pueden incluso distinguir a sus abuelos, nietos y tíos.
Nepotismo animal y otras curiosidades
¿Por qué habría de ser tan común en el mundo vivo eso de reconocer los lazos de sangre? Una de las posibles respuestas es que la correcta identificación y subsecuente cooperación con aquellos con los que compartimos genes facilita que estos se propaguen. Así, este posible beneficio, obtenido a través de actos de altruismo como el cuidado de los hijos —a pesar del costo que estos implican— podría estar ligado a la evolución de mecanismos de reconocimiento de familiares y el trato preferencial hacia ellos. En muchas especies de animales es frecuente la cooperación entre parientes cercanos, algo que los científicos denominan nepotismo animal. Parece que la Iglesia católica de la Edad Media, la familia Trump y algunos políticos mexicanos no son únicos en eso de tener favoritismos hacia los consanguíneos. El nepotismo en primates es uno de los más estudiados.2 Una buena parte de estas especies vive en grupos sociales grandes y estables y su organización está notablemente influida por el parentesco entre sus miembros. En muchos casos, las crías mantienen una interacción constante con sus madres durante las primeras semanas de vida, y se especula que aprenden a reconocer su olor, su voz o su apariencia. Por otro lado, comportamientos altruistas como acicalar a otros miembros de la sociedad o compartirles comida están dirigidos preferentemente hacia aquellos con los que se tiene una mayor relación genética. Ya desde los años cincuenta se ha investigado cómo en sociedades de macacos japoneses la jerarquía de las hembras está determinada en gran medida por el rango de sus madres —una forma de nepotismo observada también en otros primates—. Por su parte, los chimpancés machos tienden a formar relaciones de largo plazo con sus hermanos (específicamente, hijos de la misma madre), aunque esto no impide que lo hagan con individuos no emparentados directamente en ausencia de hermanos de sangre. Otra forma de cortesía hacia los parientes es no comérselos. Una especie de nematodos —una suerte de gusanos microscópicos— elige larvas de otras especies de nematodos para su merienda, nunca las propias (o, en su defecto, devoran a aquellas de su misma especie pero no tan emparentadas). El reconocimiento se basa en la presencia de una molécula en la superficie del animal. Mutaciones que afecten la estructura de esa etiqueta molecular pueden hacerlos cometer un error y convertirlos en los Cronos del mundo animal.3 Otros que prefieren platillos con ingredientes de extraños que de familiares son las moscas de la fruta y los sapos pata de pala, por lo que el mecanismo de reconocimiento para no errarle a la hora de canibalizar parece estar presente en muy diversas especies de animales. Además de la posible explicación evolutiva de cooperar con aquellos con los que se comparte el ADN, sondear la identidad de quienes nos rodean con respecto a la nuestra ayuda a evitar emparejarse con parientes. Y es que hacerlo puede reducir, en algunas especies, el riesgo de desarrollar ciertas enfermedades, mientras que la diversidad genética ayudaría a incrementar las capacidades para adaptarse y responder a distintos retos. Un ejemplo es el paíño europeo, ave marina que, se presume, es capaz de distinguir a su parentela a través del olfato. En experimentos llevados a cabo en la Isla de Benidorm, cerca de Alicante, se les presentó a un grupo de paíños el olor —ese que emana de la cera de su plumaje— de otros individuos emparentados y su comportamiento sugirió que preferían los olores de aquellos con los que no están relacionados con respecto al de padres o hermanos.4 Esto podría sugerir la existencia de un mecanismo para elegir pareja con prudencia.
