Puede que ahora tengamos una vida con todas las libertades y condiciones favorables, que son tan difíciles de hallar, pero no durará demasiado.
Patrul Rimpoché. Las palabras de mi maestro perfecto, traducido por el grupo de Traducciones Padmakara
El Buda fue un maestro poco convencional. No comenzó su carrera con declaraciones metafísicas grandilocuentes, sino que se centró en lo que fuera a ser de interés más práctico e inmediato para el mayor número de personas posible. Para captar plenamente la claridad y sencillez de su enfoque, puede resultar útil ir más allá de la mitología que se ha construido en torno a su vida e intentar ver al hombre que se esconde tras el mito.
Cuenta la leyenda que Siddartha Gautama —el nombre que recibió al nacer— era un príncipe, el hijo del jefe de una tribu del norte de la India. En las celebraciones en honor a su nacimiento, un vidente brahmán predijo que sería un rey poderoso o un gran hombre santo. Temiendo que su hijo mayor renunciara a su papel de líder tribal, el padre del Buda construyó para él varios palacios y tejió para él una vida de placeres, lejos de cualquier aspecto perturbador de la vida que pudiera despertar en él alguna inclinación espiritual latente. A los dieciséis años le animaron a casarse y a engendrar un heredero.
Pero el destino intervino. Cuando tenía veintinueve años, resuelto a visitar a sus súbditos, se aventuró a salir de sus palacios y por el camino vio personas pobres, ancianas, enfermas y moribundas.
Encontrarse cara a cara con la realidad del sufrimiento, de la que había estado protegido durante muchos años, tuvo un impacto muy fuerte sobre él. Siddharta escapó y viajó hacia el sur, donde conoció a varios ascetas que lo impulsaron a liberar su mente de las preocupaciones mundanas, mediante la práctica de estrictos métodos de renuncia y mortificación corporal. Sólo así, le enseñaron, podría liberarse de los hábitos mentales y emocionales que atrapan a la mayoría de las personas en un círculo infinito de conflictos internos y externos.
Pero tras seis años practicando la austeridad extrema, se empezó a sentir frustrado. Retirarse del mundo no le proporcionaba las respuestas que buscaba. Así que, aguantando las burlas de sus antiguos compañeros, abandonó la práctica de vivir completamente separado del mundo. Se dio un baño largo y agradable en el cercano río Nairajana y aceptó comida de una mujer que pasaba por allí. Luego cruzó el río hasta el lugar conocido actualmente como Bodhgaya, se sentó debajo de un ficus y empezó a examinar su mente. Estaba decidido a encontrar la respuesta al dilema, muy humano, que consiste en perpetuar los problemas a base de perseguir cosas que proporcionan, como mucho, experiencias fugaces de felicidad, seguridad y protección.
Cuando emergió de ese análisis, se dio cuenta de que la verdadera libertad no se encuentra en retirarse de la vida, sino en comprometerse a un nivel más profundo y consciente con todos sus procesos. Lo primero que pensó fue: “Nadie me va a creer”. Motivado, según las leyendas, por los ruegos de los dioses o por una compasión abrumadora por los demás, se alejó de Bodhgaya y viajó hacia el oeste, en dirección a la antigua ciudad de Varanasi donde, en un espacio abierto que actualmente recibe el nombre de Parque de los Ciervos, se encontró con sus antiguos compañeros ascetas. Inicialmente éstos estaban más bien inclinados a rechazarle, por haber abandonado el camino de la austeridad extrema, pero no pudieron evitar advertir que irradiaba un aplomo y una satisfacción que sobrepasaba todo lo que ellos habían conseguido. Se sentaron a escuchar lo que tenía que decir. Su mensaje era bastante convincente y de una lógica tan sólida que los hombres que lo escuchaban se convirtieron en sus primeros seguidores, o discípulos.
Los principios que esbozó en el Parque de los Ciervos, llamados comúnmente “Las Cuatro Verdades Nobles”, constituyen un análisis sencillo y directo de los retos y posibilidades de la condición humana. Este análisis representa lo primero de lo que a menudo se denomina, en términos históricos, “Los tres giros de la rueda del Dharma”: un conjunto progresivo de revelaciones sobre la naturaleza de la experiencia, que el Buda transmitió en distintas etapas durante los 45 años que se dedicó a viajar por la India de su época.
