La llamada (un retrato), de Leila Guerriero

Olimpiadas / crítica / Julio de 2024

Emiliano Ruiz Parra

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La cronista argentina Leila Guerriero ha escrito su libro más ambicioso. En cuatrocientas páginas, consigue hacer un retrato íntimo de Silvia Labayru y, con él, del régimen de terror que vivieron los cautivos de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) en la segunda mitad de los setenta. Guerriero, escritora de no ficción, despliega todos sus recursos literarios. Se da el lujo de anticipar desde las primeras páginas que su historia tratará sobre una mujer embarazada que padeció secuestro, tortura y violaciones al interior de una mazmorra. Y aunque el lector conoce los grandes rasgos de la trama, las revelaciones y los detalles no son menos impactantes.

​ En los relatos de los campos de exterminio suele estar clara la división entre amos y esclavos, captores y cautivos. Esa es la imagen que la literatura y el cine nos han dado, por ejemplo, de Auschwitz. Mujeres y hombres hacen trabajos forzados mientras esperan el turno de la muerte. En la década de los setenta, los militares argentinos hicieron su propio campo de concentración y exterminio en la ESMA, donde recluyeron a opositores, en especial a integrantes de organizaciones armadas como los Montoneros, una guerrilla peronista.

​ Los marinos a cargo de la ESMA impusieron un régimen de esclavitud y exterminio a las mujeres y hombres que tenían secuestrados. Los miércoles partían algunos para no volver nunca: se les asesinaba y se les arrojaba al Río de la Plata. Los que permanecían cautivos hacían trabajos forzados: traducían textos, redactaban propaganda a favor de sus verdugos o incluso asumían tareas burocráticas de algún ministerio. Hasta aquí, el retrato de la ESMA encaja con la idea que tenemos de un campo de concentración.

​ Leila Guerriero descubre, sin embargo, cuán lejos llegó la perversidad de los marinos que gobernaban la ESMA. Los milicos elegían a algunos de sus cautivos y cautivas y les permitían sobrevivir. No sólo eso, los inducían a un “proceso de recuperación”, una suerte de reprogramación mental con el objetivo de que abandonaran las ideas subversivas. Este proceso era brutal: había que oír la tortura de los compañeros recién secuestrados y dibujar una sonrisa. Había que salir a una cena con señoras de la alta sociedad y luego volver a la ESMA a colocarse las cadenas, los grilletes y la capucha.

​ Silvia Labayru, la protagonista del libro de Guerriero, es la perfecta candidata a la recuperación. Secuestrada el 29 de diciembre de 1976, es una miliciana montonera de un nivel relativamente bajo. Tenía cinco meses de embarazo. Apenas llega a la ESMA, la someten a la tortura con picana. Ella resiste, no delata a nadie. Y piensa que sus torturadores no la llevan al límite porque están interesados “en la mercancía”: su bebé. Labayru sostendrá su embarazo. Dará a luz sobre una mesa, asistida por un obstetra, acompañada por algunas compañeras cautivas y observada por militares. Silvia no puede amamantarla porque sus pezones quedaron dañados por la tortura. Su hija, Vera Cristina Lennie Labayru, será entregada a sus abuelos paternos a la semana de su nacimiento.

​ Labayru es rubia, de ojos azules —los milicos son racistas— y, lo más importante: proviene de una familia de militares. Su padre es un piloto aviador formado, precisamente, en la ESMA, y tiene tíos que son altos oficiales del ejército. Domina el inglés y la fuerzan a hacer traducciones. Su proceso de recuperación avanza a ojos de los militares, pero hay algo que no los convence: no ha entregado a nadie.

​ “Tienes que demostrar que no nos odias, que te estás recuperando”, le dice Jorge Eduardo el Tigre Acosta, uno de los mandos de la ESMA, “la forma de demostrarlo es que tengas una relación con uno de los oficiales”.

