Confinado como miles de reclutas en la línea Maginot, el sargento Gabriel define en su fuero interno la naturaleza de la construcción:
Gabriel no le tenía miedo a la guerra —en realidad, allí nadie se lo tenía, porque la línea Maginot se consideraba inexpugnable—, pero a duras penas soportaba el confinamiento en aquella atmósfera asfixiante que, junto con los turnos de guardia, las mesas plegables a lo largo de los pasillos, los exiguos dormitorios y las reservas de agua potable, recordaba a las condiciones de vida de un submarino.
Inacabable e inacabada cadena de fortalezas, destinada a volver inquebrantables las fronteras de Francia pero que, a la hora de la ofensiva del ejército nazi en mayo de 1940, resultó inservible. En El espejo de nuestras penas de Pierre Lemaitre, la línea Maginot se vislumbra como el sumun de la vana altanería que dominaba a las élites políticas, económicas y militares francesas y que les impidió evaluar de forma clara el poder alemán, así como ser honestas con la ciudadanía que tuvo que resistir la invasión nazi. Y es de esa deshonestidad cobarde de la que huye el pueblo común y anónimo que recorre las páginas de El espejo de nuestras penas, novela que se une a Nos vemos allá arriba (2014) y Los colores del incendio (2019) para cerrar la trilogía de “Los hijos del desastre”, con la que el autor francés ha incursionado en la Segunda Guerra Mundial, vista con los ojos de los hombres y las mujeres de la vida diaria empujados a afrontar, desde su cotidianidad arrasada, una conflagración que los superaba, sobre todo porque las mismas élites que les exigían pelear la guerra escondían el tamaño de la empresa:
Todo eso estaba muy bien, pero la gente se preguntaba si se correspondía con la realidad. Desde septiembre, se repetía una y otra vez que el arma decisiva de la guerra sería la información. Era de temer que los periódicos se lanzaran a una gran campaña destinada a fomentar la moral del vencedor entre los franceses. Con el número de aviones abatidos, por ejemplo. Era el tema de conversación en el patio de recreo, mientras los chicos jugaban a la guerra.
Agudo lector tanto de la literatura negra estadounidense (de Dashiell Hammett a Bret Easton Ellis) como de la novela decimonónica francesa, con singular fortuna Lemaitre ha hecho colindar su propio discurso con ambas narrativas, lo que se advierte en el audaz manejo de personajes: hombres y mujeres al mismo tiempo inmensos y mínimos, oscilantes entre los héroes epopéyicos de Alexandre Dumas y los antihéroes malditos de James Ellroy. Esta ambigüedad de los personajes es la que los incita a cometer los actos más fundamentados y los más incoherentes; he ahí el caso de Louise Belmont, la hermosa maestra treintañera que, sin razón plausible, se desnuda en un hotel frente al anciano doctor Thirion, quien se destapa los sesos de un tiro después de contemplarla. El baño de sangre que recibe Louise sobre su cuerpo desnudo con el inesperado suicidio deviene alegoría del baño de sangre que recibió la generación de entreguerras, que fue bautismo de horror y muerte pero también renacimiento del heroísmo individual y de la solidaridad colectiva; renacimiento que transforma a los personajes, desde Louise, que renace para salir de sí misma y comprender las emociones y pasiones de su madre, devastada por la depresión, hasta los soldados Gabriel y Raoul, desertores no tanto de sus obligaciones militares como de las timoratas órdenes de los mandos superiores, ante las que sus improvisadas tácticas bélicas son, al menos, de un heroísmo sincero:
El puente se hundió y arrastró consigo al tanque, que cayó al río. Gabriel y Raoul se quedaron pasmados. La caída del puente no sentó nada bien a los hombres que se movían al otro lado del río. Se oían órdenes en alemán, y la columna de carros se había detenido. Gabriel, paralizado, sonreía como un lelo. Raoul lo despertó de un codazo. —Creo que es mejor que no nos entretengamos demasiado… En un abrir y cerrar de ojos, los dos hombres estaban de pie y corrían hacia el bosque, gritando de alegría.