Cada uno de estos giros se apoya sobre los principios expresados en el anterior, ofreciendo una comprensión más profunda y penetrante de la naturaleza de la experiencia. Las Cuatro Verdades Nobles constituyen el núcleo de todos los caminos y tradiciones budistas. De hecho, el Buda les daba tanta importancia que las proclamó muchas veces, ante diferentes públicos. Junto con sus enseñanzas posteriores, nos han llegado en forma de una colección de escritos conocidos como sutras, que recuerdan las conversaciones que, se piensa, fueron los diálogos reales entre el Buda y sus estudiantes.
Durante varios siglos después de la muerte del Buda, estas enseñanzas se transmitieron oralmente —una práctica habitual en una época en que mucha gente era analfabeta—. Unos tres o cuatrocientos años más tarde, estas enseñanzas orales se pusieron por escrito en pali, una lengua literaria que seguramente estaba estrechamente relacionada con el dialecto hablado en el centro de la India en la época del Buda. Posteriormente se transcribieron al sánscrito, la lengua y gramática literaria de más prestigio de la India antigua. A medida que el budismo se ha ido expandiendo por Asia y luego por Occidente, las enseñanzas se han traducido a muchas otras lenguas.
Incluso en las traducciones de los sutras, salta a la vista que el Buda no presentó las Cuatro Verdades Nobles como un conjunto específico de prácticas y creencias, sino que las ofreció como una guía práctica para que las personas reconocieran, en su propia vida, su situación básica, las causas de esa situación, las posibilidades de que la situación pudiera transformarse y los medios para conseguir esa transformación. Con una habilidad inaudita, estructuró esta enseñanza inicial según el método indio clásico en cuatro puntos de la práctica médica. Diagnosticar el problema, identificar las causas subyacentes, determinar el pronóstico y prescribir un tratamiento. En cierto modo, las Cuatro Verdades Nobles pueden considerarse un enfoque pragmático, paso a paso, para curar lo que hoy en día podríamos denominar una perspectiva “disfuncional” que nos ata a una realidad moldeada por expectativas e ideas preconcebidas y nos impide ver el poder inherentemente ilimitado de la mente.
Como humanos, también sufrimos cuando no obtenemos lo que deseamos y cuando no podemos conservar lo que tenemos. Kalu Rimpoché, Luminous Mind: The Way of the Buddha, traducido al inglés por María Montenegro
La primera de las Cuatro Verdades Nobles se conoce como la Verdad del sufrimiento. Los sutras relacionados con estas enseñanzas han sido traducidos de muchas formas a lo largo de los siglos. Dependiendo de la traducción que se lea, este principio básico de la experiencia puede expresarse como “El sufrimiento existe”, o de una manera aún más sencilla: “Hay sufrimiento”.
A simple vista, la primera de las Cuatro Verdades Nobles puede parecer bastante deprimente. Tras escucharla o leerla, muchas personas tienden a desestimar el budismo por ser excesivamente pesimista.
¡Oh, estos budistas siempre se quejan de que la vida es miserable! La única forma de ser feliz es renunciar al mundo y marcharse a alguna montaña a meditar todo el día. ¡Qué aburrido! Yo no soy desgraciado. ¡Mi vida es maravillosa!
