…Que nos hiere en el otro
Era cerca de la medianoche. Me había alargado escribiendo en lo que terminaba la junta de trabajo que retenía a mi marido. Bajé por agua a la cocina y entré a la habitación que acondicionamos en la planta baja para tener cómodo a mi padre. Atentos y silentes, velaban el turno mi hermano y una enfermera. Papá respiraba afanosamente. De golpe, abrió los ojos: parecían recubiertos por un velo húmedo; su mirada era gris y vidriosa.
¿Se dan cuenta los moribundos cuando su fin es inminente? Quiero decir, ¿lo reconocen, aun si están conscientes solo a medias?, ¿sufren por ello? Podría apostar que no se deja de sentir miedo. Tras aceptar que ya no hay medios para recuperar la salud, una persona puede decidirse a terminar con su dolor, e incluso convencerse de lo sensato que es hacer un trance final breve. Y, sin embargo, ¿cómo mantenerse manso en la voluntad de que todo termine cuando el propio cuerpo se aferra a la permanencia? Mi padre me dejó entrever la batalla que libró durante sus últimas semanas.
Años atrás, me ofrecí a apoyarlo antes de que el cirujano removiera del pulmón la sonda con que habían drenado el líquido acumulado durante su cuarta cirugía oncológica. Por días lo atormentó la imagen de la pleura perforada a resultas de un movimiento desprevenido. Temía el proceso de su extracción —anunciado como indoloro y breve— porque si no lograba mantenerse inmóvil y conteniendo la respiración, el médico se vería obligado a reinsertar la sonda e intentarlo de nuevo. Quedó liberado a la primera, pero no olvidó la experiencia. Se refería a ella cuando me pedía ayuda: “Como cuando me dijiste que te mirara a los ojos mientras ambos conteníamos la respiración, ¿te acuerdas?”.
¿Podría hacerle sentir mi amor mientras cruzaba el umbral reservado solo para uno? En tanatología se abusa del circunloquio “acompañar al moribundo” como consuelo a la impotencia paralizante con que enfrentamos la agonía de un ser querido. La antesala de la muerte es una violencia mayúscula para quienes somos, en primera y en última instancias, organismos sometidos al imperativo de la supervivencia a cualquier precio. Lo descubrí el día en que, víctima de secuestro exprés, vi desinflarse mi orgullo y disminuir la dignidad de mis arrestos: me di cuenta de que aceptaba la idea de ser robada, violada y abandonada en una carretera oscura frente al terror de que me mataran.
…Que ya no tarda
Yo me aferré a la tanatología —ese conjunto de conocimientos relativos a la muerte— para soportar la muerte de mi padre. El espíritu de la disciplina es noble porque, en primer lugar, busca proteger a los enfermos terminales propugnando que reciban tratamientos paliativos. Si la enfermedad ya es incurable, hay que paliar el dolor, la incomodidad, la soledad, el sufrimiento físico y emocional del enfermo terminal; hay que consolar su desesperanza para que goce de calidad de vida el tiempo que le quede, asistirlo para que ponga en orden sus asuntos, ayudarlo a encontrar serenidad. La tanatología promueve ese compromiso entre los familiares y allegados, y permea con esa óptica los servicios médicos de los pacientes que, estando en extremo vulnerables, corren el riesgo de ser abandonados y de sufrir abuso y maltrato.
El espíritu de la disciplina es noble pero, ¿qué tanto puede conseguir? Y, ¿qué puede encontrar en el consultorio de un tanatólogo quien lidia con la dolorosa complejidad de acompañar a un ser querido moribundo? Aunque proporciona muchísimo menos de lo que les hace falta, la práctica escucha con empatía el penoso desahogo de los familiares del paciente y, sobre todo, provee consejos prácticos para cuidar al enfermo, que van desde aprender a descifrar los informes médicos en un hospital, hasta las formas de reorganizar los cuidados en casa. La tanatología también guía a los familiares en el entrenamiento para dar masajes y así aliviar tensiones de sus enfermos, y, por supuesto, comparte información de las instituciones a las que se puede acudir para allegarse recursos (desde recursos legales hasta un tanque de oxígeno). No es poco, pero es insuficiente.
