Uno de los conceptos que más dicen sobre nuestra manera de pensar es la idea del yo. Ya sea que el lenguaje revele o delimite cómo funciona el pensamiento, lo cierto es que el yo es una parte tan elemental del vocabulario que a primera vista parece indivisible, como lo fueron los átomos para los físicos del siglo XIX. El yo, que gozó de interés artístico, religioso y, por supuesto, personal desde que tenemos memoria, atrajo al estudio científico hace relativamente poco tiempo. Normalmente mimado, se le empezó a atacar y diseccionar, principalmente desde un frente psicoanalítico mecanicista, que lo destacó como una parte esencial de la actividad del cerebro. Menos énfasis se ha puesto, sin embargo, en delimitar al yo en el ámbito más evidente: el espacial. Dónde empiezo y termino es, casi para todos, una obviedad. Pero eso muestra una vez más la maravillosa habilidad del lenguaje para ocultar, con una etiqueta, la complejidad de ciertas nociones. Somos seres definidos por y para nuestra escala, pero tanto para lo muy grande como para lo muy pequeño somos indistinguibles del entorno. Para despecho nuestro, hay bacterias que no nos consideran siquiera un anfitrión, sino sólo un territorio un poco más húmedo y cálido que otros, y sin embargo tienen la capacidad de causarnos la muerte. Lo hacen, además, por accidente. Cuando una bacteria habita un territorio tan agreste como el suelo, por ejemplo, donde la falta de humedad representa un peligro para la supervivencia, alguna de sus cepas puede evolucionar para conformarse en espora y esparcirse con el viento. Da la casualidad de que eso la convierte en un candidato ideal para habitar nuestro sistema respiratorio, como sucede en el caso del Streptococcus pneumoniae, que además tiene una vecina recurrente ya sea en el suelo o en nuestra nariz, la Haemophilus influenzae. Como viven de los mismos recursos, estas dos bacterias llevan luchando entre sí desde antes de nuestros primeros pasos. La manera en la que se atacan incluye deshacer las cadenas de proteínas que codifican su información genética, ante lo cual una cepa especialmente peligrosa del S. pneumoniae ha evolucionado para desarrollar una protección de azúcares complejos. Cuando esta cepa habita en nuestra nariz, se encuentra con que su abrigo de azúcares la hace inmune al ataque de los glóbulos blancos que nos defienden, lo cual le permite avanzar por nuestro sistema respiratorio hasta causarnos la muerte. En la teoría de las bacterias parasitarias, matar al anfitrión no tiene sentido a menos que su muerte le otorgue alguna oportunidad de esparcirse o reproducirse. Sin embargo, el S. pneumoniae que se adentra en nuestro sistema respiratorio (causando neumonía) se vuelve menos contagioso, lo cual contradice tal expectativa. Ello se debe a que esta bacteria no ha evolucionado para usarnos como anfitrión, sino que se encuentra en nuestro cuerpo como en una parte indistinta del ambiente. Es natural pensar que lo que sucede dentro de nuestro cuerpo nos sucede a nosotros, que lo que nos hace daño nos ataca directamente. La enfermedad, que en algún momento particularmente ególatra se consideró castigo divino, se atribuye a partir de Pasteur a los gérmenes (Anton van Leeuwenhoek ya había descubierto las bacterias, pero sin atribuirles la función infecciosa), de los cuales debemos protegernos con higiene, aislamiento y medicina. Pero nuestro cuerpo está lleno de bacterias en todo momento, algunas de las cuales incluso mantienen una relación simbiótica con los humanos, como las que realizan funciones digestivas en nuestro estómago. Algunos patógenos han evolucionado con nosotros, adaptándose perfectamente a nuestras respuestas: estornudar o rascarse, por ejemplo, ofrecen oportunidades de infección y contagio muy efectivas. Pero la meningitis causada por el S. pneumoniae, por el contrario, causa la muerte por medio de una inflamación en el cerebro que a la vez le impide trasladarse a otro cuerpo. Otro ejemplo viene de la cepa 536 del Escherichia coli, que tiene como enemigo natural a un tipo de amibas que usan enzimas digestivas para disolverla y robarle el hierro, un comportamiento muy parecido al de nuestras células blancas. La resistencia contra las amibas la hace también capaz de sobrevivir al ataque químico de nuestros macrófagos, con lo cual, a pesar de haber evolucionado en el mar y adherirse a pequeños crustáceos, es capaz de infligirnos la muerte.
