Los tres golpes: lo que Freud vio

Fascismo / dossier / Marzo de 2020

David Beytelmann

En un taxi, en Buenos Aires, en 2019, sostuve una charla con el chofer. Hablando de política, y en particular de la polarización política, el taxista dictaminó:

Mire, yo tuve la oportunidad de estudiar un poco de psicología en la UBA. No sé mucho, pero algo leí. Yo creo que Freud vio algo. Hablando de política y de eso que estamos hablando. Freud se dio cuenta de que teníamos muuuuchas ganas de tener jefes, que había algo en la guerra civil que a mucha gente le encantaba, eso del odio… y bueno, que necesitábamos que nos dijeran qué pensar, qué hacer, que la verdad y los hechos no importaban porque lo que más nos gusta son las ilusiones que nos hacemos… Esas cosas tenían un sentido con respecto a quiénes somos como animales, ¿no?, a cómo funcionamos. No sé, yo no sé nada, pero creo que sí se dio cuenta de algo, el tipo.

Sí. Yo también. Creo que Freud se dio cuenta de algo. Acaso motivado por una especie de pesimismo lúcido. Que sí vio algo profundo gestándose bajo sus ojos y a través de la clínica. Algo que la lectura de Dostoyevsky y de Nietzsche lo había forzado a pensar. Así que en forma de homenaje a todos esos lectores y pensadores callejeros e ignorados que todos los días recorren las capitales, en especial latinoamericanas, aquí va mi respuesta tentativa. Freud nos dejó varios textos generales con sus reflexiones sobre la política, la religión y la psicología de masas. En ellos vio la importancia de la fuerza del inconsciente, de la manipulación y de lo que él llama “la ilusión” en particular para la política de masas, como creencia colectiva. Su definición de ilusión (en el famoso texto El futuro de una ilusión, sobre religión) hace hincapié en el hecho de que la ilusión no puede reducirse a una percepción errónea, sino que es una percepción alimentada por un deseo (y da el ejemplo de Cristobal Colón, que creyó haber descubierto el camino hacia las Indias motivado por su deseo). Ése, creo (entre otros) es el problema arcaico y central de las resurrecciones fascistas de hoy y aparece reflejado en muchas de las declaraciones delirantes y suicidas de los “hombres fuertes” de turno frente a la complejidad del mundo, en particular la crisis ecológica.

Nicolas-Henri Jacob, ilustración de ojo aislado en Jean-Baptiste Marc Bourgery, Traité complet de l’anatomie de l’homme…, C. Delaunay, París, 1831-1854

