La grabación comienza con el tintineo de la voz de la joven soprano que canta a capela en chino. Es una melodía de Los miserables, “La canción del pueblo”, pero la letra es sobre los derechos de las mujeres:
¿Eres igual que yo? Creemos en un mundo con equidad, ésta es una canción de libertad y dignidad, ¡una canción para todas las mujeres!
La activista feminista de veinticinco años Li Maizi compartió “Una canción para todas las mujeres” en chats feministas a través de la aplicación de mensajes más popular en China, WeChat, a mediados de abril de 2015. La acababan de liberar después de haber pasado un mes en detención junto con otras cuatro activistas feministas: Wu Rongrong, Zheng Churan, Wei Tingting y Wang Man. En su canción, que se ha convertido en el himno del movimiento feminista en China, le comunicaba al gobierno chino que, a pesar de las amenazas constantes y las repetidas interrogaciones durante su confinamiento, se mantenía incólume.
Las autoridades chinas encarcelaron a las cinco activistas porque planeaban conmemorar el Día Internacional de la Mujer, el 8 de marzo, regalando estampas contra el acoso sexual en metros y autobuses. Cuando las arrestaron, las cinco mujeres eran casi desconocidas. Si no las hubieran encarcelado, sus actos posiblemente habrían pasado inadvertidos. Al reprimir a estas mujeres totalmente anónimas, sin embargo, el gobierno chino detonó la creación de un nuevo y poderoso símbolo de la oposición al Estado patriarcal y autoritario: las “Cinco Feministas”. Si los líderes chinos pensaron que podrían aplastar al incipiente movimiento feminista arrestando a cinco mujeres en Pekín y otras dos ciudades, estaban muy equivocados. Las noticias del arresto de las Cinco Feministas se propagaron mundialmente a través de redes sociales. Hubo marchas en protesta a su arresto en Estados Unidos, Reino Unido, Hong Kong, Corea del Sur, India, Polonia y Australia. Muchas de las grandes cadenas mundiales de noticias cubrieron el arresto de estas mujeres.
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No hay manera confiable de medir la prevalencia del acoso sexual en China, sin embargo, algunas encuestas son reveladoras. Una de 2016, que hizo la organización no gubernamental Asociación para la Planeación Familiar de China y en la que participaron casi 18 mil estudiantes, demostró que más de un tercio de las estudiantes universitarias había experimentado algún tipo de acoso o violencia sexual; según el sitio web de noticias Sixth Tone, avalado por el gobierno, los hechos más comúnmente reportados fueron el “acoso sexual verbal”, “ser forzada a besar a alguien o a tocar sus partes privadas” y “ser forzada a desnudarse o a mostrar partes privadas”. En marzo de 2018, el Centro Cantonés de Educación de Género y Sexualidad (que fundó Wei Tingting, de las Cinco Feministas), junto con el Festival de Cine de Mujeres de China, realizó una encuesta en la que participaron más de cuatrocientas periodistas. Los resultados revelaron que 80 por ciento había sido víctima de “comportamientos, requerimientos, lenguaje, acercamientos no verbales y contacto físico, todos con intenciones sexuales, sin consentimiento por parte de sus colegas o superiores”. Y una encuesta de 2013 reveló que hasta 70 por ciento de las trabajadoras de las fábricas de Cantón había sufrido acoso sexual, según el China Labour Bulletin. (Después del arresto de las Cinco Feministas, también cerraron el centro que llevó a cabo esta encuesta, el Centro Girasol de Mujeres Trabajadoras.)
