¿En qué pensamos cuando pensamos en el fin del mundo?
Imaginemos que en unas cuantas semanas desaparecieran nueve de cada diez de las personas que constituyen nuestro espacio social cotidiano. Nuestros parientes, nuestros vecinos, los conocidos a quienes saludamos a diario en el barrio y en la calle. De un día para otro, la mayoría de nuestros amigos, colegas y contactos profesionales —todos, de manera súbita— dejan de existir. El detonante de esta pesadilla puede variar: algún proceso inesperado, quizá predecible, quizá catastrófico: un colapso de la ecología planetaria, una pandemia, un conflicto de violencia inimaginable. O bien esta extinción casi total podría ser producto de un evento concreto: la colisión de un asteroide o de un cometa destructor. No es necesario imaginar la desaparición completa de una sociedad para entender que un escenario así cabe dentro de la categoría de lo que definimos como apocalíptico: un proceso representativo del fin de lo social, y con ello de lo afectivo, lo estético y lo material que hacen distintivo a un mundo humano. Para buena parte de la sociedad global estos escenarios del fin del mundo constituyen horizontes de futuro imaginarios, y por lo tanto anticipatorios. Sin embargo, para incontables pueblos cuyas cosmologías e historias son ajenas a las neurosis apocalípticas de la modernidad global —sociedades a las que denominamos de pequeña escala, no-estatales, que distinguimos con la categoría genérica de “indígenas”, o incluso con el término más peyorativo de “tribales”—, este tipo de escenarios no son ni futuristas ni fantasiosos. Para muchas de esas sociedades, el fin del mundo ya sucedió. En el caso de las sociedades amerindias, el fin del mundo llegó hace cinco siglos. Se conocen bien los patrones generales del impacto demográfico que supusieron tanto los gérmenes como los actos genocidas derivados de la Conquista en tierras americanas. En menos de un siglo la población indígena del centro de México había disminuido más de ochenta por ciento; en algunos casos, más de noventa por ciento. Aunado a los procesos de mestizaje que se dieron desde el inicio de la intrusión europea, para fines del siglo XVI era ya difícil pensar en una sola población indígena en resistencia a una sociedad invasora española. El mundo humano, cultural, material, previo a la llegada de las sociedades ibéricas del Atlántico norte era ya casi irreconocible. Ese genocidio fue el primero de una multitud de fines del mundo que habrían de enfrentar los habitantes nativos de las Américas. Una y otra vez a lo largo de los siguientes cinco siglos, en diferentes fronteras del continente se desataron procesos similares de invasión, genocidio, conquista y mortandad por enfermedades previamente desconocidas. En vista de nuestra tendencia a marginar y olvidar los lugares y los momentos en que se dieron cita las fuerzas apocalípticas de la expansión euroamericana sobre incontables pueblos y sociedades locales, conviene recordar algunas de esas fronteras: la península yucateca, los altos de Chiapas, la frontera chichimeca —Querétaro, Sierra Gorda, el Bajío, el altiplano central potosino, Zacatecas, los altos de Jalisco, y eventualmente diversos puntos de la Sierra Madre Occidental— todos estos apenas en el siglo XVI; hacia el sur continental, la frontera de destrucción avanzó sobre las enormes extensiones montañosas del mundo andino, también en la Araucaría chilena, la frontera guaraní (brasileña, argentina, uruguaya y paraguaya). Eventualmente, a lo largo de los últimos dos siglos, tocó su turno al interior amazónico, la Patagonia argentina y el mundo lejano de los selk’nam de Tierra del Fuego. En Norteamérica, los parajes remotos del mundo maya que aún se sustraían al control directo del virreinato novohispano terminaron de caer al final del siglo XVII. Les siguieron el noroeste mexicano y el suroeste estadounidense, la gigantesca cuenca del Mississipi y, a lo largo del siglo XIX, el enorme y volátil territorio comanche de las Grandes Llanuras, la montaña y costa californianas y finalmente las Altas Llanuras del norte americano.
