La FIL (es decir, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, aunque ahora cualquier feria se haga llamar “FIL” nomás porque la visita un señor de Laredo o San Diego) inició para mí en el aeropuerto de Amsterdam, mientras esperaba el vuelo que me llevaría al exDF y de allí a mi querida ciudad (soy, qué remedio, de Zapopan, o sea, de Guadalajara). En la sala de espera había una mujer que hojeaba el catálogo para profesionales, colorido y robusto como el tomo de una enciclopedia. Supongo que sería una editora o agente. Tomaba notas en una libretita que me permití espiar con toda la discreción que pude. La mujer tenía apuntada una lista de citas como para llenar tres días. Uno de los que iba a ver, según lo que alcancé a atisbar, era un pillo consumado que lleva años de estafar cristianos con una editorial que no existe el resto del año, y que en la feria cuela algunas novedades como para dar el gatazo de que mantiene actividad. Pero no era mi asunto advertirle (¿qué tal si resultaba ser socia o cómplice del pillo?). Luego ya no volví a topármela nunca, ni siquiera en el avión, que era un arca de Noé aérea y en el que lo difícil era encontrar a alguien en mitad del mar de asientos. En el aeropuerto del exDF, al que llegamos de madrugada, ya había una multitud en camino a la FIL. Como peregrinos que acamparan juntos en la ruta a Jerusalén, nos saludamos en las salas de espera escritores, editores, scouts, periodistas y funcionarios de ésos que nomás van a cortar el listón, a beberse cinco litros de algún coctel de color esmeralda y a tomar el vuelo de regreso. “Yo he ido, con ésta, a dieciséis ferias”, presumía alguien. Otro aceptaba: “Yo nomás a cinco porque empecé hace diez años y vengo nomás año de por medio, a riesgo de que me pegue una congestión”. Muy temprano llegué al hotel (astutamente, tomé un taxi en el aeropuerto de Guadalajara, en vez de esperar el transporte oficial, y me le adelanté a la multitud para hacer el check-in). Antes de media hora ya estaba desayunando los primeros chilaquiles del viaje (la principal desventaja que tiene Europa para un mexicano es que el chilaquil es un platillo que presupone la abundancia de tortillas y en Europa hay escasez y uno rara vez le apuesta su kilito de tortillas importadas o locales carísimas a unos chilaquiles). La feria, que ustedes habrán visto narrada en todos los medios posibles, porque hubo algo así como dos mil periodistas acreditados en ella, fue un huracán. Tuve tantas mesas (entre ellas una dedicada a nuestra Revista de la Universidad) que no pude asomarme a ninguna de las presentaciones en que no estuve incluido, es decir, al 99.99 por ciento. Pero los chismes saltaban de aquí a allá: que al premio Nobel Orhan Pamuk le parece mal el premio Nobel a Bob Dylan. Que Lobo Antunes, para decir que Rulfo era un genio, farfulló un buen rato quejas puntuales sobre su prosa. Que unos escritores jugaron al Pokemon con unas estampas con las imágenes de otros escritores… En el avión de regreso, un principalísimo editor de la lengua castellana venía leyendo una novela policiaca de Agatha Christie. Luego de nueve días de tratar sin parar con el mundo literario vivo, nadie puede culparlo por buscar un poco de paz entre los muertos.
Imagen de portada: Pabellón de Portugal, en la XXXII Feria Internacional del Libro en Guadalajara, México. Martes 27 de noviembre del 2018. © Cortesía FIL Guadalajara/NABIL QUINTERO MILIÁN.