Tal vez, además de lastimar nuestra salud, este hallazgo1 lastima nuestro ego, al que le gusta creer que los patógenos existen sólo para molestarnos, y nos cuesta trabajo reconocer que para algunos de ellos no somos ni siquiera individuos, sino parte de un continuo de moléculas de agua, azúcares y aminoácidos. Que nuestros macrófagos puedan ser burlados por algunas bacterias no significa que no sean exitosos la mayor parte del tiempo. Recientemente se publicó un estudio en el que se muestra a las células defensoras humanas atacar con enzimas y desintegrar a las bacterias E. coli, listeria y tuberculosis. La enzima llamada Granzyme B destruye entre 5 y 10% de las aproximadamente 3 mil proteínas que tienen las cadenas de dichas bacterias para inhabilitar sus ribosomas, lo cual equivale a un ataque a la computadora central.2 Además de atacar a patógenos, los macrófagos también realizan labores del hogar. En general, las células del ser humano están sujetas al daño de sus cadenas de proteínas por diversas razones, y con cada reparación (algunas se renuevan casi constantemente) hay lugar para errores y correcciones. Con el tiempo, sin embargo, algunos errores se acumulan hasta inhabilitar a la célula. Entonces, ésta envía señales químicas de auxilio que son atendidas por los macrófagos, que engullen a las células inservibles, pero a veces dejan restos que a su vez llaman a más macrófagos. En ocasiones, la acumulación de estas células blancas es tal que llega a causar inflamación, lo cual en ciertos casos puede llevar a la muerte. De hecho, enfermedades como diabetes, arteriosclerosis, artritis, Alzheimer y osteoporosis son todas inflamatorias, ya sea porque los macrófagos se acumulan para destruir grasa hasta lograr tapar las arterias, o porque al acumularse en el páncreas destruyen las células que producen insulina, etcétera. Éstas no son enfermedades degenerativas, sino ataques del sistema inmunológico. Parecería que estas células, que normalmente nos defienden de la enfermedad, decidieran un día volverse en nuestra contra. Para abordar esto habría que tomarse en serio la propia hipótesis sobre una acción deliberada de las células blancas, lo cual de nuevo interfiere con nuestra idea aparentemente sencilla del yo, que a primera vista parece tan compacto y unitario. ¿Es posible que el sistema inmunológico —que mantiene el poder de comunicación y coordinación aun estando presente en diferentes partes del cuerpo— sea otro yo viviendo dentro de nosotros? Un ente interconectado, pero con suficiente independencia, que nos lleva a la muerte no por accidente sino por diseño, hace recordar la teoría del gen egoísta adelantada por Richard Dawkins, en la que este otro “sujeto” actúa por el bien del ser humano pero concebido como especie, no como individuo. Es decir, el ser insignificante que deja de respirar es un pequeño mal necesario que, en conjunto y a la larga, beneficiará a la humanidad. Puede ser que esta conciencia a la vez diminuta y mucho más grande que nosotros mismos esté llevando a cabo la admirable tarea de deshacerse de los viejos para dar mayor oportunidad a los jóvenes. Es difícil de concebir que seres a los que normalmente no atribuimos inteligencia sean capaces de mayor congruencia que uno de los esfuerzos colaborativos más grandes de nuestra civilización: la investigación científica —de, precisamente, patógenos—. Como es de esperarse, los países tienen perfiles diferentes de enfermedades, y los países más ricos generan más publicaciones científicas que los países pobres. Por ello, las enfermedades típicas de los países desarrollados obtienen mucha más investigación que las prevalecientes en países menos desarrollados. Dada la diferencia en distribución demográfica entre “primer” y “tercer” mundo, esto equivale a favorecer la salud de un puñado de personas de edad avanzada a costa de la de multitudes de jóvenes. Evans, Shim y Ioannidis han cuantificado esta relación.3 Con un análisis estadístico complejo, a grandes rasgos el trabajo mide el total de investigación y conocimiento, aproximado por el total de publicaciones en cada tema, y