Primer golpe: el mito

Hace unos años tuve la suerte de asistir a una conferencia del gran historiador israelí Zeev Sternhell sobre los orígenes del fascismo. En esa conferencia Sternhell mencionó un detalle que, a mi entender, dice mucho de la historia del siglo XX y de cómo ésta fue literalmente creada por personajes como Mussolini. El detalle es éste: Mussolini, lector de los socialistas del siglo XIX, tenía entre sus lecturas preferidas las de un marxista francés de renombre, hoy olvidado, llamado Georges Sorel, quien fue el gran teórico del sindicalismo revolucionario.1 Sorel, entre otras reflexiones sobre el devenir del movimiento obrero y de su situación política, se preguntaba por qué, teniendo para sí una teoría tan coherente y estructurada como el marxismo (él mismo había sido uno de los introductores del marxismo en Francia), el movimiento obrero no había todavía logrado un verdadero impacto de masas ni la revolución social a la cual aspiraba. Una de las respuestas a las que llegó y que tendrá una repercusión importantísima para nuestra historia es ésta: el marxismo, que quería acompañar al movimiento obrero y se daba como objetivo ser la teoría de esa práctica política es, claramente, un heredero del Siglo de las Luces. Es una visión del mundo esencialmente racionalista, que se despliega en formas de análisis político, social y económico elaboradas y que requieren estudio y tiempo. El problema, recalcaba Sorel, es que para obtener una auténtica movilización de masas se necesitaban formas de apego emocional y de implicación colectiva que fuesen más allá del análisis y de la explicación racional del mundo. Se necesitaban grupos concretos, formas de identificación, una mística, con creencias que polarizaran (en el sentido eléctrico) y atrajeran. En otras palabras, se necesitaban mitos (él mismo usa el término). Mussolini, lector de Sorel, es sin duda el creador consciente de esa nueva política moderna fundada y totalmente estructurada en el mito. Cabe subrayar un aspecto sobre el que hay que volver, y es que la necesidad capital del mito surge de la psicología de masas, surge de la oposición clásica entre pensamiento y emoción, primera versión del irracionalismo militante que, con el vitalismo, iba a ser una de las aristas intelectuales del primer fascismo. Mussolini defendió dicha postura a ultranza, afirmando que la única manera de estructurar un movimiento de masas era en torno al nacionalismo y a todos los fenómenos psicoafectivos de las emociones primarias, aliándolas con la “necesidad del enemigo” para cohesionar al grupo con montajes calculados del odio y del miedo que la temática nacionalista despierta y fomenta. Él mismo teorizó la importancia del mito, dándole forma a la idea de que la realidad no importa. “Me ne frego”2 es la condensación mágica de esta visión mezclada con todos los otros aspectos del primer fascismo: paramilitarismo, asesinatos políticos, sexismo agresivo, etcétera. El primer gran filósofo en tomar en serio este problema fue probablemente Ernst Cassirer, quien, exiliado en Estados Unidos por el nazismo, dedicó su último libro a entender la resurrección del mito político en su gran libro The Myth of the State (El mito del Estado, 1942). De hecho, Cassirer reaccionó a la tematización que los nazis conscientemente habían hecho del mito. Freud percibió también la vuelta del mito, en particular bajo la forma del irracionalismo y de la promesa de la liberación de las pulsiones que percibió en el nazismo. Y, en ese debate largo de tres siglos entre el racionalismo y el empirismo, supo ver que en la sociedad que habíamos construido en torno a los ideales racionalistas del sujeto del conocimiento el fascismo ganaba porque le apostaba al funcionamiento real no sólo de la política sino también de la psique. Las formas emocionales y las intuiciones venían primero (como lo había anticipado Hume), y el tándem Descartes/Kant, que le apostaba al modelo de la discusión racional, estaba perdiendo. Advantage: Mussolini.

Segundo golpe: el vals de los mass media

En un documental para la BBC el director Adam Curtis hizo en 2002 por primera vez un análisis divulgativo de la historia y de los debates en torno al surgimiento de los medios masivos y de sus vínculos con la publicidad, la psicología de masas y sus relaciones con la política. Se trata de The Century of the Self.3 Allí descubrimos la figura central de Edward Bernays, creador de las “relaciones públicas”. Bernays (parece casi un chiste literario) era el sobrino de Freud. Había leído a su tío, había experimentado la importancia práctica de la propaganda durante la primera Guerra Mundial y se había preguntado de manera profunda cómo influir (es decir, usar la propaganda) política, económica y socialmente en la nueva sociedad de masas, empleando particularmente el enfoque de la psicología de masas pero, sobre todo, la idea de deseo, en particular con respecto al inconsciente, que consideraba la base central de la vida psíquica (siguiendo en esto a su tío). En otras palabras, se preguntó cómo influir en ella, dirigirla, manipularla y condicionarla, en primer lugar a partir de un trabajo riguroso sobre el papel de las representaciones y del deseo en la vida social (no como Freud, precisamente, que vislumbró el oscuro potencial tiránico, violento y destructor de la aplicación de la psicología a la política).

Ilustración de disección de pene en Denis Diderot y Jean le Rond d’Alembert, Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences…, André Le Breton, París, 1751-1776

