Descubrí el pop coreano cuando tenía doce años. Antes de eso, crecí escuchando lo que había a mi alrededor, lo que escuchaban mis padres y amigos, desde pop en español como Julieta Venegas o Lila Downs hasta música clásica que mi papá ponía mientras trabajaba. Encontrar este género por mi cuenta fue realmente emocionante, distinto: la primera vez que escuchaba música que sentía plenamente mía. Me topé con algo que por mucho tiempo había estado buscando: chicos y chicas de aspecto etéreo cantando melodías pegadizas, acompañadas por coreografías elaboradas y llamativas, algo genuinamente refrescante. Era justo lo que quería en esa época. Aquella expresión artística, esa exagerada mezcla de música pop y toques experimentales, los vestuarios idílicos y el balance perfecto entre mi gusto por el arte familiar y una naturaleza foránea, completamente desconocida, me invitaron a descubrir de qué se trataba.
Muy pronto les mostré un video musical a mis padres, que se extrañaron por el peculiar estilo que se reflejaba en la combinación de baile y canto, y sobre todo en la cantidad de integrantes que había en esa banda (los idols, como con sentido casi religioso se les conoce). Se trataba de la hoy famosísima BTS (Bangtan Sonyeondan), que en aquel 2017 había ganado el premio al “artista social” en los Billboard Music Awards. Yo los conocí cuando parecían estar en lo más alto de su carrera, pues desde luego no sabía que su ascenso a la fama internacional apenas comenzaba. Estuve ahí para ver cómo florecían, mientras yo iba creciendo a la par. Para mí, el pop coreano fue una pieza clave en la transición de la niñez a la adolescencia. Con el tiempo, se volvió natural verlo como un antes y un después en mi vida, un cambio radical en mi, digamos, cosmovisión e identidad.
Mis familiares y amigos creyeron que sería una pequeña fase, únicamente impulsada por cantantes atractivos sin mucho más que ofrecer; tal vez reducían el interés que yo tenía a una simple y vergonzosa fiebre adolescente. Pero aquí sigo, cinco años más tarde, aún sumergida y encantada por la imparable evolución del pop coreano. ¿Por qué no fue solo una fase pasajera? y, ¿cómo es que tantos jóvenes, en todo el mundo, han encontrado un cálido refugio en estas melodías?
Es posible que los lectores ya hayan escuchado algo sobre el hallyu, la “ola coreana”, y el impacto contundente que las culturas del este de Asia en general están teniendo en Occidente, principalmente entre la juventud. La estética llamativa que se ha formado mediante una yuxtaposición del arte tradicional y las influencias del presente conecta con personas de todas las esquinas del mundo. Desde pequeña adoré la danza, el canto y las artes visuales, y de repente me encontré inmersa en cientos de videos que reunían todo esto, que llamaban mi atención de la mejor forma posible. Removió intereses que se habían cultivado en mí desde muy pequeña.
La carga visual del k-pop es innegable. Con las expectativas del público cada vez más altas, la calidad de la fotografía y de la producción no hace sino mejorar, llamando la atención de más y más gente. Es una invitación accesible para aquellos que desean disfrutar del arte contemporáneo. Mi amiga Sarah, de Venezuela, me dijo al respecto: “La variedad conceptual en el k-pop es poco vista. Creo que el performance es un arte visual que permite que brille el artista”.
Por otro lado, considero que la cualidad musical del k-pop es difícil de explicar. Es algo que yo misma solo logré entender escuchando una y otra vez las canciones, dándole mi tiempo a los grupos que me interesaban, para ver qué podían ofrecer. Las combinaciones y planos de sonidos generan una experiencia tan plena que es imposible no escuchar cada pieza más de una vez; la profundidad de las canciones crece en ti y resulta muy gratificante entender todas sus capas. Por ejemplo, el girl group Red Velvet lanzó recientemente un álbum con una canción principal, “Feel My Rhythm”, la cual incorpora samples de una aria de Bach y la adapta a una animada canción dance-pop con un ritmo trap, inevitablemente llamativo para un público que desea conocer todos los límites que se pueden romper en este género. Otra amiga mía, Yumi, de Turquía, describe la musicalidad del género de forma certera:
Creo que el k-pop realmente es un poco de todo. Escuchar los resultados es muy entretenido y siempre encuentras algo nuevo; nunca sabes muy bien con qué te vas a topar y eso es parte del encanto.