Estos procesos de conflicto, ocupación y destrucción genocida, de erosión demográfica y cultural, se repitieron en incontables fronteras africanas, asiáticas, europeas y oceánicas, hasta bien entrada la era de los imperialismos decimonónicos y las primeras décadas del siglo XX. El Congo belga es uno de los ejemplos más infames de estos procesos apocalípticos que se vinieron encima de incontables pueblos africanos hace apenas un siglo. Otros finales de mundos locales se dieron también en la estepa rusa y en el lejano oriente entre los siglos XVIII y XX. Pienso en la expansión china hacia Mongolia, Turkestán oriental y el Tíbet, así como en la estrategia soviética de asimilación y destrucción cultural de las sociedades centroasiáticas. Tal vez se antoje exagerado hablar de apocalipsis en muchos de los casos mencionados. Pero si nuestra definición del fin del mundo es consistente con una imagen de la destrucción de la vida social como la conocemos, en registros cotidianos, íntimos, no requiere la aniquilación total de la especie humana para calificar como apocalíptica. Resulta suficiente imaginar la destrucción de la coherencia social, lingüística, cultural, para encontrar puntos de coincidencia entre nuestras pesadillas futuristas y la memoria colectiva de infinidad de sociedades actuales. Uno de los rasgos notables de estos apocalipsis del pasado es que muchos de los pueblos nativos en cuestión no dejaron de existir. Pudieron sobrevivir, con enormes transformaciones sin duda, pero pervivieron y en muchos casos siguen existiendo como agrupaciones humanas con sus propias historias, particularidades culturales y valores propios. Uno de los más notables ejemplos de esta supervivencia y continuidad postapocalíptica es el que nos ofrece la comunidad rapanui. Nativos de la isla de Rapa Nui, los rapanui son la sociedad austronesia residente en la tierra más lejana de cualquier masa continental en el mundo. En contradicción con la mitología modernista popularizada en versiones pedagógicas acerca de los factores que dan lugar al “colapso” y ecocidio primitivos, los rapanui nunca se extinguieron. El fin del mundo rapanui llegó más tarde, hacia la mitad del siglo XIX. La primera oleada de muerte vino a manos de esclavistas peruanos; poco después, la viruela y tuberculosis acabaron de diezmar a la población. Eventualmente, el estado chileno y capitalistas escoceses convirtieron a Rapa Nui en un gran pastizal para borregos introducidos. Durante casi un siglo el magro centenar de supervivientes isleños fueron confinados a un asentamiento cuasi-penitenciario, Hanga Roa, hoy la capital de Isla de Pascua. No fue sino hasta 1966 que los rapanui fueron reconocidos como ciudadanos chilenos con derechos plenos.
La destrucción del mundo rapanui del pasado tuvo lugar durante la última época de expansión genocida de sistemas mestizos, criollos, capitalistas e imperiales en el territorio americano y oceánico. Pero no significó el final de esa gente ni de sus mundos posibles, los cuales pervivieron con base en los propios actos, valores y perspectivas rapanui. Como casi toda sociedad humana viva, los rapanui no fueron solamente víctimas sino agentes de su historia, y por su propia voluntad se entrelazaron con las historias y los agentes de otros horizontes culturales. Hoy en día un visitante de Rapa Nui se llevará la sorpresa de encontrar a una población nativa de más de 3,000 personas que aún utilizan de manera cotidiana, con orgullo y convicción, la lengua y la herencia cultural de sus ancestros polinesios. ¿Qué forma ha tomado el nuevo mundo rapanui? Como el anterior, su fundamento consiste en la continuidad de los lazos sociales y territoriales que lo componen. Cada isleño conoce bien las genealogías de las cuales es heredero, y cada grupo genealógico conoce el pedazo de tierra del cual salió y sobre el que se elevan y manifiestan sus ancestros —sea en las formas pétreas de los gigantes moai, o bien a la manera de presencias espirituales invisibles (en el mundo austronesio no existe un concepto estricto del más allá para los muertos: los mundos de vivos y muertos son dos lados de la misma realidad)—. Estos lazos territoriales y genealógicos —topogénicos, en el argot antropológico— se representan de diversas formas: a través de los incontables topónimos que guardan la historia y los relatos rapanui, o bien a través de cartografías contemporáneas que privilegian la representación de la superficie isleña a partir de las rebanadas de territorio de cada genealogía. Estas rebanadas corren desde las cimas volcánicas hasta las costas y arrecifes circundantes, y guardan cada una el pasado y los hechos de los antecesores de cada linaje. Estas topogenias no son milenarias ni estáticas —se traslapan hoy en día con los linderos de parques nacionales y límites municipales, así como con caminos turísticos, rutas marítimas y enlaces aéreos mediante los cuales Rapa Nui mantiene un intenso contacto con el resto del planeta—. Los mundos locales son lingüísticos, estéticos, fenomenológicos, tienen raíz y profundidad, pero no están en conflicto con los senderos y las influencias que les conectan con otros horizontes. De hecho, nunca lo estuvieron. Entre algunos grupos austronesios no existe la noción de insularidad tal y como la pensamos desde nuestros reposos continentales. Rapa Nui nunca ha sido sólo una isla; localmente se le conoce como te pito te henua, “el ombligo del mundo”, pues para sus habitantes, ese territorio siempre ha sido el centro del universo. En este sentido, los rapanui nos recuerdan que