El problema fundador de la psicología de masas, lo formuló el oscuro Gustave Le Bon, es el de la irracionalidad del comportamiento, la centralidad de las emociones primarias (miedo, odio, rechazo, asco, euforia, deseo de pertenencia, etcétera). De esas reflexiones cruzadas surgió en Bernays la idea de reformular la centralidad de la imagen y de las representaciones, incluyendo el trabajo sobre las palabras usando la gigantesca maquinaria de los medios masivos que habían pasado de la prensa escrita a finales del siglo XIX a un increíble conglomerado de canales a principios del XX (prensa, radio, cine, carteles y pronto la televisión). Según Bernays, la imagen generaba un cortocircuito cognitivo y una nueva “avenida” para la política porque se podían generar formas de asociación inconscientes (idea que sacaba de Freud) que trabajaran sobre los deseos latentes del público (una de las misiones del director de relaciones públicas es descubrirlos).4 Es un cortocircuito porque, en el sentido literal, bien orquestadas, estas formas pueden paralizar o desviar el pensamiento de manera inconsciente. Freud había señalado que nuestro inconsciente funciona a partir de vivencias que cristalizan dichas asociaciones. Un caso interesante lo constituía el recuerdo traumático del compositor Gustav Mahler, quien, siendo niño, debía atestiguar las incesantes peleas violentas de sus padres mientras un organito callejero sonaba en el parque. En la obra del compositor esta música está asociada con un contenido patético. Bernays busca crear de manera artificial este tipo de asociaciones con nuestros deseos mediante la publicidad. Su motor fundamental, que vemos hoy por todas partes, es la captación de la atención. Uno de los elementos claves para entender por qué esta historia es todavía la nuestra es que Bernays formula y pone en práctica sus primeras ideas justo antes y durante el surgimiento del fascismo. Sin embargo, la persuasión de masas a la que hace referencia se arraiga en la necesidad de influir sobre la opinión, y no solamente de controlarla, censurarla o condicionarla como en el totalitarismo, cuyo esquema central es mandar, repetir y doblegar el pensamiento mediante el monopolio de la imagen y de los discursos públicos. Bien considerado, podríamos decir que Bernays es una especie de Maquiavelo del siglo XX. El recetario de Bernays debe contrastarse con los elementos que desde la expansión del cristianismo forman parte de la gramática de la propaganda y cuyo concepto central es el condicionamiento, pero antes de ver qué incidencia tiene éste sobre nuestro presente hay que volver sobre un debate poco estudiado que, suscitado por los usos de las relaciones públicas, el advenimiento de la democracia de masas y la propaganda, determinó la naturaleza de la democracia representativa durante el siglo XX. Se trata de la confrontación entre el célebre periodista Walter Lippman y el filósofo pragmatista John Dewey. Visto de lejos, el debate gira sobre la tecnocracia, pero podríamos decir que su nudo central es la definición de la democracia moderna, en particular de la relación entre el gobierno representativo y la educación del público. Lippman, observador agudo, advierte en varios libros fundacionales (sobre todo The Phantom Public, 1925), que la naturaleza del gobierno representativo está cambiando con los medios. Éstos, contrariamente a las ciencias, generan un ciclo ininterrumpido de imágenes del mundo y de la realidad que se suceden y no necesariamente fomentan el espíritu crítico, ni la instrucción, ni el saber. Son imágenes cuya repetición condiciona silenciosamente nuestra mente y nuestra percepción, en particular los marcos de esta última. El resultado evidente es que la sucesión de noticias y la simplificación abusiva de la realidad a la que conducen hacen del público un títere de estas representaciones (the pictures in our head, según la expresión de Lippman). El ritmo de las noticias, la reducción sistemática de los formatos, el conflicto entre “información” y “análisis” en beneficio de los expertos que fabrican la “opinión” hacen de los medios la nueva válvula reguladora del sistema. Según Lippman, el “público”, figura central, con el “ciudadano”, de la teoría política de la democracia, desaparece o se desdibuja. Es en realidad una masa, pero una masa ignorante, irracional y manipulable. Es necesario, para preservar la estructura “democrática”, una nueva forma de gobierno donde los expertos (de ahí la discusión sobre los tecnócratas) participen activamente en la toma de decisiones clave, porque la verdad es deshecha por los medios. Dewey, demócrata radical, insiste en que en esta versión del ideal platónico de los “filósofos reyes” la “democracia” en realidad desaparece.5 El nuevo régimen es una nueva versión del despotismo ilustrado, en el mejor de los casos. La defensa del bien público, que supone la democracia, se articula con la exigencia de la educación pública, y en particular con la necesidad de una crítica del liberalismo a través de un racionalismo pragmático que parta de las necesidades creadas en una sociedad de masas con medios masivos. En él, la centralidad de las instituciones y de los hechos (defendida por las ciencias) es fundamental y, como afirmó el historiador Timothy Snyder, “sin factualidad no hay democracia”. No es difícil ver quién “ganó” este debate, teniendo el siglo XX y el principio del XXI en perspectiva. Tampoco es difícil ver de qué manera Freud vislumbró este problema, porque el salto de la psique individual a la masa plantea según él problemas de política y de moral que las sociedades modernas no podrán resolver sin afrontar el problema de la educación, de una educación que mezcle la exigencia de la libertad individual y la conciencia de ciertas formas del determinismo psíquico. Este tema es central para la manera en que abordaremos en el futuro los resultados de las neurociencias, que, parcialmente dándole razón a Freud, han mostrado el grado de irracionalidad y manipulabilidad de nuestras percepciones y convicciones íntimas.

