Por lo tanto tú, ¡oh, hombre!, di las cosas que veas y oigas; y escríbelas no según tu parecer ni según el de otro hombre, sino según la voluntad del que sabe, el que ve y el que dispone todas las cosas en los secretos de sus misterios. Hildegard von Bingen
Dice la Torá que los fieles tienen que pagar la décima parte de sus ganancias económicas a los sacerdotes, cosa que la Iglesia católica medieval interpretaba como que el décimo hijo de las familias nobles tenía que ser entregado a la Iglesia. Así fue como la niña Hildegard, décima hija de Hildebert von Bingen, conde de Bermersheim, fue entregada como ofrenda a Jutta von Sponheim, una anacoreta (esos personajes que se retiraban a vivir en soledad, en los alrededores de las abadías) que tenía visiones de ángeles, santos y otros seres divinos, por lo que los fieles la buscaban para que los bendijera y les ayudara a solucionar problemas. Hildegard creció como hija suya: le ayudaba con las filas de gente que querían pasar a verla y, para que respondiera su correspondencia, Jutta le enseñó a leer y escribir. La niña leyó toda la Biblia, el Corpus Aristotelicum y los textos esenciales de sabiduría medieval; también aprendió a leer partituras y a cantar en el coro.
A la larga, santa Hildegarda se convirtió en una de las pocas personas de la Edad Media de quien tenemos música escrita: una obra que comienza en la década de 1150 y de la que se conservan más de setenta piezas con letra y música, himnos, antífonas y responsorios, recopilados en la Symphonia armoniae celestium revelationum (Sinfonía de la armonía de revelaciones divinas) y un auto sacramental cantado, Ordo virtutum.
Pero, históricamente, santa Hildegard fue la excepción.
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Para la mayoría de las monjas compositoras, el anonimato fue la regla.
Durante el virreinato, una gran cantidad de mujeres enclaustradas en conventos escribieron música cuyas partituras permanecen anónimas (algunas llevan firmas, pero éstas pueden designar a la compositora, la intérprete u otra persona relacionada con la obra). Algunas de estas monjas que trabajaban su música desde el encierro fueron compositoras virtuosas de las que nunca sabremos el nombre.
Hace poco tiempo tuve, junto con la clavecinista y musicóloga Lidia Guerberof, la intención de entrar a conventos donde se conservara algo de esta música: se sabe de muchos en los que pueden encontrarse todavía manuscritos que valdría la pena restaurar, o al menos revisar con el afán de enriquecer la historia de la música virreinal: el exconvento de Santa Mónica en Puebla, hoy convertido en Museo de Arte Religioso, por ejemplo, o el Archivo Musical del Convento Franciscano de la Provincia de San Pedro y San Pablo, en Celaya, Guanajuato. Rescatar estas partituras del anonimato, más allá de la justicia poética que implicaría, podría hacer que cumplan de nuevo su vocación.
Estas partituras son esbozos de una historia que fue contada sólo entre las cuatro paredes que la contenían, auténticos borradores de una rama de la teoría musical que sigue esperando el turno de ser escrita. ¿Qué demonios habitan en estas partituras para que después de siglos se quiera irrumpir en ellas, abrir espacios cerrados, echar luz sobre lo que fue hecho para permanecer invisible? Acaso parte del encanto de esta teoría incierta está justamente en su reclusión: a diferencia de lo que se hizo en Europa, la música del virreinato fue creada en espacios ocultos que permanecieron siempre al margen del tiempo. Hay, sin duda, un interés morboso en desenterrar lo más profundo de los claustros, un espíritu redentor que nos aconseja seguir, seguir, seguir.
El de las monjas compositoras del virreinato era un oficio sin nombre, cuyo propósito era crear un espacio sonoro que funcionara como una cápsula dentro de las Indias: el claustro rodeado por la barbarie, un ámbito traído del Viejo Mundo, pero renovado. Partiendo de la certeza de que ahí se escribía música y se pensaba en ella, y continuando con la sospecha de que la música es una actividad movida por la curiosidad, podemos formular muchas preguntas: ¿cómo aprendieron las monjas a componer, quiénes fueron sus maestros? Podemos suponer que se enseñaban unas a otras, quizá. Si es que nació en la Nueva España un método musical, ¿cómo fue que se desarrolló el estilo europeo renacentista al otro lado del mundo, en otro espacio, con otros víveres y otros insectos? ¿Cómo se ha entendido al fin la polifonía, dónde se encuentra realmente este espacio aséptico, excluido de todo encuentro, de toda salida? ¿Libre al fin?