En primer lugar, es importante señalar que las enseñanzas budistas no afirman que, para encontrar la libertad verdadera, las personas deban abandonar su casa, su trabajo, su coche o cualquier otra posesión material. Como demuestra la biografía del propio Buda, él mismo intentó llevar una vida de austeridad extrema y no halló la paz que buscaba. Además, no podemos negar que es posible que una persona se encuentre, por un tiempo, con un cúmulo de circunstancias que le hagan pensar que la vida no podría ir mejor. He conocido a muchas personas que parecen bastante satisfechas con sus vidas. Si les pregunto cómo les va, me contestarán “Bien” o “¡Estupendamente!”. Hasta que, por supuesto, caen enfermos, pierden sus trabajos, o sus hijos llegan a la adolescencia y, de la noche a la mañana, esos niños cariñosos y rebosantes de alegría pasan a ser unos desconocidos malhumorados e inquietos que no quieren saber nada de sus padres. Entonces, si les pregunto cómo les va, la respuesta cambia un poco: “Bien, sólo que…” o “Todo va estupendamente, pero…”. Tal vez éste sea el mensaje esencial de la Primera Noble Verdad: La vida tiene forma de interrumpirnos y de traer sorpresas poderosas incluso al más paciente de los mortales. Estas sorpresas, junto con experiencias más sutiles y menos perceptibles como los achaques de la edad, la frustración de hacer cola en el supermercado o simplemente el llegar tarde a una cita, pueden entenderse como manifestaciones del sufrimiento. Sin embargo, comprendo por qué esta perspectiva global puede resultar difícil de asimilar. La palabra sufrimiento, que se emplea a menudo en las traducciones de la Primera Noble Verdad, es un término tendencioso. Cuando la gente lo lee o escucha por primera vez, tiende a pensar que se refiere solamente al dolor extremo o a la desgracia crónica. Pero el significado de dukkha, la palabra empleada en los sutras, en realidad se ajusta más a otros términos que se utilizan con mayor frecuencia en el mundo moderno, como inquietud, enfermedad, malestar e insatisfacción. Algunos textos budistas explican su significado usando una analogía muy gráfica: una rueda de alfarero que al girar se atasca y chirría. Otros comentarios evocan la imagen de una persona viajando en una carreta que tiene una rueda un poco rota. Cada vez que la rueda gira sobre su punto dañado, el pasajero da un bote. Así que, si bien la palabra sufrimiento —o dukkha— también hace referencia a condiciones extremas, el término, tal como lo han utilizado el Buda y los maestros de la filosofía y la práctica budistas, se entiende mejor como un sentimiento omnipresente de que “algo no marcha del todo bien”: que la vida podría ser mejor si las circunstancias fueran diferentes; que seríamos más felices si fuéramos más jóvenes, más delgados o más ricos, en pareja o sin ella. La lista de desgracias sigue y sigue. Por lo tanto, dukkha abarca todo el espectro de condiciones que van de algo tan simple como un picor a experiencias más traumáticas de dolor crónico o enfermedades mortales. Tal vez algún día en el futuro la palabra dukkha se incorpore a muchas lenguas y culturas distintas, igual que ha pasado con la palabra sánscrita karma, ofreciéndonos una comprensión más amplia de un término que a menudo se ha traducido como sufrimiento. […]
Cuando esto nace, eso aparece. Salistubhasutra, traducido al inglés por María Montenegro
Como hemos dicho antes, el sufrimiento opera a muchos niveles distintos. Una de las primeras cosas que me enseñaron es que, para trabajar con diversos tipos de sufrimiento, es esencial primero aprender a distinguirlos.
Una de las primeras distinciones, y más cruciales, que podemos establecer es entre lo que a menudo se denomina sufrimiento “natural” y lo que me enseñaron a ver como sufrimiento “creado por uno mismo”.
El sufrimiento natural incluye todas las cosas que no podemos evitar en la vida. En los textos budistas clásicos, estas experiencias inevitables a menudo reciben el nombre de “Los cuatro ríos del sufrimiento”, clasificadas como nacimiento, vejez, enfermedad y muerte. Son cuatro experiencias que definen las transiciones más comunes en la vida de las personas.
A veces, en entrevistas privadas y en enseñanzas en grupo me han preguntado por qué el nacimiento se considera una forma de sufrimiento. “El inicio de una nueva vida”, dicen, “¿no debería considerarse como un momento de máxima alegría?” Y en muchos sentidos está claro que lo es: un nuevo comienzo es siempre una oportunidad.
Sin embargo, hay dos buenas razones por las cuales el nacimiento se considera como un aspecto del sufrimiento. En primer lugar, la transición del entorno protegido del útero (o de un huevo) al mundo exterior de la experiencia sensorial es un cambio traumático en la vivencia, no sólo en opinión de los filósofos budistas, sino también de muchos expertos de los campos de la psicología, la ciencia y la salud. Muchos de nosotros no tenemos ningún recuerdo consciente del drama de esta transición inicial, pero al parecer la experiencia de ser expulsados de un entorno cerrado y protegido deja una impresión intensa en el cerebro y el cuerpo de un recién nacido.
En segundo lugar, desde el momento en que nacemos nos volvemos vulnerables a los otros tres grandes ríos del sufrimiento. En cuanto nacemos nuestros “relojes biológicos” empiezan a contar. Momento a momento estamos envejeciendo.