cualquier mundo humano siempre es un mundo antropogénico: desde que existimos como especie los espacios que habitamos han estado en simbiosis generativa y destructiva con las sociedades que los hacen suyos. Esta condición es tan cierta para el Antropoceno actual como lo fue para los primeros humanos. Resulta simbólico que un remoto pueblo oceánico, con frecuencia reducido a la categoría de minoría étnica dentro del contexto nacional chileno e hispanoamericano, nos ofrezca un contraejemplo tan sorprendente de vitalidad y creatividad generativa en relación con nuestras visiones neuróticas del fin de la Tierra y de la humanidad. Nos recuerda que damos por cierta con demasiada facilidad nuestra propensión destructiva, mientras que olvidamos que nunca ha habido destrucción sin generación. En suma, Rapa Nui nos ofrece un recordatorio importante acerca de los peligros de tomar demasiado en serio nuestras propias fantasías del fin de los tiempos. En vista de que han vivido el fin del mundo, muchos pueblos indígenas son conscientes de que puede volver a ocurrir. Pero difícilmente comparten nuestra noción de fin que tomará el apocalipsis. “Cada pensamiento del fin del mundo por tanto plantea la cuestión del principio del mundo”, nos recuerdan Deborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro. En el paradigma modernista, nuestra mirada está puesta en el porvenir, en cuanto destino del progreso civilizatorio del que somos herederos. Nuestra propensión a no mirar los otros mundos y fines del mundo que nos rodean dice mucho sobre nuestra manera de definirnos como “modernos”. Esto nos obliga a reconocer que existen diferentes formas del tiempo y del sentido de la historia. Desde una perspectiva comparada, que tome en cuenta la enorme diversidad de experiencias y visiones socioculturales de nuestro planeta, son pocas las sociedades que manifiestan escatologías apocalípticas parecidas a las del canon judeocristiano. El historiador François Hartog nos recuerda que existen multitud de regímenes de temporalidad, de maneras de dar sentido y presencia al pasado en el presente y el futuro. Las cosmologías lineales, aquellas que se sustentan sobre una línea recta del tiempo, se imaginan enmarcadas por un principio y un final absolutos. Se distinguen por imaginar que su historia consiste en un ascenso progresivo desde orígenes bestiales hasta la más alta forma de civilización —la nuestra—. Esta noción se define en oposición a la de quienes carecen de la tecnología, las formas y los valores que nos distinguen. Nuestra creencia de dominio sobre la naturaleza y sobre otras formas culturales encarna en nuestra creencia, y terror, en nuestro propio potencial destructivo a nivel planetario. En consecuencia, nuestra noción del fin suele ser apocalíptica, total. Hemos llegado a creernos demasiado nuestros propios mitos de dominación y destino. Pero una de las lecciones que nos ha dejado la antropología del pasado siglo y medio es que no todas las sociedades humanas guardan nociones absolutas de principio y fin, como tampoco en todas existe una noción del tiempo lineal —de hecho son minoría—. ¿Qué hay de las visiones del fin surgidas desde otros horizontes de realidad? El registro etnográfico de los últimos dos siglos nos presenta un abanico considerable de posibilidades. Pero algo que suelen compartir muchas sociedades es la certeza de que el cosmos está conformado por lazos, por las redes relacionales que dan sentido y movimiento a la condición humana. Es la socialidad, y la generatividad y creatividad vital que la conforman, la que da sentido a nociones últimas de origen y destino. El mundo comienza con nuestra capacidad de relacionarnos con otros. Esta definición del cosmos dice mucho acerca de la idea de otros pueblos de imaginarse a sí mismos. ¿Cómo reconciliar estas diferencias cosmológicas en un mundo interconectado? Dos rasgos distinguen a nuestros imaginarios apocalípticos en esta coyuntura global. Primero, la sofisticada infraestructura planetaria de telecomunicaciones y los flujos casi instantáneos de información entre continentes permiten que cualquier noción dada del fin del mundo rápidamente adquiera un cierto carácter internacional compartido, al margen de particularidades de percepción locales. El medio, más que nunca, moldea el mensaje de manera poderosa, haciendo parecer que nuestras preocupaciones son compartidas de manera similar por todo el mundo. La infraestructura de las instituciones internacionales y los códigos lingüísticos compartidos que se utilizan para discutir y responder a estas preocupaciones acentúan la idea de que enfrentamos retos percibidos como equivalentes por todas las sociedades humanas. Segundo, algunos de estos escenarios responden a retos de alcance global sobre cuyas causas y consecuencias poseemos hoy una conciencia mucho más extensa —en efecto, intercultural e intercontinental— que la que se pudo dar en relación con los peligros mundiales propios de otras épocas —por ejemplo, las pandemias que azotaron grandes regiones en siglos pasados—. Cabe advertir, sin embargo, que la erosión acelerada de barreras comunicativas no se traduce en una erosión semejante de barreras culturales. Por obvio que parezca el carácter compartido, los peligros que enfrentamos hoy como sociedad planetaria existen más interrogantes que certezas acerca de la forma que tomarán, así como de la infinita capacidad de respuesta humana que habrá de materializarse desde diferentes territorios y grupos. El cambio climático ofrece quizás el mejor ejemplo de esta situación.
