Atravieso el griterío de la calle de Génova, difícil pasillo irreductible entre el archiduquesco Paseo de la Reforma y la prepotente modernidad aún no vencida de la Glorieta de los Insurgentes, y avanzo en busca de las promesas que me hicieron: las de una Corea mexicana.
Por supuesto que en la ciudad de las migraciones nada es extraño, menos esta promesa de comunidad en la exclusiva colonia Juárez; pero tras años de pedalear por sus calles, emborracharme en Florencia, salir de madrugada del trabajo periodístico por Salamanca, no me había percatado del kimchi y sus discreciones.
Solo que ahora me traje los ojos abiertos.
El llamado barrio coreano de la Zona Rosa —tan bien mitificada por Luis Guillermo Piazza en su obra La mafia— es un rumbo de las interrupciones, donde cada centímetro se ve disputado por emprendimientos divergentes: ya la librería El Péndulo; ya el hotel trasnacional que oferta sus habitaciones con led verde en cifras que son dólares a las afueras; ya la casa de cambio que priorice la moneda del visitante monolingüe urgido de embriaguez por sugerencia de la guía turística en checo, italiano o polaco; ya la sex shop cuya ropa interior adornará con microesferas disco el clítoris de quien la porte. Las convivencias asiáticas solo caben haciéndose acomodar: aparecen un instante y luego no vuelven a mostrar sus fideos sino varias cuadras adelante.
El barrio coreano, pues —decreto, nomás— es una fragmentación, una telaraña esporádica: hermandad intermitente de una península con más de medio siglo de conflicto divisorio.
El primer restaurante sobre la calle Génova anuncia: “como lo vio en El juego del calamar”. No sabemos cuánto dure la oportunidad de la fama, en esta ocasión la de una serie televisiva que empieza a morir sepultada bajo el estruendo en Ucrania, el desenlace de Better Call Saul, la telenovela de Obi-Wan Kenobi y la siguiente saturación central. Pero no cabe duda de que dominó el mundo y confirmó costumbres que ahora buscamos en un restaurante dedicado a cierta tradición: la goguinara, la parrilla donde los comensales asan sus carnes al gusto de la improvisación especulativa sobre el fuego.
La recepcionista viste un hanbok, por supuesto. Lo primero es la juguetería agria de las entradas que no solicité: el kimchi, rojiza col fermentada, nabo rayado, germen de soya y chayote hervido se reparten en sendos platitos para que los pesque y me duerma en su vinagre en lo que llega la sopa. Palillos y una cuchara larga para la ceremonia descansan en un plato plano. Si la amargura de los sabores es convocante, culpo a México.
Ando tan desafiado como inmediatamente repuesto. Me envalentono y pido una botella de vino de arroz: ¿750 mililitros qué podrán contra mis cultos dionisíacos más o menos procurados desde la preparatoria de Coyoacán hasta mis 33 años? Pero me equivoco por altanería, claro, porque sin sorpresa no hay aprendizaje. Y la seca seriedad incomparable del makgeolli me cachetea, me obliga a la humildad, como el mezcal, como el whisky, y me invita a maridar con agua de sabor.
Mientras tanto, el viernes de los oficinistas —que somos todos— continúa en la normalidad al ritmo del son del dolor y la célula que explota, en una ceremonia que nunca nos cansa porque somos más necios que eso, como que pensando en tu amor he podido ayudarme a vivir.
Le falta inteligencia palatal a mi intento por entender este vino de arroz, pero lo dejo asaltarme en totalidad y sigo caminando. Entonces me aventuro por Hamburgo: minúsculos mercados con botanas de cebolla y maíz, a veces picantes, a veces dulces; tallarines con pestilencia a camarón o jaiba para el asalto rápido del estómago en la noche; varitas de galleta recubiertas de chocolate rosado; costales de arroz vietnamita sellado por Estados Unidos —en la ventajosa cadena de suministros hoy relativizada por el conflicto entre Kiev y Moscú—; bebidas de café que recuerdan en su diseño a las botellas de desodorante en spray y que van empaquetadas con los rostros de los Backstreet Boys de Corea: BTS, la alucinación de todas las adolescentes que en el mundo han sido y están siendo en estas horas del siglo XXI.