[…]
A medida que nuestra vida avanza, también nos volvemos susceptibles a todo tipo de enfermedades; éste es el tercer gran río del sufrimiento. Algunas personas tienen predisposición a las alergias y otras dolencias persistentes. Algunas desarrollan enfermedades graves como el cáncer o el sida. Otras pasan años enfrentándose a dolores físicos crónicos. Muchas personas que he conocido a lo largo de los años sufren, o tienen amigos o seres queridos que padecen enfermedades psico-fisiológicas catastróficas como la depresión, el desorden bipolar, la adicción y la demencia.
El último de los cuatro ríos del sufrimiento es la muerte, el proceso a través del cual el aspecto de la experiencia denominado comúnmente conciencia se separa del cuerpo físico. Textos tibetanos como el Bardo Thödol —también llamado El libro tibetano de los muertos, pero una traducción más precisa sería “Liberación por audición”— describen esta experiencia con una minuciosidad extraordinaria.
En muchos sentidos, la muerte es el proceso inverso al nacimiento, una amputación de las conexiones entre los aspectos físico, mental y emocional de la experiencia. Si en cierto modo el nacimiento es el proceso de “vestirse” con una túnica física, mental y emocional, la muerte es el proceso de despojarse de todos los elementos físicos y psicológicos con los que nos hemos familiarizado. Por este motivo, a menudo un maestro budista cualificado lee en voz alta el Bardo Thödol a un moribundo, un acto parecido a los últimos sacramentos que en las tradiciones cristianas un sacerdote administra al moribundo para proporcionarle consuelo en esta transición a menudo aterradora.
Al hacerme mayor y viajar más, he visto que el sufrimiento natural engloba muchas más categorías que las enumeradas en los textos clásicos budistas. Los terremotos, las inundaciones, los huracanes, los incendios arrasadores y los tsunamis causan estragos en la vida de las personas cada vez con mayor frecuencia. Durante estas últimas décadas, he visto muchas noticias sobre el trágico aumento de asesinatos cometidos por chavales en institutos y universidades. Más recientemente, la gente ha empezado a hablarme mucho más abiertamente de la devastación que ha asolado su vida cuando de manera inesperada han perdido su trabajo, su casa o a su pareja.
Con estas experiencias que no controlamos poco podemos hacer para limitar nuestra vulnerabilidad. Pero existe otra categoría de dolor, malestar, dukkha o como queramos llamarlo: una variedad prácticamente infinita de afluentes psicológicos que nuestra mente teje alrededor de las personas, los hechos y las situaciones con que nos topamos.
Mi padre y otros maestros me ayudaron a entender este tipo de dolor “creado por uno mismo”: son experiencias que surgen de nuestra propia interpretación de las situaciones y los acontecimientos, como la ira impulsiva o el rencor prolongado que nos generan otras personas cuando se comportan de una manera que no nos gusta, la envidia hacia quienes tienen más que nosotros o la ansiedad paralizante que nos invade cuando no hay ninguna razón para tener miedo.
El sufrimiento creado por uno mismo se puede expresar en forma de historias que nos contamos a nosotros mismos, a menudo incrustadas en lo más profundo de nuestro inconsciente, según las cuales no somos suficientemente buenos, ricos o atractivos, o nos falta algún tipo de estabilidad. Una de las formas más sorprendentes de sufrimiento creado por uno mismo que he visto, en estos últimos años de dar enseñanzas por todo el mundo, tiene que ver con el aspecto físico. La gente me cuenta que no se siente cómoda porque tiene la nariz demasiado grande, por ejemplo, o la barbilla demasiado pequeña. Se sienten cohibidos hasta niveles extremos, seguros de que todo el mundo está mirando su nariz grande o su barbilla pequeña. Y aun cuando recurren a la cirugía estética para arreglar su supuesto problema, siguen preguntándose si el cirujano hizo un buen trabajo, y una y otra vez comprueban los resultados mirándose al espejo y observando las reacciones de los demás.
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El sufrimiento creado por uno mismo es fundamentalmente una fabricación de la mente —como me demostró mi propia experiencia de la ansiedad—, no es menos intenso que el sufrimiento natural. En realidad, puede ser bastante más doloroso.
