Incluso el paraíso necesita un remedio,
remendarse. Lo supe la noche en que fui a visitarlo
y noté varios errores de diseño. Para empezar
los ángeles no son terribles,
son pájaros domesticados y su canto
afónico y desdentado hace llorar a las plantas
y palidece las flores. Las guitarras, ahí,
tampoco se tocan solas, maldita sea.
Estuve un solo día, menos que eso.
La infección áurea me había rozado
el pecho y los pulmones. Anaerobia,
grampositiva, se me filtró en la sangre.
Sepsis, cantaron los ángeles
de batas o alas blancas y comencé a morir
y no había nadie. De adentro para afuera,
a ojos cerrados, fui muriendo
sin ninguna costumbre para abrigarme el camino.
Llegaron los ángeles de volada, desaliñados,
balbuceaban mi nombre y me buscaban
el pulso con dos dedos. Eran sólo
jóvenes desvirtuados y muertos de sueño.
Quise decirles que a ellos también les pasará
la muerte por encima, que no se espanten,
pero sus voces, cacarizas y roncas,
pero sus voces, punzocortantes, de escalpelo.
Quiero decirles no me cierren la boca
con sus medicamentos, no me toquen
con su frío de quirófano híbrido
que me lima los dientes.
Veía la pantomima de su angustia,
su crepitar de labios y de alas,
su desazón vertía sobre mi cuerpo una luz blanca,
desbordada polifonía de las palabras arritmia, insuficiencia.
Y mi cuerpo: abierto clavicordio, instrumento
a seis manos.
Aquí todo se cumple, quise decir entonces,
aquí, al otro lado, por fin y ya era hora, nunca es nunca.
Quise romper su siempre
pero tenía la boca seca y me moría de luz
pues lo dorado
me transminaba el cuerpo.
Me mató lo brillante, lo que ilumina:
estafilococo áureo significa
que un cuchillo de oro no duele menos
enterrado en el pecho
y la luz toma cuerpo y se acoda en el vientre.
Dos pájaros siniestros en sus perchas
me dividían el corazón
y saboreaban sus gajos.
Me remataban sus ojos sin oxígeno,
el sonido desorbitado de sus maquinarias. Yo
quería habitarme, simplemente,
diminuta efigie, toda lóbulos, poros,
entreveros. Y mis huesos
jubilantes por su pronta liberación:
orquídeas albinas, aráceas envueltas,
palmeras de hueso, frondas, araucarias,
me crecían adentro
germinando
y hablaban ente ellos crac crac crac
diciendo. Pues me cobraba vida
el esqueleto, huesos al oído,
inmunes a mi muerte,
comenzaba ya su tiempo blanco, despojado
del peso de la piel y sus tejidos.
Sentí su regocijo a contracarne.
Alguien narraba mientras tanto mi muriendo,
no tiene pulso, no respira, paro cardiaco.
Tal vez uno de ellos, el ángel desbocado, tapabocas,
distante recitaba mi muerte travestida,
impulsado por la libido fría de los ángeles,
atornillando su voz a mis mil pliegues,
mientras mi corazón de esponja
desbordaba su sangre a horcajadas.
Dolor a rajatabla, muerte limpia, menudo cuerpo
de agobio y saliva, escabechado.
Es profano morir o debería.
No me importó, de pronto, el paraíso,
sus instrumentos sin cuerdas, las edades completas
de sus muertos, cumplidos. Yo escuchaba
esa voz a quemarropa, mi muerte traducida
al canto del ángel y de pronto
mi corazón, vieja bujía, se enciende,
y la sangre anegada se imanta de nuevo y acelera.
Reincide mi cuerpo en su coreografía.
La muerte es un arte
que no he perfeccionado.
Al escuchar que el ángel
me narraba, decía mi vida a susurro limpio,
quise oírlo o no pude evitarlo
y regresé de vuelta, pero ahora
escucho su voz en el trasfondo, siempre,
diciéndome todo lo que pasa.
Tomado de El reino de lo no lineal, FCE / INBAL / ICA, Ciudad de México, 2020. Se reproduce con permiso de la autora.
Imagen de portada: J.C. Whishaw, Diagrama del esqueleto humano y el corazón, ca. 1852. Wellcome Collection CC