Desde mi posición como antropólogo ambiental que trabaja con la ONU para registrar los efectos tempranos del calentamiento global en zonas de alta vulnerabilidad (aquellas conocidas como las “líneas del frente del cambio climático”, que incluyen el Ártico y las islas pequeñas del Pacífico), puedo reportar que la histeria mediática en torno al deshielo y al alza en los niveles medios del mar ha rebasado por mucho las condiciones reales, humanas y físicas, que observamos en estas localidades. Nuestra manera de entender el cambio climático se deriva de modelos naturalistas que ignoran por completo los sofisticados sistemas de conocimiento indígena y las experiencias locales de quienes habitan en esas “líneas del frente”. Las intervenciones de la comunidad internacional para “auxiliar” a estas poblaciones suelen pensarlas como víctimas, incapaces de comprender y atender adecuadamente a la emergencia climática. Mientras tanto, llevo años registrando cómo estas poblaciones ‘limítrofes’ se manifiestan capaces de sobrellevar con enorme resiliencia y creatividad los desastres ambientales —al grado de haber llegado a recomendar que somos nosotros los que tenderíamos que tomar algunas lecciones acerca de cómo adaptar mejor nuestra vulnerable infraestructura cosmopolita al cambio climático—. Sería desde luego irresponsable relativizar las consecuencias destructivas del cambio climático, pero igual o más irresponsable resulta alimentar las ansiedades de un imaginario cosmopolita global que cada vez parece confundir más fácilmente las diversas condiciones de realidad de nuestro mundo con escenarios simplificados, modelados y compartidos por medios virtuales y estrechamente cientificistas. El exclusivismo tecnocrático y cientificista predomina ahora más que nunca, lo cual resulta irónico a la luz de la manera en que solemos romantizar los sistemas de conocimiento alternativos. Necesitamos empezar a tomar en serio a los otros. Conviene cerrar estas reflexiones reiterando que son raros los escenarios del fin del mundo que deriven en un peligro concreto que ponga fin a la vida humana entera. No pretendo ser excesivamente optimista; nadie mejor que un antropólogo ambiental para entender que los ecosistemas que nos sostienen son frágiles, como lo son la cultura y la vida humanas. Pero también son enormemente resistentes y persistentes; no pueden ser de otra manera, pues están en coexistencia mutua con el mundo material sobre el que se han desarrollado. Ese mundo se puede transformar, a veces de maneras sumamente destructivas. Pero difícilmente llegará a un fin absoluto. Y lo mismo se puede decir de los humanos y otras formas de vida que lo habitan (especies frágiles en peligro de extinción aparte). Lejos de creer que enfrentamos un peligro global apocalíptico, creo que estamos viviendo un momento de oportunidad para empezar a tomarnos menos en serio a nosotros mismos —a partir de nuestro potencial destructivo— y empezar a mirar hacia las experiencias, las herencias y la sorprendente adaptabilidad de muchísimas sociedades y territorios que están ausentes de nuestra idea del mundo; sociedades que, al fin y al cabo, pueden enseñarnos algo acerca de fines del mundo verdaderos y de la manera en que surgen mundos nuevos después del final.
Imagen de portada: Mapa local de la Isla de Pascua. Foto: Carlos Mondragón.