Sé el jefe, pero nunca seas el señor. Lao Tzu, The Way of Life, traducido al inglés por R. B. Blakney
[…] El Buda no dijo a su público: “Estáis sufriendo” o “La gente sufre”, ni siquiera “Todos los seres vivos sufren”. Simplemente dijo: “Hay sufrimiento”, ofreciéndolo como una observación general para contemplar o reflexionar, y no como una especie de afirmación tajante sobre la condición humana que uno tenga que adoptar o identificar como una característica intrínseca de sus vidas. Igual que si dijera “Hay aire” o “Hay nubes”, presentó el sufrimiento como un hecho innegable, pero que no había que tomarse de manera personal.
Algunos psicólogos con los que he hablado me han comentado que exponer la Primera Noble Verdad de este modo, sin hacer de ella una amenaza emocional, fue una forma extraordinariamente perceptiva de presentarnos la condición básica del sufrimiento, que nos permite analizar cómo se manifiesta en nuestra experiencia con cierta objetividad. En lugar de quedarnos atascados con pensamientos que nos llevan a juzgarnos a nosotros mismos, juzgar nuestras circunstancias o intentar rechazar o suprimir nuestra experiencia, como cuando pensamos “¿Por qué me siento tan solo? ¡No es justo! No quiero sentirme así. ¿Qué puedo hacer para que desaparezca esta sensación?”, podemos retroceder un paso y observar: “Hay soledad” o “Hay ansiedad” o “Hay miedo”.
Abordar una experiencia incómoda con esta actitud imparcial es en realidad bastante parecido al modo como mi padre me enseñó a observar las distracciones que encontraba cada vez que intentaba meditar. “No las juzgues”, me decía. “No intentes desprenderte de ellas. Sólo observa”. Naturalmente, cuando intentaba hacerlo, lo que estuviera distrayéndome se esfumaba casi de inmediato. Cuando recurrí a mi padre para contarle este problema, sonrió y dijo: “Oh, muy bien. Ya lo tienes”.
No era cierto, por lo menos entonces. Todavía me quedaban unas cuantas cosas por aprender sobre la naturaleza del sufrimiento.
El dolor de la enfermedad, de los cotilleos maliciosos, etc., constituye el sufrimiento del propio sufrimiento. Jamgón Kongtrül, La antorcha de la verdad: prácticas preliminares del Mahamudra
Como el término sufrimiento es muy general, los grandes maestros que siguieron los pasos del Buda ampliaron sus enseñanzas de la Primera Noble Verdad, dividiendo las diversas experiencias dolorosas en tres categorías básicas.
La primera se conoce como “El sufrimiento del sufrimiento”, que puede describirse muy resumidamente como la experiencia inmediata y directa de cualquier tipo de dolor o malestar. Un ejemplo muy sencillo podría ser el dolor que experimentamos si nos hacemos un corte en el dedo por accidente. En esta categoría también se incluirían los diversos achaques asociados con la enfermedad, cuya intensidad varía desde un simple dolor de cabeza, congestión nasal o dolor de garganta hasta los dolores más intensos que sufren las personas aquejadas de una afección crónica o mortal. Los malestares que aparecen con la edad, como la artritis, el reuma, la debilidad en las extremidades y las dolencias cardiacas o respiratorias también se considerarían manifestaciones del sufrimiento del sufrimiento. Lo mismo ocurre con el dolor que se experimenta al sufrir un accidente o un desastre natural: huesos rotos, quemaduras graves o traumatismos en órganos internos.
La mayoría de los ejemplos descritos hasta ahora están relacionados con lo que hemos definido antes como sufrimiento natural. Pero el dolor y el malestar asociados con el sufrimiento del sufrimiento también abarcan las dimensiones psicológicas y emocionales del sufrimiento creado por uno mismo.
El terror y la ansiedad que se apoderaban de mí en mi infancia, aunque no tenían necesariamente una causa orgánica, eran sin duda inmediatos y directos. Otras emociones intensas como la ira, la envidia, la vergüenza, el daño provocado por palabras hirientes y la pena profunda que genera la pérdida de un ser querido son experiencias igualmente fuertes de este tipo de sufrimiento, así como las alteraciones psicológicas más persistentes como la depresión, la sensación de soledad o la baja autoestima.
Las manifestaciones emocionales del sufrimiento del sufrimiento no son necesariamente extremas o persistentes. Pueden ser bastante simples.
