Primero los días perdieron sus nombres. Todo se volvió jueves. Luego siguieron las fechas. Es abril, pero podría ser octubre, cuando se recupere la libertad de movimiento. Los geranios reverdecen y la menta, la albahaca y el orégano disparan los primeros brotes. Con la prohibición de reunirse y de salir de casa si no es estrictamente necesario, vivimos en hibernación. Aunque no se sabe que el virus dé diarrea, lo primero que se agotó en las compras de pánico fueron los rollos de papel higiénico. Mamá habla de la Gripe Española porque su bisabuela paterna murió entonces, una más entre los millones que superan el número de víctimas caídas en la primera Gran Guerra. Luego menciona otras plagas que precedieron el gran encierro, como llama a este tiempo extraño. Papá lee revistas viejas echado en un sofá cuya forma no se explicaría sin su impronta. Uno sería inconcebible sin el otro. Aunque los funerales fueron prohibidos, las campanas repican porque diario hay muertos que despedir. En la era del distanciamiento social todo es a través de la pantalla. Si hay más que un deudo para eso está Zoom, que permite videoconferencias con varios participantes. Los seres queridos abrumados ante la idea de que los arrojaremos vivos a la fosa común, quizá porque en Guayaquil los cadáveres son sacados a la calle, una escena que conserva intacto el antiguo terror. En este tiempo calmado extraño a la nona. La última vez fuimos a comer con ella en el centro, que estaba vacío. Fue antes de que se prohibiera salir. Vive en una casa de reposo porque está vieja y enferma y requiere atención constante. Antes la veíamos cada domingo. Cocinaba rico, así que verla también tenía ese atractivo. La mayor parte de las personas enloquecen paulatinamente, pero lo de la nona fue fulminante. Todo comenzó en la playa. Estábamos de vacaciones y la nona apareció con el traje de baño al revés. En la espalda le crecía un par de picos rígidos y en cambio delante iba desnuda. Nos quedamos perplejos hasta que mamá arropándola con una toalla la condujo a la casa. El resto de la vacación transcurrió normal y la nona regresó a su casa hasta que antes de que acabara la Cuaresma empezó a salirse a la calle. En estas excursiones había entablado amistad con los noctámbulos del barrio que la conocían como Malú, aunque su nombre es Anselma, para nosotros Selma. Al principio quedarse en casa era placentero “porque —decían— son vacaciones.” Pero los días pasan y no hay tal. Volver a lo mismo es imposible. Hay cosas que cambiaron como trabajar desde la casa. Solo esto tiene consecuencias diversas en el transporte público, contra la contaminación, por la calidad de vida de quienes moran en pueblos-dormitorio, y por el espacio liberado de oficinas para usarlo como vivienda en los centros urbanos, además de otras prácticas que exigen imaginar el futuro inmediato, cuando abandonemos el gran encierro. Es la segunda vez que se pospone la fecha para abandonar paulatina y ordenadamente el confinamiento porque se teme una segunda oleada que destruiría lo que se ha ganado. Mamá se acomodó las gafas. “No lo puedo creer.” El libro se le resbalaba entre las manos a papá, que fingía “descansar” la vista. Él nunca duerme, sólo bosteza como si estuviera a punto de darse la vuelta, de volverse al revés. “La Casa Amparo cierra.” Papá saltó con el sofá adosado, súbitamente alerta. “¿Cómo?” No era pregunta, sino respingo. Estaba estupefacto. “Varios pacientes, digo, residentes, han muerto.” El sofá arrugaba el entrecejo. Varios viejos murieron en residencias semejantes. En alguna los empleados abandonaron a los enfermos, cuyos cadáveres fueron descubiertos días después. Alguno pudo escapar y refugiarse