Cirugía de cerebro practicada en el siglo XX. Fuente: Wellcome Collection. CC BY 4.0

Tercer golpe: Goebbels y el cerebro emocional

Uno de los primeros estudios sobre la propaganda en el nazismo fue publicado en 1950 por Leonard Dobb a partir de la primera traducción al inglés de los diarios del célebre Joseph Goebbels, ministro de propaganda del Reich. En ese artículo Dobb repara en los “principios” de la propaganda usados por Goebbels, sacados directamente de una lectura de Mein Kampf, de Hitler. He aquí los básicos:

A nadie le sorprende ver en estos “principios” los mismos que se han usado en muchas de las últimas campañas electorales, en particular desde la elección de Trump en 2016. La diferencia con 1932, sin embargo, es que hoy existen internet, Facebook, Twitter, la televisión por cable, YouTube y otros cientos de canales por los cuales la información puede circular y ser fabricada. La diferencia fundamental, diría, es que hoy existen técnicas mucho más poderosas de manipulación y de influencia a partir de las redes, con ejemplos como la segmentación electoral predictiva tal como se pudo ver en casos como el de Cambridge Analytica. El punto neurálgico más difícil de entender de las técnicas usadas es la relación entre el grado de confianza en la explotación de datos (vendidos entre otros por Facebook) y los predictores socio y psicodemográficos. Es lo que en el medio se llamó la segmentación aumentada de audiencias mediante la psicografía. La propaganda clásica decía: a las mujeres se les dirige tal mensaje (se funcionaba con respecto a estereotipos básicos). Por otro lado, la propaganda de hoy puede decir: a las mujeres de clase media, blancas, que tienen un poder adquisitivo X, residentes en tal tipo de barrio, habiendo hecho tal tipo de estudios, con tales gustos musicales o preferencias sexuales, el mensaje tipo para la elección es tal. Se les llama predictores porque, entre todas las categorías, han permitido predecir de manera consistente un comportamiento, en este caso el voto. Básicamente, los sistemas de análisis pueden cruzar de manera detallada datos que antes sólo quedaban en el horizonte intuitivo de los encuestadores y que hoy en día permiten asociar categorías como edad, residencia, gustos musicales, tipos de consumo turístico, preferencias sexuales, cinematográficas, culinarias y sensibilidad política, etcétera. Este vínculo tiene formas lo suficientemente estables y clasificables en función de los tipos de personalidad que determinan la aceptabilidad de los electores a los mensajes que reciben (y que son pensados en función del cruce de variables que predicen su reacción emocional). El principio es simple: decirle a la gente más o menos lo que quiere (sabiendo de antemano cómo están predispuestos a pensar y sentir) y, por otro lado, en la construcción de una campaña electoral, saber cómo motivar las reacciones de la gente a partir de lo que ya sabemos de ella, para saber cómo reaccionarán. No importa la coherencia y tampoco necesariamente la consistencia de las creencias. Una segmentación bien realizada podrá reunir grupos dispares y hasta opuestos en torno a un mismo objetivo electoral si las asociaciones y motivos para el voto son pensados con los predictores adecuados. Sólo importa el uso pragmático de los predictores para encausar la opinión y, por ende, el voto. Basta concebir una campaña estudiada para asociar sensibilidades y generar asociaciones negativas o positivas en función de un grupo de pertenencia y de los predictores psicológicos (de los cuales disponemos de un gran muestreo gracias a lo que nosotros mismos colocamos en las redes, y está siendo incesantemente captado, indexado, clasificado y archivado). Hoy en día no cabe ninguna duda de que este sistema ya dio sus frutos (aunque no se trate de una ciencia exacta) y de que en el horizonte pragmático del objetivo único “ganar elecciones” las técnicas funcionan con márgenes de confianza sólidos, como la larga serie de elecciones sorprendentes de los últimos años han demostrado: la elección de Trump, el Brexit, la elección de Bolsonaro, la victoria del “No” en el referendo colombiano del acuerdo de paz, etcétera. Freud, quizás el único en su época, creyó ver que el uso de la psicología en política derivaría forzosamente en la instrumentalización de nuestras características psicológicas como armas en el gran escenario de la psicología de masas al servicio de la política. El peligro más inminente es nuestro deseo de creer, no sólo en un jefe sino en dejarnos seducir por nuestro propio narcisimo, por nuestras propias “buenas razones”. Somos, de alguna manera, siempre víctimas potenciales de nuestro inconsciente, aunque en su visión la fuerza del mensaje disruptor (por ejemplo, en el caso de Hitler) se apoyaba en la manera en que apelaba a nuestro deseo inconsciente de liberar las pulsiones, de suspender las formas más elementales de decencia ligada a la vida colectiva para dejarnos atraer por la electricidad polarizante del “nosotros”/”ellos”. No por nada todos los personajes transgresores fascinan porque rompen con los códigos de los usos de la palabra, del insulto o de la designación del enemigo (real o imaginario). Creo que detrás de la visión de Freud que mencionábamos al principio, donde articula nuestro deseo inconsciente de creer (en el sentido de la “ilusión”) con el conflicto cultural entre razón y emociones, éste vio la centralidad de nuestra estructura psíquica como emocional, intuitiva, indomablemente inconsciente y, por lucidez, se resistió a aceptar el mito racionalista de la unanimidad de los espíritus razonables como solución a la crisis del sentido interpretada por el fascismo. Claramente el advenimiento del fascismo le dio la razón. La única manera de afrontar las tormentas que ya están oscureciendo nuestro horizonte es aceptar esa situación, digamos del funcionamiento estructural de nuestro cerebro y, creo, apoyarnos sobre las neurociencias para enfrentarlas.