[…]
Deja a un lado las preocupaciones de las actividades mundanas. Noveno Karmapa, Mahamudra: The Ocean of Definitive Meaning, traducido al inglés por Elizabeth M. Callahan
La segunda categoría del sufrimiento, tal como me la explicaron, es mucho más sutil. Se la denomina “el sufrimiento del cambio”. Este tipo de sufrimiento a menudo se describe como pretender hallar satisfacción, consuelo, seguridad o placer en objetos o situaciones que están destinados a cambiar. Supongamos, por ejemplo, que nos compramos un coche, un televisor o un ordenador de último modelo. Durante un rato, estamos extasiados. […] Pero al cabo de un tiempo, la ilusión de la novedad se desvanece. Tal vez el coche se averíe, o un conocido se compre un televisor con una pantalla más grande y nítida, o el ordenador se estropee, o simplemente salga un modelo más nuevo con más potencia y mejores prestaciones. Puede que pensemos: “Ojalá hubiera esperado”.
[…]
Esta explicación del sufrimiento del cambio es adecuada, pero no acaba de captar todo su significado. La insatisfacción o el desencanto que experimentamos cuando la novedad pasa o la situación empieza a venirse abajo, realmente pertenece al sufrimiento del sufrimiento. El sufrimiento del cambio proviene, más precisamente, de apegarnos al placer que obtenemos cuando logramos algo que deseamos, como tener una pareja, un trabajo, sacar una buena nota en un examen o comprarnos un coche nuevo.
Por desgracia, todo el placer que obtenemos de fuentes externas es, por su naturaleza propia, temporal. Y cuando se desvanece, la vuelta a nuestro estado “normal” parece menos soportable en comparación. Así que seguimos buscando: quizá otra relación, otro trabajo u otro objeto. Una y otra vez, buscamos el placer, el consuelo o el alivio en objetos y situaciones que no tienen ninguna posibilidad de satisfacer nuestras expectativas.
El sufrimiento del cambio, por lo tanto, se puede entender como una especie de adicción, la búsqueda interminable de un “subidón” duradero que siempre parece estar casi a nuestro alcance. Según algunos neurocientíficos con los que he hablado, el mero hecho de anticipar que conseguimos lo que deseamos crea un “subidón” que está relacionado con la producción de dopamina, una sustancia química del cerebro que está vinculada, entre otras cosas, con las sensaciones de placer. Con el tiempo, nuestro cerebro y nuestro cuerpo sienten el impulso de repetir las actividades que estimulan la producción de dopamina. Nos volvemos, literalmente, adictos a la anticipación.
Según los textos del budismo tibetano, este tipo de conducta adictiva se asemeja a “lamer miel de una cuchilla de afeitar”. Quizá la sensación inicial sea dulce, pero el efecto real es más bien dañino. Pretender hallar satisfacción en los demás, o en los objetos o procesos externos, refuerza la creencia profunda —y a menudo no reconocida— de que nosotros, tal como somos, no estamos del todo completos; que necesitamos de algo ajeno para sentir una verdadera plenitud, seguridad o estabilidad. El sufrimiento del cambio tal vez se resuma mejor como una visión condicional de nosotros mismos. “Estoy bien, siempre y cuando tenga esto o lo otro. Mi trabajo es agotador, pero al menos tengo una relación estupenda, o una salud de hierro, un físico increíble o una familia maravillosa.”
Un simple cabello en la palma de la mano
provoca incomodidad y dolor si se te mete en el ojo.
Rajaputra Yashomitra, Commentary on the Treasury of Abhidharma, traducido al inglés por Elizabeth M. Callahan
El fundamento de estos dos primeros tipos de sufrimiento (tanto de los que se describen como naturales como de los creados por uno mismo) es lo que se conoce como el “sufrimiento que todo lo abarca”. En sí mismo, este tipo de sufrimiento no es abiertamente doloroso ni implica una búsqueda adictiva del placer como la que se asocia con el sufrimiento del cambio. Podría describirse mejor como un desasosiego fundamental, una especie de picor persistente justo por debajo del nivel de la conciencia.
Podemos entenderlo así: estamos sentados en una silla muy cómoda durante una reunión o una conferencia, o simplemente viendo la televisión. Pero por muy cómoda que sea la silla, en algún momento sentiremos la necesidad de movernos, de recolocar el trasero o de estirar las piernas. Eso es el sufrimiento que todo lo abarca. Podemos encontrarnos en las circunstancias más maravillosas del mundo, pero tarde o temprano notaremos una punzada de incomodidad que nos dice: “Mmmm, no estoy del todo bien. Quizá podría estar mejor si…”
¿De dónde viene ese picor, esa punzada sutil de insatisfacción?