Clamores, olores y rostros: ese léxico familiar
En su libro Léxico familiar, la escritora italiana Natalia Ginzburg relata a fuerza de memoria las frases que en su infancia y juventud escuchó con frecuencia de sus padres, su abuela y otros miembros de su familia. A pesar de ser dichas en italiano, algunas son tan peculiares que otras familias, hablando el mismo idioma, no entenderían su significado, pues les haría falta el contexto cotidiano de esas expresiones. Ginzburg escribe que una sola de aquellas frases les permitiría a ella y a sus parientes reconocerse “los unos a los otros en la oscuridad de una gruta o entre millones de personas”.5 En la oscuridad de una caverna algunos murciélagos pueden también reconocerse a través de vocalizaciones. En ciertas cuevas del continente americano, por ejemplo, habita el murciélago de cola libre, cuyas madres cotidianamente salen a cazar insectos mientras dejan a sus crías dentro, en perchas de maternidad. Al regresar para alimentar a su retoño, cada madre tiene que identificar, entre la multitud, al propio. Los clamores característicos de su cría son una de las pistas que la guían. Una vez que están cerca, el olfato también asiste en este reconocimiento.6 Las aves son otras especies que utilizan sus habilidades vocales y acústicas para reconocer a los suyos y otorgarles en ciertos casos un trato preferencial. La golondrina ribereña —que puede avistarse en distintos lugares de la república mexicana, incluyendo la Ciudad de México— ilustra bien este comportamiento; si a una pareja de adultos con un nido de crías se le añaden otras que no son las suyas, los padres las aceptan, se hacen cargo de un nido mixto de hijos propios y ajenos. Esto, sin embargo, solo sucede si los retoños tienen menos de quince días de nacidos, periodo en el cual están apenas desarrollando un canto característico. Si las crías ajenas son transferidas al nido siendo mayores, ya con un canto maduro, los padres alimentarán de manera preferencial a las suyas, rechazando a quienes no lo sean.7 Como ya vimos con el paíño europeo y el murciélago de cola libre, un buen olfato también es rentable a la hora de identificar a aquellos con los que se comparte un entorno. A algunos roedores les basta husmear la orina del vecino para conjeturar respecto a su identidad. El aroma de esta secreción está fuertemente influido por su combinación proteica y por el ADN del individuo. Hay una mayor probabilidad de que los olores de la orina de ratones emparentados sean más similares. Por tanto, el reconocimiento del propio olor urinario es aquí útil para identificar a aquellos que son familia.8 Inspeccionar químicos a través del tacto está también en la lista de mecanismos para interactuar o discriminar a otros individuos. Las cucarachas rubias, esas que gustan de inspeccionar viviendas humanas, son capaces de distinguir hermanas de extrañas sin una previa experiencia social con ellas. Su habilidad consiste en identificar la composición de hidrocarburos en la cutícula de otras cucarachas al tocarlas con las antenas —a través de las cuales detectan olores, entre otras cosas—. Estos insectos prefieren a sus hermanas para socializar; pero para iniciar el cortejo sexual y reproducirse eligen más bien a aquellas no tan emparentadas.9 Los ojos son otra herramienta para evaluar si el de al lado es de los nuestros. Entre humanos, por ejemplo, un rostro nos ofrece no solo información acerca de si previamente hemos convivido con alguien, sino además nos ayuda a inferir la edad o el estado de ánimo. El reconocimiento facial ha sido identificado en muchos primates. Los chimpancés, nuestros parientes no humanos más cercanos, son muy habilidosos para distinguir individuos a partir de sus características faciales. No solo reconocen a sus parientes, sino que algunos estudios señalan que son capaces de identificar parentesco en individuos con los que no están relacionados, por ejemplo, asociando el rostro de una madre con el de su hijo.10 Así, las habilidades sensoriales de muchas especies animales son fundamentales en ese esfuerzo por descifrar identidades familiares y extrañas. Y, en muchos casos, el uso de más de un sentido facilita esta identificación. Y es que a veces el empleo de uno solo puede fallar. La vista no fue suficiente para mis padres al momento de distinguir entre mayonesa y gel; el tacto y el olfato asistieron para revelarles la falsa identidad de lo que aquel bote contenía. Sospecho que, de vez en cuando, habrá escenarios en donde los animales se lleven sorpresas de ese tipo si andan distraídos durante el proceso de identificación de crías o hermanos.