Las limitaciones de la tanatología derivan del meollo del asunto: tenemos tanto miedo a la muerte que eludimos el tema hasta que, llegado el momento, improvisamos o, incluso, huimos. En un círculo vicioso. Mantener silenciado este tema —más allá de chistes y ofrendas de ocasión— profundiza nuestra cobardía. La demencial paradoja es que todos preferiríamos morir en paz y, sin embargo, no hacemos nada al respecto. ¿Acaso lo recordamos cuando nos toca mirar a alguna impotente víctima de distanasia —el empeño de la medicina por prolongar la vida biológica mediante tratamientos sin esperanza que pasan por encima de la dignidad del moribundo y esquilman la economía de sus deudos—?
En algunas entidades federativas la ley reconoce la voluntad anticipada, un formato que puede obtenerse en instituciones de salud —públicas y privadas— y que firma el médico tratante de quien padece una condición crónico degenerativa. En este documento, el paciente estipula por escrito los tratamientos y cuidados que rechazará en caso de que pierda la capacidad de tomar decisiones o comunicarlas, ya sea de manera temporal o permanente. Solo en esos casos es posible evitar legalmente la distanasia. Es decir, con todos los avances legales, aún no tenemos derecho sobre nuestra muerte.
En nuestro país, la eutanasia está tipificada como delito que merece cárcel. Si fuera legal, los cuidados paliativos incluirían a los medios médicos y legales para que cualquier persona sin perspectiva de cura pudiera poner fin a su vida en un entorno amable, en aislamiento o en la compañía que eligiera, de acuerdo a sus medios y en consonancia con sus convicciones. Así ocurre en otros países. Ejercer esa libertad de elección supondría que estemos dispuestos a anticipar nuestra propia muerte y hacernos cargo de sus preparativos. Es un asunto peliagudo.
La cultura posmoderna en que estamos inscritos desvía la mirada de estos temas y aplaude que nos blindemos en el hedonismo y la analgesia. Nos acobarda, empujándonos todo el tiempo a consumir placeres —de refinados a muy vulgares—, sucedáneos accesibles del que reconoce como valor supremo: el éxito (medido hoy por el número de seguidores, y medido siempre por el poder del dinero de que se dispone).
El dolor, sea físico o emocional, es considerado un crimen que hay que denunciar enseguida para que alguien lo neutralice. Incluso entre personas religiosas, se ha vuelto obsoleta la mortificación como ofrenda a Dios. Atrás quedó la época de resistir torturas como prueba de lealtad a una causa o a los cofrades. Las experiencias iniciáticas que hoy aceptamos y cuyas mínimas cuotas de dolor presumimos se reducen a hacerse un tatuaje, al no pain no gain del acondicionamiento físico o al sadomasoquismo soft de un bestseller convertido en éxito de pantalla. Por no ir más allá, son pocos los ginecólogos dispuestos a apoyar una labor de parto y muchas menos las mujeres que soportan el proceso de dar a luz en forma natural sobre la comodidad de una cesárea programada. ¿Para qué sufrir? El corolario es el común desprecio a los valores éticos que derivan de reflexionar las preguntas fundamentales: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos? ¡Hoy a nadie le importa! Por eso evitamos hablar de nuestra muerte. Toc, toc, toco madera.