Para expresarlo simple y llanamente todos los elementos que conforman nuestra experiencia están en cambio constante. El mundo que nos rodea, nuestro cuerpo, nuestros pensamientos y sentimientos, e incluso nuestros pensamientos sobre nuestros pensamientos y sentimientos, están en constante cambio, en una interacción sucesiva e incesante de causas y condiciones que generan otros efectos, que a su vez se convierten en causas y condiciones de las que surgen aún más efectos. En términos budistas, este cambio constante se conoce como “impermanencia”. En varias ocasiones en sus enseñanzas, el Buda comparó este movimiento con las minúsculas transformaciones que se producen constantemente en la corriente de un río. Visto desde la distancia, resulta difícil percibir estos cambios constantes. Sólo cuando nos acercamos al margen del río y lo observamos con atención podemos ver los cambios diminutos en la pauta de las olas, los desplazamientos de la arena, del cieno, de las ramitas y objetos que flotan en el agua, el movimiento de los peces y otras criaturas, y empezar a apreciar la variedad increíble de cambios que ocurren momento a momento.
La impermanencia se produce a muchos niveles, algunos de los cuales son fáciles de ver. Por ejemplo, nos despertamos una mañana y descubrimos que el solar vacío al final de la calle se ha transformado en una obra donde se trabaja a destajo, llena de ruido y ajetreo mientras se excavan los cimientos, se vierte el hormigón, se levantan las vigas de acero para la estructura, etc. En poco tiempo se ha construido el armazón del edificio y otro grupo de personas aparece para poner tuberías de agua y gas y pasar cables de electricidad por toda la estructura. Luego, otros equipos de trabajadores vienen a colocar paredes y ventanas y quizá a hacer paisajismo, plantando árboles, césped y jardines. Al final, donde había un terreno vacío, tenemos un edificio lleno de gente que entra y sale.
En las enseñanzas budistas, este nivel de cambio obvio se denomina “impermanencia burda y continua”. Podemos ver la transformación del aparcamiento vacío; quizá no nos guste el nuevo edificio porque nos tapa las vistas o, si se trata de un nuevo centro comercial, porque nos molesta el aumento de tráfico que provocará. Pero el cambio no nos coge por sorpresa.
Esta impermanencia burda y continua también puede observarse en el paso de las estaciones, al menos en ciertos lugares del mundo.
[…]
Si bien los efectos de la impermanencia burda y continua son muy evidentes, en realidad nacen de otro tipo de cambio continuo, que el Buda llamó la “impermanencia sutil”: una transformación de las condiciones que ocurre “entre bastidores”, por así decirlo, a un nivel tan profundo que apenas se registra en nuestra conciencia, si es que llega a hacerlo alguna vez.
Un modo de comprender el funcionamiento de la impermanencia sutil es plantearnos cómo entendemos el paso del tiempo.
Por lo general, tendemos a concebir el tiempo según tres categorías: el pasado, el presente y el futuro. Si contemplamos estas tres categorías en términos de años, podemos decir que existe el año pasado, este año y el año próximo. Pero el año pasado ya ha finalizado y el año próximo todavía no ha llegado: en su esencia, no son más que conceptos o ideas que tenemos sobre el tiempo.
[…]
Por mucho que lo queramos, no podemos detener el tiempo ni los cambios que conlleva. No podemos “rebobinar” nuestras vidas a un momento anterior ni “avanzarlas” hasta un punto del futuro. Pero podemos aprender a aceptar la impermanencia, entablar amistad con ella e incluso empezar a plantearnos la posibilidad de convertir el cambio en una especie de guardaespaldas mental y emocional.
Selección de Yongey Mingyur Rimpoché, La dicha de la sabiduría. Abrazar el cambio y encontrar la libertad, Escarlata Guillén Pont (trad.), Rigden-Institut Gestalt, Barcelona, 2010, pp. 51-81. Se reproduce con autorización. © Rigden Edit S.L
Imagen de portada: Escenas del Svayambhu-purana (Texto antiguo del Buda primordial), 1635, Nepal. Cleveland Museum of Art (Dominio público)