​ Su recuperación pasa por dejarse violar por el marino Alberto González. Primero, en un hotel de paso. Después, la llevará a su casa. A ella y a su recién nacida. González es papá de una bebita y le hace ilusión que las dos niñas duerman juntas mientras él y su esposa usan como juguete sexual a la guerrillera. Eso ocurre cuatro, cinco veces. “Me costó años darme cuenta de que ella también era una violadora”, le dice Labayru a Guerriero. Años después, Labayru emprenderá un juicio por violación contra González y Acosta. Ella no fue la única víctima de violación sobreviviente de la ESMA, pero es la única que lleva su caso a tribunales: entre las sobrevivientes estaba prohibido decir que fueron violadas, porque eso dañaba la reputación de sus parejas, otros militantes montoneros.

​ “Aun teniendo sexo con un enemigo, porque no tienes otra, para que no te mate, aun así puedes tener un orgasmo”, dice Labayru. Los milicos de la ESMA premian la recuperación de Labayru y la llevan a pasar tres fines de semana con su hija y el padre de su hija tanto en Uruguay como en Brasil, e incluso en México. Después, de regreso a la mazmorra, las violaciones y los trabajos forzados.

​ ¿Por qué no huyó cuando pudo?, le reprocharán después.

​ Pero no había escapatoria.

​ “La ESMA era el colmo de la omnipotencia”. Esta frase es del escritor Martín Caparrós, amigo de Labayru desde la adolescencia, también citado por Guerriero en La llamada. Era imposible huir de la ESMA y de su delirante proceso de recuperación: los militares controlaban Argentina, habían dado un golpe de Estado e instaurado una dictadura en 1976. Tenían un acuerdo con otros gobiernos de América Latina para capturar disidentes en cualquier territorio sudamericano, la tétrica Operación Cóndor. Además, cualquier indisciplina podía castigarse con la desaparición y el asesinato de su hija y sus familiares.

​ A Labayru le imponen una pesada tarea: hacerse pasar por la hermana de Alfredo Astiz, militar que, a su vez, simulaba ser familiar de desaparecidos y, con ese disfraz, infiltró a las Madres de la Plaza de Mayo. La infiltración de Astiz llevó a la desaparición forzada y al asesinato de doce personas, entre ellas dos religiosas francesas. Labayru cargará desde entonces con el estigma de la colaboración con sus captores. Será repudiada por sus excompañeros de militancia, por las Madres de la Plaza de Mayo; será caricaturizada por escritores y periodistas, como si ella hubiera elegido ser secuestrada, torturada, violada, forzada a participar en una operación encubierta. Como ella misma lo sintetiza: “en un campo de concentración no hay consentimiento posible”.

Lectura de la sentencia de la megacausa ESMA a las afueras de los tribunales de Comodoro Py, 29 noviembre 2017. Fotografía de Soyyosoycocomiel Lectura de la sentencia de la megacausa ESMA a las afueras de los tribunales de Comodoro Py, 29 noviembre 2017. Fotografía de Soyyosoycocomiel


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Cuatro décadas después, Silvia Labayru vive una vida pequeñoburguesa: combina su residencia entre Madrid y Buenos Aires, y sus preocupaciones son dónde celebrar las fiestas de fin de año: si en Escocia —donde vive su hija mayor— o en España, en donde puede reunirse con su hijo más joven. Se pasa la vida entre cenas y asados que ofrece a sus amigos y se ocupa de mantener en buen estado sus propiedades, de las que obtiene rentas. Es lectora de Camus y Yourcenar. A sus sesenta y cinco años, conserva la belleza de cuando tenía veinte y fue secuestrada por los represores argentinos. En ese entonces era una joven deslumbrante: conocía la teoría marxista y era tan bella que enamoraba a los muchachos más intrépidos de su generación. Como Labayru, unos cinco mil argentinos fueron recluidos en la ESMA. De ellos, sólo sobrevivieron alrededor del cinco por ciento. Paradójicamente, salir vivo del infierno se convirtió en una condena: “aparecía un sobreviviente y era sinónimo de traidor”, le dice a Guerriero Lydia Vieyra, también secuestrada y cautiva de los militares. Si volvió de la ESMA —asumían sus compañeros— fue porque colaboró con el enemigo a cambio de salvar la vida.