cruza esa información contra las necesidades y costos que generan distintos grupos de enfermedades, así como el mercado global de cada enfermedad. El artículo confirma algunas sospechas, como que la relación entre carga global de la enfermedad (medida en años ajustados por enfermedad) y artículos publicados es prácticamente nula, pero sí existe a nivel nacional.4 Es decir, los países no responden a una necesidad global de conocimiento sino a la regional, lo cual significa que algunas enfermedades están sobrerrepresentadas en la investigación médica, como el cáncer, la diabetes, la depresión, la artritis y las afectaciones de la piel —cuadros típicos del “primer mundo”—, a costa de las subrepresentadas, como infecciones parasíticas, respiratorias y condiciones perinatales, cuadros que afectan principalmente al “tercer mundo”. Esta desigualdad en las investigaciones limita la capacidad de atención en países subdesarrollados y la trasferencia de conocimiento pierde relevancia. Si se piensa que esto obedece a una asignación de mercado, habría que plantearse que las fuerzas del mercado no son sólo la causa de la distribución del conocimiento médico sino a su vez una consecuencia de la desigualdad mundial de salud y riqueza. Si admitimos que todos estamos relacionados, debemos pensar en la salud de una manera global, no regional. Y mucho menos individual, como hace un grupo muy de moda hoy en día: los antivacunas. Cuando una persona decide no vacunar a su hijo, cree erróneamente que ejerce un derecho individual sobre su cuerpo, pero en realidad deja de lado una responsabilidad comunitaria. La resistencia a la vacunación tiene varias excusas. Una de ellas, la histórica, responde al origen de las primeras vacunas, que consistía en la inoculación de pus de animales infectados, algo que a todas luces da la impresión de malsano a pesar de haber salvado innumerables vidas. Las vacunas del pasado, más ricas en proteínas inmunizantes (ingrediente activo) que las actuales, podían en ocasiones causar fiebres o salpullidos, algo que hoy en día es raro que suceda. Ahora que las vacunas son inorgánicas, mucha gente teme a los químicos o “toxinas”. Para evitar el crecimiento de bacterias, las vacunas modernas tienen conservadores, adyuvantes, y residuos del proceso de fabricación. Es cierto que contienen mercurio, aluminio, formol; sin entrar en detalles, el hecho es que la concentración de esos elementos es siempre menor a la que ya tenemos en el cuerpo de manera natural, incluso que la que viene en la leche materna. Como dice muy atinadamente Eula Biss,5 estamos llenos de microorganismos y químicos desde el nacimiento, pues somos un continuo con el medio ambiente y, sobre todo, entre nosotros mismos. Este miedo presupone una pureza de los bebés que sencillamente no existe. Las bacterias entran y salen de los niños, y la adaptación del sistema inmunológico es constante y mucho más intensa que la que conlleva cualquier vacuna. Esa “pureza” es cultural, algo en lo que se cree contra toda evidencia, y que lleva a la gente a purificar el agua y el aire en el mejor de los casos, y en el más nefasto a esterilizar a los sordomudos, enfermos, o simplemente pobres. Una forma velada de clasismo y racismo que obedece al origen de las propias enfermedades infecciosas, prevalecientes en las condiciones de poca higiene y hacinamiento relacionados con la pobreza. A eso se le suma la evolución natural del anticorporativismo, que en este caso desconfía de las grandes farmacéuticas, y las declaraciones infundadas de “celebridades”.6 Otro argumento es que muchas enfermedades de antaño ya están erradicadas. Pero eso no es garantía, como demuestra el episodio epidémico de ántrax que mató a miles de renos en la tundra rusa en 2016. La enfermedad estaba erradicada, pero los cadáveres congelados en el permafrost desde el siglo pasado liberaron sus bacterias durmientes gracias a un verano inusualmente cálido, probablemente debido al cambio climático causado por la explotación petrolera del Yalta. Nuestro planeta es un sistema vivo, otras enfermedades podrían resurgir en cualquier momento.
