La intención de Vindictas, la más reciente colección creada por la UNAM, de entrada suena prometedora: recuperar novelas que han estado agotadas durante más de veinte años, y que por distintas circunstancias permanecían prácticamente desconocidas, a pesar de tratarse de trabajos premiados o publicados por editoriales prestigiosas y a pesar de haber sido escritas por autoras que no eran ajenas al medio cultural o académico. Éste es el caso de los primeros cinco títulos de la serie: Minotauromaquia, de Tita Valencia; En estado de memoria, de Tununa Mercado; La cripta del espejo, de Marcela del Río; El lugar donde crece la hierba, de Luisa Josefina Hernández y De ausencia, de María Luisa Mendoza. Cada uno cuenta en esta nueva edición con una introducción escrita por una autora nacida en los ochenta, es decir, perteneciente a la generación que participa del entusiasmo por leer a otras mujeres y del esfuerzo para equilibrar poco a poco los libreros, las bibliotecas, los programas de estudio y, en última instancia, la historia de la literatura. Esto último es el propósito declarado de la colección: reivindicar la obra de las escritoras a quienes se les ha negado un lugar en el canon al volver a ponerla en circulación y hacerla accesible a los lectores. Sin embargo, es indudable que, por las características de esta tanda inicial, se puede hacer mucho más que eso: la diversidad de los primeros cinco volúmenes ofrece un panorama que mueve al lector a redefinir lo que entiende por escritura femenina. Hablemos de los lugares comunes: que las mujeres escriben poco, casi siempre para niños o sobre temas domésticos, y con la sencillez propia de seres primordialmente emocionales, ajenos a todo intelecto. Quien se acerque a estos cinco libros notará que los intereses de las autoras son diversos y que tal vez lo que más claramente tienen en común es la complejidad. Posiblemente el ejemplo más obvio de la complejidad a la que me refiero es la Minotauromaquia de Tita Valencia.
Ganadora del premio Xavier Villaurrutia en 1976, la novela fue rechazada por la comunidad intelectual al considerarla ofensiva para el célebre escritor al que alude, aunque nada indica que él se hubiera dado por ofendido. Más allá de la notoriedad que ahora o en su época le hubiera podido otorgar este fondo anecdótico, y pese al subtítulo “Crónica de un desencuentro”, no es una novela que relate de manera literal los detalles de la relación amorosa en la que se inspira. Por el contrario, Valencia teje una obra con claves privadas que tal vez sólo podrían descifrar los involucrados, pero en torno a ellas construye una observación lírica del amor. Y si digo lírica me refiero a que en el relato destaca el estilo, compuesto por figuras retóricas e imágenes, mucho más que por episodios o anécdotas. Por momentos roza lo ensayístico en su capacidad de abstracción —donde se nota la formación musical de la autora— y destaca por el despliegue de referencias literarias, filosóficas e incluso mitológicas, todas entramadas en un discurso notablemente denso. Claudina Domingo, en su introducción, repara justamente en la fuerza poética de la obra y en su reflexión sobre el amor como experiencia, desde una perspectiva femenina con agencia y un vasto mundo interior, además de su crudeza e incluso mordacidad. En cuanto a densidad, la novela de Valencia puede compararse con la de Tununa Mercado, En estado de memoria, aunque su complejidad no está en las figuras del lenguaje sino en el contenido del discurso.
Con un estilo preciso y elegante, la autora elabora un relato poco convencional de sus propias experiencias en el exilio y la vuelta a Argentina, en el cual se construye una revisión casi filosófica de los efectos que tienen éstas en la identidad de las personas. El arco narrativo es lo de menos: a partir de anécdotas nimias y detalles descriptivos mínimos, la experiencia estética que el lector recibe de Mercado es la del recuerdo, ese estado de memoria tan lábil que esta agudísima escritora consigue representar más que explicar. En el mismo sentido, El lugar donde crece la hierba, de Luisa Josefina Hernández, es una novela que, más que enfocarse en lo anecdótico, está compuesta en un sentido casi alegórico.
La narradora y protagonista se dirige a su primer amor para contar, en un discurso entre lo epistolar y lo confesional, su experiencia en la casa de un extraño, adonde su marido la ha llevado a esconderse debido a una calumnia que la persigue. Paulatinamente, el relato va creando una atmósfera extraña y asfixiante, llena de elementos tan desconcertantes como las ratas que salen a jugar en un terreno contiguo o los personajes que rondan las cercanías de la casa. La protagonista, que en algún momento afirma que ha sido “pobre y ambiciosa”, lamenta su falta de libertad en todos los aspectos: en principio por la limitación física de estar escondida en una casa ajena; luego, también parece atrapada en su matrimonio e incluso en el amor que siente por su interlocutor, que no da muestras de ser correspondido. La dicción en este caso es mucho más simple, pero el tono es duro y cortante, lo cual intensifica la sensación de desamparo sin victimismo que la protagonista experimenta. En el lado opuesto del espectro emocional se encuentra De ausencia, de María Luisa Mendoza, novela atrevida en su ejercicio del humor.
En este caso, lo más evidente es la complejidad del estilo, sobrecargado de adjetivos, de un registro elevado con pincelazos de irreverencia (la palabra verga aparece ya en la primera página). La historia abre con una imagen fálica, y de ahí deriva en una especie de biografía erótica de Ausencia Bautista Lumbres, su protagonista. Es curioso que esta especie de novela de crecimiento use el epígrafe de —quizá— la más célebre de este género que se haya escrito en el México contemporáneo: Las batallas en el desierto. Tanto Mendoza como Pacheco abren con la misma cita de The Go-Between, aunque la novela de “La China” es anterior. Esta novela se enfoca, claro está, en cierto tipo de placeres, pero de todos el superior es el del lenguaje, terreno donde la autora se solaza al combinar tecnicismos, cultismos y una sintaxis compleja con expresiones mexicanas coloquiales y pícaras. El humor está en las situaciones, claro, pero sobre todo en este estilo disparatado que no hace sino acentuar los excesos de la historia. Jazmina Barrera acierta en su introducción al comparar a Mendoza con Rabelais, lo cual no es menor. Por si esto fuera poco, aparece en esta novela una imagen poco reverente de lo que culturalmente se entiende por femenino; como ejemplos la maternidad y la concepción. Este tono burlón, excesivo y escatológico, se sostiene a lo largo de toda la novela sin decaer, lo cual es, sin duda, su principal mérito. Finalmente, La cripta del espejo, de Marcela del Río, es —en palabras de su prologuista, Lola Horner— una novela del 68.
Distinta del resto en su abordaje, más enfocado en los hechos externos que en los fenómenos interiores, cuenta el viaje diplomático de una familia a Checoslovaquia, cuando los eventos de Tlatelolco son aún recientes. En contraste con el resto de las novelas, en ésta encontramos no sólo múltiples personajes sino también perspectivas, que nos permiten observar los acontecimientos de un momento particular de la historia, pero también el desvalimiento de algunos de sus actores, como los jóvenes, las mujeres y las empleadas domésticas, cuya situación no ha cambiado mucho en medio siglo. Aunque ciertos entornos virtuales pudieran crear la ilusión de que en la actualidad la palabra de las mujeres ha cobrado más fuerza y presencia que la de los hombres, en la realidad amplia eso aún es falso. A pesar de las iniciativas por difundir la escritura femenina, todavía están pendientes otros asuntos, que no será sencillo resolver: ¿cómo se recupera la historia borrada?, ¿cómo se cambia la percepción del lector común? Esta colección puede ser un primer paso en esa dirección.