​ Pero no, no fue así. No en el caso de Labayru ni en el de tantos como ella. Aún ahora es difícil descifrar las razones de los militares que le perdonaron la vida a ella y a otras mujeres y otros hombres. Labayru es una heroína de los tiempos pos-Auschwitz: son héroes por el sólo hecho de sobrevivir en la época de la necropolítica. Aunque lo intentaron, no cambiaron el mundo. Su mérito es haber vuelto del infierno y tener la valentía de relatarlo. Labayru le cuenta su historia a Guerriero, pero también testifica en los juicios contra los represores y logra una condena por violación contra González y Acosta. En el ejercicio de la memoria está su heroísmo.


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Guerriero construye la historia como un fresco bizantino, hecho con cientos de microcapítulos, algunos tan cortos como un párrafo; los más largos, de unas cinco páginas. La estructura, basada en la brevedad de estas estampas, permite una lectura muy ágil, casi telegráfica. La autora alterna decenas de voces, además de Labayru: las de sus exparejas y sus excompañeras de militancia y cautividad; documentos judiciales donde se relatan los crímenes de sus captores. Esa mezcla le permite contar una misma escena desde distintos puntos de vista que la recuerdan de manera diferente. Guerriero lo hace, también, para explicitar que su materia de trabajo es fugaz y contradictoria: los recuerdos.

​ Hay otro acierto: la alternancia de la reconstrucción del pasado con el retrato del presente. Guerriero cuenta su investigación, transparenta el proceso de reportaje con sus éxitos y fracasos, con la empatía o antipatía que genera en sus entrevistados, con la amistad que construye con su protagonista. Y lo hace con una prosa exacta, cuidada, contenida, con esporádicos pero muy logrados momentos de lirismo, como el relato de la entrevista con Osvaldo Natucci.

​ Hay en Guerriero, sin embargo, un pudor explícito. Sabe que contará una historia tremenda y dolorosa: la tortura, violación y repudio de una mujer fulgurante. Las primeras cien páginas del libro caminan despacio, a tientas, como si la autora quisiera advertir a su lector que entrará en un campo minado. Es precisamente, en la página cien cuando arranca la acción con esta escena amarga: la propia madre de Labayru la denuncia ante los milicos después de descubrir unas pistolas sobre la mesa del comedor. Pasa algo similar en las últimas cien páginas: Labayru ha salido de la ESMA, ha lidiado con el repudio de otros exiliados, ha abandonado para siempre la militancia y ha incrementado su fortuna gracias a su talento como vendedora de publicidad. Una vez más el libro vuela bajo: los problemas de pareja, la muerte de la mascota, la descompostura del coche son incidentes menores comparados con los horrores de la ESMA y la entereza de Labayru para afrontarlos. Acaso esas páginas —las cien primeras y las cien últimas— pudieron haberse condensado y el libro ganaría aún más en agilidad y contundencia.

​ Leila Guerriero ha escrito algunos de los libros de literatura sin ficción más importantes de los últimos años: Plano americano (2013), Los suicidas del fin del mundo (2005), Una historia sencilla (2013) son volúmenes imprescindibles. Como editora, ha alentado a periodistas de América Latina a escribir historias y perfiles, publicados en colecciones con el sello de la Universidad Diego Portales de Chile, así como en la revista Gatopardo de México. La llamada (un retrato) es su obra mayor, su Operación Masacre. Y con ésta, Guerriero logra un retrato estremecedor y memorable de la dictadura argentina. Y también de cuán severa puede ser la izquierda con sus propias militantes.

Anagrama, Barcelona, 2024Anagrama, Barcelona, 2024

Imagen de portada: Lectura de la sentencia de la megacausa ESMA a las afueras de los tribunales de Comodoro Py, 29 noviembre 2017. Fotografía de Soyyosoycocomiel