Mucha gente encuentra inspiración en las expresiones artísticas que expone el k-pop. Millones de personas pueden ver el contenido audiovisual de cientos de grupos, interesarse en el canto, el baile o el diseño, y ejecutarlos ellos mismos. Al respecto, Sarah dice: “Ver el contenido producido por los fans es fascinante. ¡Se genera tanto arte a partir de la pasión por el k-pop!” Yo llevo dos años bailando por mi cuenta gracias al pop coreano: la exigencia de este baile me ha generado una disciplina propia, pues debo trabajar en cada paso hasta que mi cuerpo conozca la coreografía; aprendo los bailes intentando generar una similitud adecuada al estilo del grupo que imito. No solo es entretenido aprenderlo, sino que también ha inspirado mi forma de bailar. Tomé la decisión de subir mis coreografías a internet y desde entonces he logrado formar una comunidad de miles de personas que ven este contenido e interactúan conmigo gracias a su gusto por los mismos estilos que manejo; es muy reconfortante y me ha enseñado mucho en estos años.
La moda es otro ámbito que se ha visto impactado por el k-pop. Muchas colecciones y tendencias actuales en Occidente están influidas por la k-fashion (moda coreana) y se reflejan delicadamente en los estilos que usan los adolescentes. Ya sean faldas plisadas, ropa casual oversized o accesorios como arneses o corsés sencillos, los estilistas de la industria del k-pop han incorporado esta clase de prendas para experimentar y generar vestuarios más llamativos.
El k-pop me ha regalado una infinidad de recuerdos y experiencias. En busca de gente con los mismos intereses que yo, desde hace años emprendí una amplia expedición en línea para conocer más y para encontrar amigos en el camino. El conocimiento público y la aceptación del k-pop han sido paulatinos; aun así, hoy en día están muy extendidas ideas equivocadas sobre esta industria. En 2017 no sentía libertad para hablar cómodamente con mis amigos sobre mi gusto por el pop coreano, ya que ninguno de ellos lo escuchaba. Acudí a las redes sociales, donde podía seleccionar, según mis preferencias, con quién hablar y con quién no. Con cuidado, fui armando vínculos, congeniando con diversas personas gracias a nuestro gusto compartido y la consecuente pasión por el baile y la música que producían nuestros grupos favoritos.
A lo largo de los años, he conocido a personas de Asia, Europa y Sudamérica; por suerte también de la Ciudad de México —a estos pude conocerlos en vivo y se han vuelto mis amigos más cercanos—. Conecté con ellos a partir de nuestro amor profundo por algo que a nuestro alrededor era incomprendido, todo gracias a ese primer empujón generado por el k-pop.
Otro factor que une a muchos fans está directamente vinculado a la salud mental de nuestra generación, con las repercusiones de la pandemia en nuestras relaciones interpersonales, la ansiedad y la depresión tan extendidas entre la juventud de hoy. Mucha gente no solo recurre al k-pop como una vía de escape, sino literalmente como una salvación. Hay mucho apoyo y amor en esta comunidad. El k-pop es más que música, más que fanatismo comercial. Es una cosmovisión que te impulsa a escuchar los lanzamientos más estrambóticos y a encontrar la belleza en estilos poco vistos. Para los fans extranjeros también es una forma de conocer otra cultura y sus inclinaciones artísticas.
Para este artículo, decidí buscar más allá de mi experiencia propia y pregunté a varios amigos de mi edad, pero de otros lugares del mundo, acerca de sus vivencias, en parte para conocer perspectivas distintas y en parte para mostrar la forma en que nuestras visiones se unen gracias al k-pop. Por lo general, las personas de mi generación parecen inclinarse a buscar salidas fáciles ante el estrés de la vida diaria; para muchos de mis amigos y conocidos, el k-pop funcionó como un escape que se volvió un refugio. Algunos se apropiaron del mensaje de que no hay que rendirse y que vale la pena esforzarse en lo que uno se proponga hacer. Esta cultura les ha hecho recordar que tienen la capacidad de disfrutar; los ha llevado a cambiar sus formas de pensar, de crear y hasta de expresarse, los ha ayudado a tomar decisiones importantes incluso en aspectos académicos y laborales. En resumen, el k-pop ha enriquecido la vida de sus fans a niveles emocionales muy profundos.