Autor que inició su carrera literaria en la novela policial y el thriller, Lemaitre ha sabido utilizar la agilidad propia de aquellas narrativas para transformar las desesperadas (pero en el fondo coherentes) decisiones de los personajes en rebelión contra la realidad, que nos engaña con su falso equilibrio y con la inmutabilidad de sus “leyes históricas”. Por ello, la madre de Louise se refugia en un silencio oscuro, toda vez que la realidad no tiene la coherencia interior que sí tiene la ficción: “Tu madre era una romántica, ¿comprendes? Leía novelas, y eso no es bueno, embarulla la sesera”. “Leía novelas”, concluye el señor Jules, malogrado pretendiente de Jeanne, y su sentencia irradia a los personajes centrales de El espejo de nuestras penas, quienes subvierten la Historia en mayúsculas, la reescriben, la transgreden, al mismo tiempo inspirados en sus microhistorias individuales y en la literatura, que emerge como contrahistoria:
Lejos de condenarlo, Alice encontró aquella aventura increíblemente novelesca. Digna de Las mil y una noches. Que Fernand hubiera sido capaz de hacer algo así sólo para que ella pudiera cumplir su sueño la hizo llorar a lágrima viva. Fernand creyó que estaba desesperada, que iba a reprochárselo, pero sólo tuvo palabras de amor, palabras de deseo, se subió encima de él, cabalgó encima de él…
Contrahistoria, sí, que por ello los hombres y mujeres que pueblan la novela huyen de París, la envanecida capital, en derrota y humillada antes de que el primer soldado nazi avanzara sobre sus calles. Huyen. ¿A dónde? Al campo, a los pueblos ignotos, donde han de recomponerse para renacer, como Fernand y Alice, quienes no sólo recuperan el deseo erótico, sino además el ardor de la rebeldía. Pero, sobre todo, la contrahistoria da lugar para la existencia del mitómano y seductor Desiré, personaje absolutamente novelesco, si los hay. Maestro de la personificación (abogado, profesor, vocero del gobierno), obligado por lo mismo a resguardarse en la fugacidad, Desiré es un revoltoso que siembra rebeliones mientras deja a las autoridades desconcertadas por el irreverente aplomo del desconocido. Heredero de la picaresca, es Desiré quien, ataviado con ropajes sacerdotales, ha de congregar, alrededor de una capilla derruida, a esos parisinos asustados y desorientados, y les enseñará a reinventarse para afrontar la resistencia a la invasión nazi.
Fue entonces, Señor, cuando se manifestó tu voluntad. Ayudaste a los judíos porque te necesitaban. ¡Sí, abriste las aguas, separaste las olas! ¡Gracias a Ti, pudieron avanzar y huir! Luego, implacable pero justo, volviste a cerrar el mar sobre el faraón, sus tropas y sus ejércitos. —Desiré abrió los brazos por completo. Sonreía—. Henos aquí hoy, Señor, ante Ti. Nos disponemos a afrontar la prueba, pero sabemos que Tú estás ahí, que nuestros sacrificios no serán vanos y que, tarde o temprano, el faraón se someterá a tu voluntad. Amén.
Pierre Lemaitre se ha definido en más de una ocasión como el “último escritor vivo del siglo XIX”, es, ciertamente, un narrador de personajes que viven y mueren la Historia en mayúsculas y la transmutan en historia palpable, en minúsculas. Porque el novelista no se ha propuesto escribir la epopeya de una sociedad, sino la etopeya de algunos de los individuos anónimos que la integran. Es de este modo que Lemaitre restituye la creación de la Resistencia, uno de los episodios más heroicos de la historia francesa, a sus legítimos autores: los hombres y las mujeres de la vida diaria: débiles pero enérgicos, humanos pero novelescos, invisibilizados pero luminosos.
Imagen de portada: Alambre de púas, Fort Molvange, cerca de la línea Maginot, 2015. Fotografía de Morten Jensen