De vuelta al hotel y a la pregunta del criado: “Monsieur s’est il bien amusé?”, me doy cuenta de que me he pasado cinco horas del día vagando por las calles, olvidando citas y quehaceres, sin sentir en lo absoluto la huida del tiempo ni el hostil rigor del invierno. Salí temprano con el propósito de ir al taller del pintor Diego Rivera y presenciar el tiro que su esposa Angelina Beloff, una artista llena de talento, haría de sus propias aguafuertes. Pero a dos cuadras de mi hotel, en el bulevar, hice la primera estación sobrecogido por el primer pasmo. Tras del vasto cristal de un espacioso escaparate se alzaban ante mí prodigiosos haces de flores, cuya simétrica y aliñada perfección me había hecho otras veces el efecto de una exposición de flores de trapo. Y mi asombro venía de que ahora un examen más atento me revelaba que las flores eran verdaderas. Pero ¡qué magnificencia y qué deslumbramiento! Salvo un espléndido manojo de rosas escarlata, de un carmín de vibrante igniscencia, todas las demás flores eran orquídeas de eflorescencias tan profusas como admirables. Erguíase una mata de Cypripedium insigne, “sandalia de Venus”, cuyo amarillo azufroso se desvanecía suavemente en marfilina blancura.
Por otro lado una Cattleya desbordaba su lluvia de flores semejantes a copos de nieve empurpurados de sangre, y junto de tres pequeños bulbos, como de maravillosas crisálidas, surgía un vuelo estacionario e inmóvil de mariposas cuyas alas —pétalos de amarillo ámbar— se manchaban simétricamente de rojizo azafrán. Del techo colgaba un pequeño “huacal”, desde cuyo interior un Odontoglossum dejaba caer en concéntrica incurvación, dos festones de flores albeantes y corrugadas como copos de espuma, como caracoles de nieve deslumbrante en cuyo seno se deshiciera un rubí. Entré a la tienda, en cuyo rótulo se leía: “O’Brien fleuriste”, y tras de comprar un manojo de violetas, trabé conversación con el dueño, halagado por mi admiración. Le hablé de nuestras orquídeas mexicanas, y como enamorado, no como mercader, me refirió pesaroso que una de las especies más raras de sus invernaderos, una Lelia sanguínea de Tehuantepec, había muerto tras de haber dado seis extraordinarias flores de intenso perfume almizclado que habían resistido cuatro meses con brillo y fragancia que parecía inmortal.
Aún tengo raras y valiosas orquídeas de vuestro país, añadió, entre ellas un Dendrobium glauco, exactamente igual al carey, y una Arundina cuyos pétalos están cubiertos de polvo de oro como las alas de una mariposa. Pero ninguna tan rara como mi lelia; era la única en París. Sus flores, las primeras y las últimas que dio, eran de palidez carnal, goteadas de sangre; sangró mientras vivía y murió de una extraña consunción, como una mujer tísica… Esta otra —me dijo señalando un recipiente mural— es también muy rara; ¡pero viene de Borneo! Vea usted cómo sus hojas oscuras, punteadas de amarillo, cuelgan como serpientes aletargadas… pues bien, la serpiente capuchina de Borneo, un ofidio semejante a la cobra, por mimetismo se disimula entre estas hojas que parecen su imagen. Y los cazadores de orquídeas, ¿comprende usted?, son a veces mordidos mortalmente. Por eso el precio de la planta, que no se multiplica porque es serre, es elevadísimo. ¿Vio usted en el aparador mi Dendrobium wardianum? Es una sola planta y tiene 280 flores. Ya que ama usted las flores —me dijo al despedirme— venga usted a mis invernaderos de Saint Germain: es un pedazo de trópico; estará usted como en su país.
Feliz O’Brien, mortal afortunado cuyo armonioso y sereno destino lo hace vivir largamente en París, sin más pena que visitar a diario sus invernaderos, tibios palacios de cristal, serrallos perfumados cuyas odaliscas solo tienen de la mujer los espesos labios carnales, y solo en raras ocasiones como Melusina y como la orquídea de Borneo… tienen medio cuerpo de serpiente.