Yo quería ser la más humilde y discreta de las fieras, pero me educaron los silogismos aristotélicos de la preparatoria de Coyoacán, así que sigo especulando por Hamburgo y me encuentro en un rincón la delicia de una tienda familiar que me transporta a las metamorfosis deíficas de Ponyo en el acantilado. Todo sobre las canastas y los refrigeradores está escrito en coreano. Elijo una bebida discreta cuya elegancia anómala distraiga la sanción policiaca: Tock Soda, tropical sparkling, alcohol, grape wine, natura flavors and carbonation. Padre y madre de unos 46 años acomodan y dictan órdenes en coreano mientras un adolescente no mayor de quince atiende la caja desierta de una tarde anodina donde la única aventura soy yo, un bobo curioso que no sabe actuar su impostura, su injerto mexicano en medio de la vendimia cotidiana. Todo muy normal en el juego de las estanterías y sus apretadas diversidades. Además de las etiquetas en lengua extranjera, algo acusa diversidad, mundo ajeno: el melón va envuelto en plástico.
Lejos del mundanal ruido de la hermosa saturación de Génova, más o menos espina dorsal del barrio tan exclusivo como horizontal, en la esquina con Biarritz, encuentro un pequeño comedor de no más de cuatro mesas, con estantes entablados en el exterior, un discreto ventilador de unos treinta centímetros de diámetro, solo comensales coreanas y dos mujeres mexicanas en la cocina, atravesada de utensilios: he elegido mi siguiente destino, que concretaré hasta mañana.
“¿Solo? ¿Tú solo? Mesa limpio”, me dice y les indica a sus trabajadoras mexicanas la jefa, malabarista de distribuidores de espinaca y jitomate: una comitiva coreana que la visita a pie y en moto y va amontonando los suministros sobre los estantes exteriores y, con poquísimas palabras, cierra el acuerdo antes de retirarse. Claramente las cuentas se hacen en otro momento. La mesera malabarista lo controla todo en los bolsillos de su delantal, separa los billetes que corresponden a cada mesa. Mi sueño de intimidad hogareña se rompe súbitamente por los precios de los platillos, pero al ver el tamaño del plato entiendo que mi objeción estaba equivocada. El billetazo es justo. Y también la sazón.
Aunque yo no sé nada de este tipo de comida, comprendo que el invisible ajonjolí tostado puede transformarlo todo, gigante gentil. Recuerdo el título de ese documental de Les Blank: El ajo es mejor que diez madres. Y si es cierto, ¡con qué familiaridad se acopla el ajonjolí en ese contubernio!
Aquí reincido y pido otro vino de arroz —aprendí ya y desde el inicio, lo acompaño de un refresco de aloe con trocitos— que lleva una opulenta afirmación en su etiqueta: World’s number 1 spirits: Jinro Chamisul Soju se presume operativo desde 1924, cuando las dos Coreas eran una, entre otras cosas, y el texto traducido asevera que esta técnica alcohólica proviene del siglo XIII, “época de la dinastía de Goryeo, hoy es la bebida alcohólica nacional de Corea, siendo Jinro Chamisul Soju la bebida espirituosa más vendida del mundo”. Qué hermoso adjetivo. Espirituosamente, a estas alturas ya he conectado con el todo, o por lo menos con mi asomo al fragmentado barrio discreto que escurre sus tallarines y sus zanahorias entre la estridencia de los antros y las atronadoras cumbias acostumbradas de la Zona Rosa.
Voy a seguir tropezando y a extraviarme hasta llegar al restaurante cubano (“Qué volá, asere”, por supuesto) y los Pollos Ray: me pasé un par de continentes y todavía no sintetizo nada. Ya en el gozo del extravío, no faltarán las risas de México —que todo lo deglute y lo transforma por contagio— en las micheladas tepiteñas impostadas en la colonia Juárez, pues todas insisten en un ingrediente secreto: shige takane, que ahora no sé si es albur o marca o degeneración, pero el convocante me explicará sin mayor ceremonia: vodka, amigo.
Vine por el asombro y me quedé por el mestizaje.
Todas las imágenes forman parte de la serie Un día sobre la ola coreana en la Ciudad de México, 2022