A contracorriente de la negación sistemática de nuestra condición mortal, las herramientas actuales de la tanatología se quedan cortas para consolar la aflicción del duelo. Para que se recompongan las tripas revueltas y levante cabeza el ánimo resquebrajado luego de sufrir una pérdida importante, hace falta mucho más que entender las cinco etapas del duelo (negación, ira, negociación, depresión hasta alcanzar la aceptación). El modelo de la psiquiatra suiza Elisabeth Kübler-Ross —primera en ejercer una clínica para defender el derecho a la muerte digna—, sigue aplicándose en caso de una pérdida importante; desde la pérdida del respeto público, o de la pareja con quien se han compartido años de cotidianidad o del cosijo peludito que se ha extraviado. Temo que el modelo de Kübler-Ross se ha quedado en credo en lugar de ofrecer alivio eficiente.
En sus inicios, la tanatología fue execrada por la institución psiquiátrica y debió refugiarse por años en un nicho sospechoso que resonaba a conocimiento mágico. Hoy tendría que sumarse a un cambio urgente de mentalidad. La angustia sobre la muerte que acecha a este mundo inestable se nos ha metido hasta los huesos y ya es un rasgo distintivo de nuestros tiempos (¿notaron que es angustia de muerte lo que empuja a Barbie —sí, la de la taquillera película— a buscarse entre los humanos?). El consumo de ansiolíticos gana impulso entre mis pacientes, entre los pacientes de todos los psicoterapeutas: es un síntoma preocupante de una sociedad debilitada. Habría que promover la legalización de la eutanasia como la ampliación del alcance de una voluntad anticipada que fuera accesible en cualquier momento para cualquiera en uso de sus facultades mentales.
A pesar de los innumerables testimonios sobre el túnel y la luz brillante en que desemboca, no podemos afirmar lo que experimenta el vivo en el trance de dejar de serlo. Me refiero al forzado mutis de la conciencia, a la derrota de la voluntad. La ciencia nos ha explicado el modo en que se va apagando el cuerpo, pero la muerte es inaccesible y seguirá siendo inescrutable hasta que nos llegue el turno, y entonces no habrá vuelta atrás para compartir el conocimiento. Lo que es seguro es que moriremos, y no lo haremos en paz si no disponemos de tiempo para reflexionar y prepararnos para lo inevitable. Hacer un testamento, reservar los servicios funerarios que se desean recibir son costumbres higiénicas que fortalecen la salud mental al llevarnos a atender asuntos pospuestos: perdonar, resolver pendientes, anudar cabos sueltos.
La aflicción nunca termina
La pandemia de 2020 nos puso a todos de cara a la muerte. Compartimos la acendrada incertidumbre, el estado alterado de conciencia al que nos arrojó el peligro. Nos sentimos hermanados en el miedo a desaparecer como especie, incluso con quienes volcaron su energía en negarlo. Todos padecimos. Solo supo reaccionar la ciencia, que nos regaló nuevas vacunas. Enterramos a nuestros muertos y volvimos a entregarnos al aturdimiento de la borrachera frívola en que estamos sumergidos. Echamos la experiencia a la basura junto con los cubrebocas. ¿Qué otra cosa esperábamos? Como todos, perdí amigos y parientes debido a la pandemia, además de despedir —ese año, 2020— a mi madre por razones de vejez, y luego a Ralston, mi perro, y a Charlie, mi gato, aquejados de cáncer. Nuestro hogar fue diezmado en el curso de dos años. Como sobrevivientes, enfrentamos la obligación de contemporizar con sus omnipresentes ausencias.
Busco fortaleza en el magnífico testimonio que dejó Roland Barthes (Diario de duelo, Paidós, 2009) a través de las notas sueltas que garrapateó, sin pretensiones de que fueran publicadas, del 26 de octubre de 1977 —el día siguiente a la muerte de su madre— al 15 de septiembre de 1979. Cuando la aflicción vuelve a atormentarme, abrevo en sus palabras. Cualquiera que tenga el valor de reconocerlo sabe, como Barthes, que la aflicción es caótica y discontinua, pero no se gasta. Que es inmutable aun si esporádica. Que cuando se cree haberla dejado atrás, recomienza sin aviso previo. Que nos regala momentos de calma en que parece sublimarse y que vuelve para confirmarnos que solo se ha profundizado. De nada vale tratar de engañarse: las verdaderas pérdidas nos marcan para siempre; no pueden ser borradas para volver a ser los que fuimos antes. Basta de ensordecer al afligido con un “todo sigue”, “anímate” o, peor, “échale ganas”. Esa es la verdadera negación, la de todos a coro.
