LA CASA DE LÁZARO
Jugábamos a ser
vacas pero no éramos vacas.
No era necesario
aclarar.
Y lo mismo pasaba con “la casa de Lázaro”.
Si hacía falta garrafa
se buscaba allá, en “la casa de Lázaro”.
En invierno, la leña
se guardaba en “la casa de Lázaro”,
y en verano, el cloro
siempre estaba en “la casa de Lázaro”.
Todos decían “la casa de Lázaro”
y Lázaro y sus hijos
eran los que vivían ahí,
pero la casa no era suya
ni de su mujer,
la casa era nuestra.
Andábamos descalzos,
nos mojábamos siempre
en el agua que hubiera,
de la pileta o de la lluvia.
Revolcándonos en el barro,
andábamos igual que cerdos,
nosotras con los hijos
del tal Lázaro.
Era “lo que toca-toca”
decidía la moneda,
dueño, peón, vaca.
Con Lina, la hija de Lázaro,
montamos una vez
los caballos de palo,
agarramos riendas de hilo
salimos en tropilla
arreando troncos chicos
y grandes.
Los chanchos más cuadrados
tenían corteza áspera.
Las vacas de eucaliptus
eran redondas, más grandes.
Las ovejas tenían los líquenes
bien pegados a la madera.
¿Cómo fue que empezamos la pelea?
Salí corriendo hasta el níspero
del jardín de Lázaro.
Lina me siguió. Nos miramos.
Y sin aviso, con la mano dura
y bien abierta, Lina
golpeó mi cara.
Algo no estaba bien.
No pude devolver el golpe.
Como un gato escapando
de los perros, subí
de la raíz hasta la copa.
Trepé y trepé.
Fui más alto que nunca.
Pasé la altura de las casas,
la del ficus, pasé
la altura del ombú.
Y miré todo lo que había
encima de Lázaro,
Lo que nadie podía ver.
Pata podrida de caballo,
ropa mojada y vieja,
carozos, hojas secas.
Miraba Lina desde abajo
y echó la cabeza hacia atrás
y me mostró los dientes grandes.
Los ojos, que se le habían corrido
hasta el borde de la cara,
enrojecidos como si llorara,
pero las mejillas, completamente
secas, se habían llenado
de puntos negros.
Y el pelo brotó de esos puntos,
y de la frente y del cuello.
De pronto, la nariz se abrió
en dos mitades y los labios
se separaron a ambos lados
como los de un conejo.
El tabique también
se alargó y redondeó
hasta que ya no fue más lo que era
sino un hocico gris y movedizo.
Pude ver cómo las encías,
que se engrosaban en el rosa
húmedo de la boca,
envolvían de a poco,
a fuerza de crecer y crecer,
las raíces de dos paletas
amarillas, filosas.
Y con el último chillido,
que ya poco tenía de lenguaje,
me dijo: Ratas,
para ustedes
siempre fuimos las ratas.
El Periódico de Poesía de la UNAM nos ofreció este poema vinculado con el tema del dossier. Los invitamos a leer más de esta publicación universitaria aquí
Imagen de portada: Mary Mills Lyall y Earl Harvey Lyall, The Cubies’ ABC, G.P. Putnam’s Sons, Nueva York, 1913