en casa de la hija. Selma también sobrevivió. “También murieron varios cuidadores.” La Casa Amparo no estaba preparada para la pandemia. Sin equipos personales protectores, quienes cuidaban a los residentes y poco después a los enfermos, corrían alto riesgo de contaminarse y varios habían muerto. Nadie podía hacerse cargo de Selma. “¡Y!” Papá estaba apoplético, el sofá temblaba. “¡Y qué quieren que hagamos con ella!” Mamá suspiró. Debe haberse preguntado una vez más por qué se había casado con un menor de edad. Se arrepintió de pensarlo, pero era imposible disculpar su falta de empatía. “Y tu madre regresa a casa.” El último paseo de Selma fue a la Casa Amparo. Cuando la visitábamos la sacaban de la cama y entonces cabeceaba mientras nos esforzábamos por conversar, pero estaba agotada. Despertaba y llamaba a la señora que la cuidaba durante ese turno y era la señal para despedirse. Yo creo que la aburríamos. Normal. Dormía como si se recuperara de sus andanzas, pero la verdad es que la sedaban para que permaneciera en su habitación o participara en actividades recreativas como tocar algún instrumento en un salón color mamey donde languidecen los viejos boqueando como peces fuera del agua. Conforme la Casa Amparo se hacía pequeña en el espejo retrovisor papá cambiaba de humor. Por fin podíamos hacer lo que quisiéramos, aunque nadie sabía qué era eso. Súbitamente Mamá Anselma había reaparecido y estaba en el recibidor. Nosotros sonreíamos como si hubiésemos obtenido el premio mayor. La cabellera asciende onduladamente sobre su cabeza y se sostiene en una peineta de madera oscura con destellos de jade. Va de negro, quizá un azul muy oscuro. “¿Mamá Anselma?” “Está confundida”—dice papá adelantándose. Mamá lleva un vestido blanco, el cuello en V y Selma puede haberla tomado por enfermera. Papá se acerca para besarla. “No me agarres la pierna” —dice la nona cruzando los brazos sobre el rostro. “Mamá Anselma mira, aquí quieren saludarte.” La nona esconde su sonrisa incierta bajo la sombra de sus brazos. “Selma para ustedes” —dice extendiéndonos los brazos a la espera de que la llevemos a su habitación. “¿Creíamos estar peor?” —pregunta papá. Y añade: “Agárrense porque esto apenas comienza.” A la nona le gusta salir al balcón a fumar. Mueve los labios como si rezara, pero habla con el abuelo. Con ella la rutina es accidente. Por eso papá insiste en ponerle un poquito más. “Los fármacos pierden su efecto y hay que doblarlos o cambiarlos.” Mamá lo ignora dándole a la nona exactamente las pastillas indicadas en la receta del siquiatra. “Parece nerviosa, ¿no? Sí, mírala, está nerviosa.” Papá afirma que las medicinas no surten el efecto esperado y más después de ser perseguido por Selma que gruñía detrás hasta que se detuvo riendo a carcajadas. Ese día mamá compró pañales para adulto. “¿No te acuerdas lo descansada que estaba en Casa Amparo?” Papá se enterneció ante su madre sentada en la sala como si esperara en el consultorio de la eternidad. Con el balcón abierto disfrutaba la brisa que venía del parque, estaba tranquila porque el último ataque fue extenuante. Le había dado un desvanecimiento, pero rígido. Azotó en el suelo y allí se quedó hecha una tabla. “Fresca la gloria” —dice la nona y me invita a acompañarla en el sofá. “Con la gloria a la vuelta de la esquina y no se les quita lo acémila.” Selma me mira detenidamente pero su examen no me avergüenza. “La vida se nos va ¿lo sientes? A ti que me escuchas, a mí que lo declaro. Pero eso sí: nada de miedo. ¿No tienes hambre?” Con tanto tiempo disponible cualquier cosa puede suceder, hasta creer que el virus es invento de un perverso científico o que Dios castiga a la humanidad por