En el Fedón, Sócrates, a escasas horas de someterse a su sentencia, apuesta a la muerte como condición del conocimiento verdadero: “Está demostrado que si queremos saber verdaderamente alguna cosa, es preciso que abandonemos el cuerpo […] es decir, después de la muerte y no durante la vida”. Cuando menos, no nos aferremos a sus placeres.
Comencemos por mantener presentes a nuestros muertos. El que duela su ausencia física no mengua la alegría que produjo su existencia, incluso la intensifica en la evocación. No descansarán mejor nuestros difuntos porque acallemos su memoria. Esa falsa piedad que clama por “dejarlos ir” no parece sino miedo al tema. En mi idea de la vida sigue presente mi padre; mi madre en mi carácter y en mi fuerza; en la más profunda de las ternuras siguen aquí mis cosijos; y en su nobleza y ocurrencias, conservo a muchos amigos. Se trata de la obra nutricia, reflexiva, sensible y provocadora, que no solo los consagrados nos dejan.
Todo es existencia finita y no tenemos más opción que aprender a soltar, que significa aceptar: hablar de la propia muerte. Es el último cabo de nuestra vida, el capítulo que dará sentido final a nuestro relato. Imaginemos grandioso el momento en que haremos mutis y comenzaremos a ser extrañados. Nada ganamos con tratar de obturar nuestro fallecimiento. Por el contrario, perdemos la oportunidad de rozar el sentido de lo eterno al tiempo que se deshacen los nudos atorados en la garganta. En algún momento nos acostumbraremos y terminaremos por reconocer la muerte como un bien esencial con profundo sentido, aun si parece indecible y se le experimenta como desgarradura; otras culturas lo han logrado.
El crecimiento del alma
Vuelvo a la noche en que bajé las escaleras por un vaso de agua y encontré el rostro sufriente de mi padre. Su mirada nublada me reveló que estaba entrando en agonía. Me senté a su lado, tomé su mano y lo miré. ¿Podía verme él a mí? Es decir, ¿sabía que era yo quien lo tocaba? Difícilmente. Luego de la última reunión en que ocupó su sitio como padre de familia para refrendarnos su amor y darnos sus consejos, aceptó que lo sedáramos para evitar recurrentes infartos cerebrales.
Años atrás me había hecho prometerle que no lo dejaría morir en un hospital. Asentaba el amor propio en tomar sus decisiones: al final de su vida no iba a permitir que lo convirtieran en un caso en manos del buen entendimiento de los profesionales. Respetaba a los médicos; de haber contado con los medios, hubiera sido médico él mismo, y no perdió la vocación mientras acometía lo que le ofreció el destino: ser ingeniero militar, físico universitario emérito, editor de libros, maestro de muchas generaciones. Cuando juzgó cercano el día en que tendría que rendirse, solo quiso a su lado a su mujer y a sus hijos. Cerró la casa en Tequisquiapan y, junto con mi madre, se mudó a la nuestra.
Fue aquí, en mi casa, donde se encontró con la última frontera. Y yo, tomándolo de la mano, traté de hacer a un lado mis temores presentes y pretéritos para concentrarme en que seguía vivo, en que estábamos juntos. Todavía. De algún modo.
¿Lo diré de una vez? Puesto que uno no se consuela jamás, hay que abrazar la fractura y recibir su regalo. En palabras de Proust: llegar a la comprensión excepcional de que es imperativo creer en el alma, en esa dimensión no domesticable que podría ser la vía para promover un nuevo florecimiento de nuestra cultura.
Imagen de portada: Edvard Munch, El sol, 1911. Universitetet I Oslo kunstsamling