Nicolas-Henri Jacob, ilustración de boca, orofaringe y nervios en Jean-Baptiste Marc Bourgery, Traité complet de l’anatomie de l’homme…, C. Delaunay, París, 1831-1854

Coda

El célebre historiador y divulgador Yuval Noah Harari dio una charla TED sobre el fascismo.6 Entre muchas cosas interesantes destacó una que diversos observadores contemporáneos del nacimiento del fascismo histórico habían nombrado: su potencial atractivo, la “fascinación del fascismo”, según la expresión de Susan Sontag. Harari señala, con razón, que uno de los defectos del análisis del fascismo es la insistencia en sus consecuencias negativas, criminales, corruptoras y destructivas como fuerza política y como “mentalidad”. El problema es que este aspecto deja de lado su mecanismo psicológico fundamental: la fuerza de atracción que ejerce y que propone. Según Harari, esta fuerza (de acuerdo en esta caracterización con Gentile, con Kershaw, con Snyder y muchos otros) toma su dinámica fundamental en el nacionalismo. O mejor dicho en un aspecto central del nacionalismo: el espejo narcisista que nos propone. Sigo creyendo, como el taxista, que Freud “vio algo”.

Imagen de portada: Gautier d’Agoty, Cara y cerebro: disecciones. 1978. Wellcome Collection. CC BY 4.0

  1. Zeev Sternhell desarrolla estas ideas en un libro importante: Ni droite, ni gauche. L’idéologie fasciste en France, Gallimard, París, 2013, que no ha sido traducido al castellano. Pueden encontrarse referencias y síntesis de sus ideas en El nacimiento de la ideología fascista 

  2. Expresión vulgar que significa “no me importa”. 

  3. Adam Curtis, The Century of The Self, Londres, 2002. Existen versiones en acceso libre en YouTube con subtítulos en castellano. Por ejemplo esta 

  4. Algunas de las reflexiones de Bernays pueden encontrarse en su obra más conocida: Propaganda, Melusina, Barcelona, 2008. 

  5. En respuesta a Lippman, en su libro La opinión pública y sus problemas, Morata, Madrid, 2004. 

  6. Disponible aquí