¿Es acaso esto una excusa para hablar de la libertad? No lo sabemos a ciencia cierta, pero vale la pena echar un vistazo a la presencia, esencial y virtuosa por donde se vea, de las mujeres en el desarrollo del espacio acústico de la Nueva España. Ya sea una intérprete, una cantante o la compositora que escribía música por encargo, por gesto religioso o por necesidad: todas habitaban espacios donde, sin hipérbole, se escribía la historia. Juana de Santa Catarina, por ejemplo, estudió en el convento de Santa Catalina y compuso varias obras que, a su muerte, se conservaron en el lugar. Poco después sor Gerónima de la Trinidad, de Celaya, llegó al mismo convento sabiendo cantar (sus padres querían prepararla para el matrimonio, menos mal). Y como ellas hay cientos: sus nombres deben escapar al olvido.
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En la Edad Media y el virreinato, el claustro de un convento era una de las pocas alternativas al matrimonio para las mujeres en Occidente. Como en el caso de sor Juana Inés de la Cruz, acaso la más brillante poeta mexicana, además de intérprete de varios instrumentos y autora de El Caracol, una obra sobre teoría musical, el convento era el lugar donde las mujeres podían desarrollar sus facultades intelectuales sin ser molestadas, como dedicarse a actividades litúrgicas musicales.
Quizá pasó en España, Portugal o la Nueva España: se dice que una mujer muy rica financió la construcción de un monasterio para ser habitado por una comunidad de monjes. Sin embargo, cuando quiso ver lo que habían hecho con su dinero, las leyes de la Iglesia católica se lo prohibieron: una mujer no era lo suficientemente pura como para pisar el suelo de un monasterio. Sin faltar a la ley, ella entró: los monjes la llevaron cargando y desde sus hombros observó la arquitectura, recorrió el paisaje y saltó el castigo que por ley le correspondía.
El acuerdo funcionaba también en el otro sentido: los varones civiles no podían entrar a ciertos espacios, entre ellos los conventos de claustro. Muchas de las actividades de las monjas eran por lo tanto secretas: algunas hacían obras de teatro y veladas, efectuaban misas y celebraciones con música original. Otras podían salir y tener contacto con el mundo, con la posibilidad incluso de organizar actos discretamente políticos: los conventos a menudo planeaban eventos que atraían a los mejores músicos y cantantes del momento, y en los cuales participaban también las propias monjas con poemas y letras de canciones en las que a veces ridiculizaban a los obispos y a las autoridades del gobierno que se entrometían en sus asuntos.
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Claro está que no conocemos el valor de esta música, que no sabemos si es un capricho: investigarla es aventarse a la deriva, a un campo que no se ha observado; es un proyecto que no tiene un sustento de perdurabilidad, que se desmorona en el intento de describirlo. No es algo importante para la historia, tal y como se concibe tradicionalmente: a fin de cuentas, como dice el musicólogo Ricardo Miranda, “mientras la polifonía en latín al estilo antiguo se siguió cultivando hasta el siglo XVIII, la música de papeles sueltos, la música en lengua vernácula, gozó de una presencia mucho menos duradera”. De hecho, podría pensarse que la musicología ha sobrevivido bien sin ella, siendo a fin de cuentas una disciplina conservadora y ciega. No es extraño entonces que la música de las monjas sin nombre se haya mantenido en el olvido: ésta es una investigación que más que darnos respuestas nos llena de preguntas que nos alientan a reconstruir nuestro pasado acústico. Es un intento, quizá trágico, de recuperación: al final soy hombre y me es imposible entrar a un convento de claustro.
Imagen de portada: Antifonario franciscano, Biblioteca John J. Burns, Boston College