dossier Conciencia FEB.2021

IX

Elisa Díaz Castelo

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Incluso el paraíso necesita un remedio, remendarse. Lo supe la noche en que fui a visitarlo y noté varios errores de diseño. Para empezar los ángeles no son terribles, son pájaros domesticados y su canto afónico y desdentado hace llorar a las plantas y palidece las flores. Las guitarras, ahí, tampoco se tocan solas, maldita sea. Estuve un solo día, menos que eso.
La infección áurea me había rozado el pecho y los pulmones. Anaerobia, grampositiva, se me filtró en la sangre. Sepsis, cantaron los ángeles de batas o alas blancas y comencé a morir y no había nadie. De adentro para afuera, a ojos cerrados, fui muriendo sin ninguna costumbre para abrigarme el camino.
Llegaron los ángeles de volada, desaliñados, balbuceaban mi nombre y me buscaban el pulso con dos dedos. Eran sólo jóvenes desvirtuados y muertos de sueño. Quise decirles que a ellos también les pasará la muerte por encima, que no se espanten, pero sus voces, cacarizas y roncas, pero sus voces, punzocortantes, de escalpelo.
Quiero decirles no me cierren la boca con sus medicamentos, no me toquen con su frío de quirófano híbrido que me lima los dientes.
Veía la pantomima de su angustia, su crepitar de labios y de alas, su desazón vertía sobre mi cuerpo una luz blanca, desbordada polifonía de las palabras arritmia, insuficiencia. Y mi cuerpo: abierto clavicordio, instrumento a seis manos.
Aquí todo se cumple, quise decir entonces, aquí, al otro lado, por fin y ya era hora, nunca es nunca. Quise romper su siempre pero tenía la boca seca y me moría de luz pues lo dorado me transminaba el cuerpo.
Me mató lo brillante, lo que ilumina: estafilococo áureo significa que un cuchillo de oro no duele menos enterrado en el pecho y la luz toma cuerpo y se acoda en el vientre.
Dos pájaros siniestros en sus perchas me dividían el corazón y saboreaban sus gajos. Me remataban sus ojos sin oxígeno, el sonido desorbitado de sus maquinarias. Yo quería habitarme, simplemente, diminuta efigie, toda lóbulos, poros, entreveros. Y mis huesos jubilantes por su pronta liberación: orquídeas albinas, aráceas envueltas, palmeras de hueso, frondas, araucarias, me crecían adentro germinando y hablaban ente ellos crac crac crac diciendo. Pues me cobraba vida el esqueleto, huesos al oído, inmunes a mi muerte, comenzaba ya su tiempo blanco, despojado del peso de la piel y sus tejidos. Sentí su regocijo a contracarne.
Alguien narraba mientras tanto mi muriendo, no tiene pulso, no respira, paro cardiaco. Tal vez uno de ellos, el ángel desbocado, tapabocas, distante recitaba mi muerte travestida, impulsado por la libido fría de los ángeles, atornillando su voz a mis mil pliegues, mientras mi corazón de esponja desbordaba su sangre a horcajadas.
Dolor a rajatabla, muerte limpia, menudo cuerpo de agobio y saliva, escabechado. Es profano morir o debería.
No me importó, de pronto, el paraíso, sus instrumentos sin cuerdas, las edades completas de sus muertos, cumplidos. Yo escuchaba esa voz a quemarropa, mi muerte traducida al canto del ángel y de pronto mi corazón, vieja bujía, se enciende, y la sangre anegada se imanta de nuevo y acelera. Reincide mi cuerpo en su coreografía. La muerte es un arte que no he perfeccionado. Al escuchar que el ángel me narraba, decía mi vida a susurro limpio, quise oírlo o no pude evitarlo y regresé de vuelta, pero ahora escucho su voz en el trasfondo, siempre, diciéndome todo lo que pasa.

Tomado de El reino de lo no lineal, FCE / INBAL / ICA, Ciudad de México, 2020. Se reproduce con permiso de la autora.

Imagen de portada: J.C. Whishaw, Diagrama del esqueleto humano y el corazón, ca. 1852. Wellcome Collection CC