Hace unos meses me surgió el impulso irrefrenable de ir a Corea. Necesitaba materializar un deseo de ya varios años y descubrir más en serio cómo era aquel país que tanto me ha llamado la atención a lo largo de mi adolescencia. Por el k-pop decidí aprender coreano. Primero de forma autodidacta a leer y escribir en hangeul y desde hace tres años estudio con mi talentosa maestra Yeoreum (여름). Gracias a ella pude estar segura de contar con la comunicación mínima para el viaje e incluso tal vez para establecer un par de amistades. Fui sola, con dieciséis años y mucha emoción, tras un vuelo de más de veinte horas, escala incluida.
Llegué a Seúl la primera semana de primavera. Todas las flores y los árboles de hojas recién nacidas me dieron una bienvenida cálida y hermosa. Pequeños detalles volvían la experiencia completamente distinta a mi vida en México, aunque con ciertas semejanzas. Me sorprendió encontrar azaleas, que siempre se dieron en un arbusto de mi casa, pero allá vi cómo la misma flor crecía un poco más puntiaguda, como si fuera una pequeña estrella, lejanamente parecida a los jardines de mi primera infancia.
Me quedé apenas siete días, que volaron y terminaron sin darme cuenta. Afortunadamente tuve la oportunidad de visitar una exposición en Hybe Entertainment, una de las empresas más contundentes de la industria, y One Million Dance Studio, que cuenta con coreógrafos famosos. Sobre todo me flechó bailar y conocer a maestras que alguna vez vi en la pantalla: por fin pude aprender de ellas en persona. También tuve la oportunidad de bailar para un pequeño público en Hongdae, una zona de la capital conocida por el performance urbano. Fue algo mágico. Quizá porque todo fue muy rápido, aún no lo puedo creer.
La incorporación del arte urbano y las zonas verdes de Seúl revitalizan la ciudad de una forma que nunca había visto en México. Fue un shock cultural en general. También conocí personas de muchos lugares, siempre conversando sobre sus experiencias en Corea, desde una chica taiwanesa que aprendió coreano durante diez años en su país y apenas llevaba unos meses en Seúl, hasta unos mexicanos de Sinaloa igualmente encantados con el k-pop que paseaban el día que fui a Hongdae y a los que abordé cuando los escuché hablar en mi lengua madre. La variedad de perfiles y estilos que encontré me conmovió y me dejó con una enorme emoción por volver. Fue una poderosa confirmación de que mi pasión de los últimos años había valido la pena. En el avión de vuelta a México, desde Vancouver, escuché a unas chicas hablar de k-pop; les conté que venía de Corea y emocionadas me invitaron a sentarme con ellas durante el largo viaje. Experiencias así solo han sido posibles gracias al amor que tengo por este género. Estoy agradecida de todo lo que me ha impulsado a hacer.
Lo que más agradezco de mi viaje es la forma en la que me permitió replantear mi amor por Corea. Sin idealizar al país, pude reconocer sus virtudes y sus defectos. A menudo mi inconsciente me lleva de regreso a Seúl, a las cabinas del silencioso y cuidado metro o a las vías peatonales decoradas con vivo verdor. Me hace vivir de nuevo esa sensación de seguridad, esas mil posibilidades de explorar un mundo nuevo. Así vuelvo a rememorar aquella semana que fue solo para mí y para descubrir más a fondo mi interés por una cultura que me atrapó desde niña. Tanto para mí como para muchos jóvenes más, esta música, esta fuente de inspiración y este arte llamado k-pop son una pieza clave para nuestra identidad y nuestra expresión personal.
Imagen de portada: Portada de Breathe, de Lee Hi, 2016