La vacunación funciona gracias a “la inmunidad de rebaño”, un término muy desafortunado. El lenguaje individualista no sólo nos hace creer que somos entes perfectamente independientes, sino que pone un tono negativo a formar parte de una comunidad. A nivel individual, una vacuna puede o no funcionar —por caducidad, por alguna deficiencia inmunológica del receptor, o porque éste pertenece a un grupo vulnerable, como las mujeres embarazadas—, pero cuando un porcentaje suficientemente alto de individuos está vacunado, impide la circulación de los patógenos dentro de una comunidad. Al vacunarnos no sólo nos protegemos a nosotros mismos, sino que aislamos del contagio a las poblaciones vulnerables. Por eso, los afectados por la moda de no vacunarse no son sólo las personas que no se vacunan, sino los adultos mayores o poblaciones en carencia a las que exponen a contagio.7 Un buen contraejemplo a esta falta de solidaridad está en las naves que la NASA prepara para enviar a Marte (donde por cierto el rover Curiosity acaba de descubrir rastros de moléculas orgánicas): éstas se ensamblan en los llamados clean rooms para evitar enviar bacterias potencialmente peligrosas a otros mundos, gracias al acuerdo de protección planetaria.8 Estas expediciones se programan para salir a partir de 2030, y ya está en curso el proceso de selección de la tripulación, astronautas admirables que irán a sabiendas de que la primera misión no tiene planes de vuelta. ¿Considerarán sus muertes un sacrificio por el avance científico de los demás? Para Sonia van Meter, posible integrante de la misión, es preferible formar parte de algo más grande que el individuo. Así pues, la pregunta está mal planteada: la diferencia entre los demás y nosotros realmente no existe.
Imagen de portada: Koto. Imagen de archivo.
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Ed Yong, “Coincidental Killers”, Aeon, enero de 2014. ↩
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Farokh Dotiwala et al., “Granzyme B Disrupts Central Metabolism and Protein Synthesis in Bacteria to Promote an Immune Cell Death Program”, Cell Press, octubre de 2017. ↩
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Evans, James A., Jae-Mahn Shim y John P.A. Ioannidis, “Attention to Local Health Burden and the Global Disparity of Health Research”, PLOS One, abril de 2014. ↩
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Aun a nivel nacional, el análisis muestra que, en el caso de los Estados Unidos, algunas opciones de terapia para el cáncer no se ajustan para las minorías raciales. ↩
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Eula Biss, “Sentimental Medicine: Why We Still Fear Vaccines”, Harper’s Magazine, enero de 2013. ↩
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El documento citado de Andrew J. Wakefield, publicado en The Lancet en 1998 (“Autism, Inflammatory Bowel Disease, and MMR Vaccine”) dice inequívocamente que no se puede probar la relación entre el autismo y la vacuna triple. ↩
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Se han dado muertes de niños en el “primer mundo”, donde padres con educación e ingresos deciden no vacunar. El sarampión, en particular, ha tenido un resurgimiento. Estas comunidades se dañan a sí mismas y salen del alcance de este artículo. ↩
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Ed Yong, “Bacteria Survive in NASA’s Clean Rooms by Eating Cleaning Products”, The Atlantic, junio de 2018. Este artículo describe que aun en estos cuartos sobreviven bacterias como la Acinetobacter, e incluso se alimentan del etanol y alcohol usados como desinfectantes, incluyendo los ingredientes activos del cloro y detergentes. Una precaución similar durante la conquista de México habría evitado la muerte de Cuitláhuac a causa de la viruela. ↩