Sigo andando calles, entre la bruma del invierno y lleno aún el espíritu de la espléndida visión floral, hacia la próxima estación del metro que me lleve al barrio de mi amigo; pero he aquí que otra vez, tras de vastos cristales, otra visión luminosa me sorprende y me inmoviliza. Son dos cuadros con sendas mujeres entre una extraña penumbra acribillada por luz de ensueño y de pedrería que se filtra a través de los árboles de las Mil y una noches. El sentimiento de la gracia femenina recuerda a Watteau; pero a un Watteau que hubiera llevado a su paleta el festival cromático de Venecia y la cintilación de un joyero de Bagdad. Atmósfera de dichosa melancolía envuelve a aquellas mujeres que tienen con remilgada sensualidad del siglo XVIII, el fausto y la fantasmagoría de ciertas heroínas de Edgar Allan Poe. Una, en ropón de deshabillé galante, pesca a la caña a orillas de un río que parece atenuar con su gasa fluida los topacios y esmeraldas de su fondo; la otra, con casaquín y tricornio, Diana palaciega de Versalles, recuenta los faisanes que ha cobrado; pero ¡qué farolas de oro y de rutilante cobre ha prendido el suntuoso crepúsculo en aquellas frondas otoñales, y qué esmeraldas y qué crisólitos tamiza el sol meridiano en aquella selva estival! Ruedan desenvolviendo volutas de iris y de tornasoles esas linfas que exhalan el eclógico gluglú de su corriente y se pasman en el remanso con brillos de líquidos cuarzos. Y se rizan a la luz los verdes azules y los rojos amarillos en el plumaje del faisán, y luce terciopelo de fruta y transparencia de flor aquella carne de mujer que el sol unta de oro. Al fin de mi entusiasmo leo difícilmente las firmas de aquellos cuadros. Son dos obras de ese soñador sensual, de ese magnífico alucinado que con una lámpara de Aladino ilumina la pintura moderna: ¡son dos lienzos de Gaston La Touche!
Prosigo mi camino, pero avanzo poco. Me detiene otra vidriera que encierra cuerpos de admirables bestezuelas, redondos y brillantes, apenas coloridos en su fría blancura por manchas y veladuras de un gris azul. Obras son de los admirables porcelanistas dinamarqueses, escultores en kaolín vidriado, que solo en China y Japón, países de portentosos animalistas, tienen rivales; son productos de la fábrica real de Copenhague. ¡Qué ternura animal en esos cachorros de fox terrier, qué morbidez y qué sentimiento en ese par de palomos! Solo iguala su maestría el movimiento nervioso y vivaracho del grupo de ratones y la cartilaginosa viscosidad de ese pez que, todavía húmedo y palpitante, se azota como acabado de sacar del agua. Aquellas bestias estilizadas, totalizadas con la austera simplicidad de la plástica materia, sin más recursos que un leve color gris y el brillo de glacé que los cubre, son en el arte industrial moderno, obras maestras por excelencia, fuerzas captadas de la Naturaleza, intensos poemas de sentimiento, sinceras síntesis de la vida.
He atravesado el Sena en un autobús; pero he aquí que, apenas en la otra orilla, algo me atrae, me hace descender, vuelve a plantarme en nueva contemplación frente a una vidriera. Es la de un marchand d’estampes… Desde lejos me saludó familiarmente la enérgica coloración de una estampa japonesa, una escena de teatro en la que un Orlando Furioso del Jomato está caracterizado por un Talma amarillo, quizá Kukumaro, tal vez Danjuro… La estampa no es extraordinaria; pero junto a ella distingo preciosidades: una amanerada y finísima litografía de Devéria en que una “leona” de la Restauración, con tirabuzones en el peinado y cáligas sobre las medias, se desnuda; unos grabados sobre papel amarillento que, a primera vista, me parecen “truhanerías” de Callot; una estampa de Baudouin —diván a la Crebillon de teatral y emperifollada galantería— dentro de un marco de oro mate, rococó, con trofeos pastorales y eróticos… Y entonces, sobre este mismo quai Voltaire se me figura ver vagar la aristocrática pareja de los artistas supremos, de los letrados gentilhombres, de los hermanos de Goncourt… Vienen de casa de Rapilly, su editor primitivo, y todo lo que han cobrado por algunas de sus monografías en que el pasado de Francia vuelve a vivir, van a gastarlo aquí mismo en estampas japonesas y en grabados de los petits maîtres del siglo que amaron. Volverán, como conduciendo un tesoro, con un portafolio bajo el brazo a la casa de Auteuil, a la morada exquisita y amorosa donde no hay un rincón ni un palmo de muro que no envíe a los ojos que lo contemplan el noble prestigio, o la risueña gracia, o la profunda seducción de las obras de arte.
Sombras amadas y venerables que me acompañan y me guían para salvarme de vulgares promiscuidades en este París donde los vicios, como el Sena a veces, se desbordan inundándolo todo, y me confortan allá en mi patria, cambiando en silencioso orgullo el temor de cumplir un destino absurdo, siendo un poeta, un alterado de armonía y de belleza, en una comarca y en una época en que la tierra hierve en cieno inmundo y surgen de sus entrañas, en brote de garras y tentáculos, los dragones y las hidras del Apocalipsis para asesinar niños, estrangular patriarcas, degollar vírgenes, carbonizar el pan, envenenar el agua, arrojar a las hogueras a las aves y a las flores y cubrir con el lodo y la sangre de su infamia hasta los altos diamantes de los astros.
[París, 1912]
Primero publicado como “Crónicas parisienses. Orquídeas. Gaston La Touche. Porcelanas y estampas”, en Revista de Revistas, año II, núm. 122, 22 de junio de 1912, pp. 1-19. Se reproduce de José Juan Tablada, De Coyoacán a la Quinta Avenida, Rodolfo Mata (ed.), FCE/ FLM/ UNAM, CDMX, 2016, pp. 274-277.
Imagen de portada: Odo Dobrowolski, Un bulevar nevado en París, 1910