Una de las peores consecuencias de viajar y tener la mala idea de referírselo a otros (además del riesgo de que alguien se nos meta a la casa y cargue con nuestra tele y el collar de perlas que está guardado en el cajoncito de los calzones) es que le llueven a uno los consejos sabihondos. Como no hay ya lugar sobre la Tierra al que no se haya intentado convertir en meca turística y como los mexicanos somos viajeros formidables (y no me digan que eso es para ricos, porque más de quince millones de los nuestros se las han arreglado para viajar de aventón y plantarse a trabajar en lugares tan apartados como Manotiba, en Canadá), resulta que tenemos entre nosotros una legión de conocedores dispuestos a aleccionarnos sobre qué hacer en cada ciudad del planeta. Es uno tan ingenuo de poner en sus redes una foto al lado de la Torre Eiffel (un sitio tan exclusivo que lo visitan cada año cincuenta millones de personas) y alguien brinca de inmediato: “Si bajas por la calle a espaldas de donde estás, te encuentras con un bistrocito que se llama Le Petit Cochon, y allí te pides una sopa de betabeles. Eso vale más la pena”. Otro se impacienta: “Espero que ya hayas ido al Louvre, porque tomarse fotos en la Torre es para turista de agencia de viajes…”. Pero si uno, tembloroso, corre al metro o toma un taxi y se va al Louvre, alguien más se sube al estrado para pontificar: “En el Louvre vas a ver puras piedras viejas y chinos tomándose selfies. Mejor haz el paseo del Sena hasta Quai D’Orsai, que es precioso”. No hay modo de salir con bien de ese rally de órdenes idiotas. Estos especialistas repentinos brotan como honguitos apenas pone uno el pie en el extranjero. Si uno va a Zagreb, le dicen que no coma donde está comiendo sino en un sitio mucho mejor, donde atiende un kurdo que se llama Barrabás, y que prepara el mejor pato al horno de toda Croacia. Si, en cambio, uno es débil y se retrata en Praga, los espontáneos se llenan de nostalgia: “En ese puente conocí yo a una chica de Letonia con la que luego fui a comer jabalí asado a la col y a mirar la luna sobre el río. No te lo pierdas, aunque no creo que puedas conocer a ninguna chica letona, dado que veo que vas con Dorita y tus cinco hijos”. Estas personas están seguras de que uno no sabe ni para dónde mirar. Conocen el vitral más exquisito de la catedral de Colonia y a qué hora le da el sol óptimo para las fotos (y no es, desde luego, a donde uno apuntó la cámara), comieron en el mejor restaurante chino de Frankfurt (y si uno va al chino es una lástima, porque hay un peruano delicioso…) y no los impresiona ni la Venus de Milo, porque opinan que hay una estatua igualita, pero persa y en otro museo, y ésa es la buena. O, de plano, nos aseguran: “Ese paseo en Viena donde andas está increíble. Lástima que fuiste en otoño porque ahora está lleno de hojas y hace frío, pero en junio es todo verde y vida y se siente uno que está en película de la emperatriz Sisi”. ¿Por qué nos interesa tanto dejar en claro que nosotros ya conocemos, ya viajamos, ya comimos aquellos betabeles pretéritos y nos sabemos toda la cultura humana de memoria? ¿Por qué nos empeñamos en demostrarle al viajero que tuvimos mejor sincronía, mejor fortuna, mejor gusto que él? Y no me digan que no lo hacemos por joder, porque el que no sale jamás de su casa también se suma al corifeo: “Uy, pues me dirán lo que quieran pero yo no cambio mis chilaquiles con salsita por todos los jabalíes a la col del mundo”. Y, claro, ponen abajo una foto de los chilaquiles, para que al viajero, que está crudo y agotado cuando lo ve, le duela el paladar.
Imagen de portada: Michael Peter Ancher, Art Critics. Study, 1906.