¿Familias solo de sangre?
Entre humanos es comúnmente discutido el concepto de familia consanguínea versus la elegida. No es poco frecuente escuchar a quienes llaman hermanos a los amigos. No solo la convivencia nos hace sentir familiares con aquellos con los que no estamos emparentados. La literatura también lo logra. Gracias a ella y a la generosidad de Ginzburg, leer sus memorias casi sesenta años después de haber sido publicadas nos hace, por instantes, sentirnos parte de su tribu. ¿Las familias no humanas tienen también esa flexibilidad? En el mundo animal, particularmente, esa posibilidad existe. Como se ha visto a lo largo de este texto, los mecanismos de reconocimiento tienen distintos orígenes; a veces se basan en una evidente etiqueta genética (como en el caso de los nematodos o las cucarachas), pero en muchos otros es la memoria de las primeras interacciones en la vida lo que permite el subsecuente reconocimiento del parentesco, como sucede en varias aves. Y aunque en grupos animales es muy alta la probabilidad de que durante los primeros momentos de la vida se esté expuesto a consanguíneos, habrá ocasiones en donde esto no suceda y en donde la memoria encuentre familiaridad en aquellos con un ADN muy distinto. Genético o aprendido, es posible que todas las familias tengamos nuestro propio e íntimo léxico familiar.
Imagen de portada: © Marcos Castro, La abolición de los unos y los ceros, 2020. Cortesía del artista
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Para una revisión general de reconocimiento de los parientes entre las plantas, ver Meredith L. Biedrzycki y Harsh P. Bais, “Kin Recognition in Plants: a Mysterious Behaviour Unsolved”, Journal of Experimental Botany, 2010, vol. 61, núm. 15, pp. 4123-4128. Disponible aquí ↩
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Para una revisión general de nepotismo en primates ver Joan B. Silk, “Nepotistic Cooperation in Non-human Primate Groups”, The Royal Society Publishing, 2009. Disponible en este link ↩
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James W. Lightfoot, Martin Wilecki, Christian Rödelsperger et al., “Small Peptide–mediated self-recognition Prevents Cannibalism in Predatory Nematodes”, Science, 2019, vol. 364, núm. 6435, pp. 86-89. Disponible aquí ↩
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Francesco Bonadonna y Ana Sanz-Aguilar, “Kin Recognition and Inbreeding Avoidance in Wild Birds: the First Evidence for Individual Kin-related Odour Recognition”, Animal Behaviour, 2012, vol. 84, núm. 3, pp. 509-513. Disponible en este link ↩
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Natalia Ginzburg, Léxico Familiar, Mercedes Corral (trad.), Lumen, Ciudad de México, 2016. ↩
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Jonathan P. Balcombe, “Vocal Recognition of Pups by Mother Mexican Free-tailed Bats, Tadarida brasiliensis mexicana”, Animal Behaviour, 1990, vol. 39, núm. 5, pp. 960-966. Disponible aquí ↩
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Para una revisión general de reconocimiento entre aves sociales ver Amy E. Leedale, Jianqiang Li y Ben J. Hatchwell, “Kith or Kin? Familiarity as a Cue to Kinship in Social Birds”, Frontiers in Ecology and Evolution, 2020. Disponible en este link ↩
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Sarah A.Cheetham, Michael D.Thom et al., “The Genetic Basis of Individual-Recognition Signals in the Mouse”, Current Biology, 2007, vol. 17, núm. 20, pp. 1771-1777. Disponible aquí ↩
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Mathieu Lihoreau y Colette Rivault, “Kin Recognition Via Cuticular Hydrocarbons Shapes Cockroach Social Life”, Behavioral Ecology, 2009, vol. 20, núm. 1, pp. 46-53. Disponible en este link ↩
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L. Parr y Frans B. M. de Waal, “Visual Kin Recognition in Chimpanzees”, Nature, 1999, vol. 399, pp. 647-648. Disponible aquí ↩