rejega. Será posible salir en septiembre. Tres meses. Mientras, la gente debe permanecer encerrada. Algunos turistas han quedado atrapados porque no hay vuelos y las fronteras están cerradas. Mamá dedica parte de la mañana a limpiar la casa porque el mantenimiento de la madriguera lleva cada vez más tiempo y es difícil encontrar reposo. Por la noche temprano la nona sale al balcón a recitar. Hay vecinos jóvenes que ponen música y todos bailan en sus balcones. Se ha construido un repertorio vecinal de variedades populares. No es una inundación del espacio acústico, es decir vil ruido, sino que demuestra un gozo colectivo. La nona también danza y según ella es la llama que alberga el volcán y corre de un lado para el otro. Luego se transforma en agua y es el mar de en medio sobre el que bogan bajeles de San Juan. Luego se vuelve la tierra y el sofá vibra. Pero la nona termina sus elementos a ritmo de las cuatro estaciones porque según ella Vivaldi compuso música de reventón en el siglo XVII. “Ven, baila conmigo. A ver relájate ¡pero qué tieso!” La nona me enseñó a bailar disco y por la mañana lo practicamos a modo de ejercicio. “¿Qué tal eh? ¡Ni Jane!” Selma puede moverse muy ágilmente. Se nota que le gusta el ejercicio. “Todo es cosa de detenerse a oír. Más arriba. La casa vacía conserva el eco de las voces que la habitaron, hasta el susurro que hizo el pétalo que cayó sobre la superficie brillante de la mesa” —y brinca cambiando el paso. Cada día crece el número de víctimas. Las cifras nos recuerdan diariamente que nadie está a salvo. “Alegres por la mañana, muertos por la tarde” —dice Selma, detenida ante el carrusel del que cuelgan varios esqueletos y un torero valentón. A papá lo avergonzaba la espontaneidad de su madre, pero el sofá en cambio cada día respingaba menos. “¡El regreso de los viejos!” Entonces aparece Mamá Anselma y es otra cosa. “Es una lástima que Paco haya muerto” —le dice como si le hablara a una mosca. “Paco era… fue tu tío. Murió pequeño, menor que tú” —mamá me informa. La epidemia transforma la vida más que una revolución. Lo que era imposible hoy es cotidiano. Selma canta en el balcón, abre los brazos, sonríe desmesuradamente. No podemos aburrirnos. Desde que llegó la vida en familia se hizo una fiesta de disfraces. La nona es Mamá Anselma y Selma y la hechizada que se adentró en otra esfera. “A veces creo estar en medio de una conversación con tu abuelo y me quedo esperando su respuesta y sé que mientras aguardo nos morimos.” En Estados Unidos el presidente aconsejó inyectarse desinfectante contra el virus. Increíble pero cierto. “Yo vi —declaró en una de sus apariciones televisivas— cómo mataba el bicho en cosa de nada. Yo lo vi. Lo mismo puede adentro o embarrado’. “Tú que me escuchas, yo que te hablo y ellos que se internan al otro lado del río. ¿Qué soñaste anoche?” Permanece atenta a voces que sólo ella escucha. “Paco ven acá —me dice papá— no creas todo lo que dice la nona. “Y esos bailes…” “Te llamarás Gudelio —le dice Selma a papá— Gudelio el fodongo.” Mamá mira el suelo. Extraordinario porque no sucede nada, el sofá no se mueve un ápice. En el gran encierro el mundo encogió y no sabemos qué sucederá en otoño. “A la cama” —Selma rompe su silencio alucinado—. Cruza la sala y aplaude repitiendo: “¡A la cama!”, como quien encabeza el desfile. Cuando le preguntamos por qué si apenas es mediodía responde “porque es por la noche” y la seguimos. Quizá eso signifique el naufragio de los días que pueden ser nocturnos y las noches diurnas. Con el retorno de los viejos nunca se sabe.
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Imagen de portada: Jane Horton, Madre, abuela (detalle), 2010. CC