La experimentada estudiosa de los derechos de las mujeres Feng Yuan, que ha trabajado durante décadas para combatir la violencia doméstica y la discriminación de género en China, cree que “99 por ciento de las mujeres chinas” ha sufrido algún tipo de acoso sexual. Pero la legislación china carece de una definición clara de acoso sexual, lo que hace prácticamente imposible que las víctimas tengan éxito ante la corte al demandar. Como demuestran la fuerte censura al movimiento #MeToo en China y el arresto de las Cinco Feministas, el tema del acoso sexual todavía se considera políticamente delicado. El gobierno chino dice que una de cada cuatro mujeres casadas es golpeada por su pareja, si bien la incidencia real de la violencia se estima más alta, según activistas. China aprobó su primera ley nacional contra la violencia doméstica en diciembre de 2015 y la implementó en 2016. Pero esta ley casi no se aplica, las órdenes de restricción son muy difíciles de obtener y la mayoría de los refugios para víctimas de violencia familiar del país nunca se ha usado, según un estudio sobre la implementación de dicha ley que realizó la organización de Feng Yuan, Wei Ping (que significa equidad), durante dos años. Además, la ley contra la violencia doméstica no menciona la violencia sexual ni considera como crimen la violación conyugal. No debería sorprendernos, entonces, que las experiencias de acoso sexual, violación y violencia doméstica hayan sido formativas para la mayoría de las activistas feministas chinas. Como muchísimos niños en China, Li Maizi nació en una familia con una larga historia de abuso. Li vivió en las montañas del distrito Yanqing, fuera de Pekín, hasta los tres años, bajo el cuidado de su cariñosa abuela, quien la mimaba tanto que la llevaba consigo a todas partes, cargada en la espalda, incluso a su trabajo diario en el campo. Su abuelo llegaba en las tardes y golpeaba a la abuela. También golpeó a sus hijos (el padre de Li y sus tíos) y ellos crecieron creyendo que el abuso doméstico era normal. Así que el padre de Li también golpeaba a su esposa. Li se mudó con sus padres a un pueblo más cerca de Pekín cuando tenía tres años, pero cuando cumplió siete la enviaron de regreso a las montañas para que fuera a la escuela y vivió con su tío. Como su familia no era propietaria de ninguna tierra y sólo rentaba en el distrito de Shunyi, su domicilio (hukou) estaba registrado en Yanqing y las reglas gubernamentales estipulaban que debía asistir a la escuela allí. Pero su tío era violento y la golpeaba seguido, si bien no golpeaba a su propia hija, que era cuatro años menor. Una vez quemó el cuaderno de tareas de Li en el kang, una construcción muy común en el campo que funciona como horno para calentar las camas durante el invierno. “Mi tío me pegaba porque yo tenía ideas propias y lo desobedecía”, dice Li. “Quería que hiciera el quehacer de la casa pero yo le decía que no, que por qué tenía que trabajar para él.” Le dijo a sus papás, pero se lo tomaron a la ligera y no intervinieron. Li se sintió abandonada y sola; la trataban como a una extraña, no tenía amigos y había tan pocos recursos en su escuela que un solo profesor daba todas las clases de todos los grados. Pero incluso cuando sus padres lograron comprar una casa y regresó a vivir con ellos, en cuarto año, continuaron los problemas. A pesar de su corta edad, sabía que le gustaban las niñas y sus compañeros pensaban que ella era “diferente” y la molestaban constantemente. “Si alguna vez te pega alguien, tienes que regresarle el golpe”, fue el consejo de su papá.
Un día, cuando Li estaba cosechando cacahuates en el campo, un niño del pueblo que siempre la molestaba finalmente le colmó el plato y Li le dio un puñetazo. Su nariz comenzó a sangrar. “Toda su familia estaba allí, alrededor de nosotros, viendo, pero simplemente no me importó”, dijo. “Estaba muy enojada.” Cuando el hermano mayor del niño vio lo que había pasado, se acercó y golpeó a Li. Luego, el papá de Li golpeó al hermano mayor. “Todo esto sucedió en un lugar público, todos estaban viendo y yo también”, dice Li. “No sabía si sentirme mal por el hermano o feliz porque me habían vengado.” Después de este incidente, Li nunca dudó en defenderse cuando la molestaban, fuera niña o niño, incluso cuando los niños eran mucho más grandes y fuertes físicamente. “Cuando no tienes a nadie que te defienda, no puedes ser cobarde”, dice. “Nunca hay que rendirse. Nunca hay que someterse.” Mientras tanto, el padre de Li comenzó a golpearlas a ella y a su madre. Medía más de 1.80m y era muy fuerte, pero Li no le tenía miedo para este momento. Una tarde, cuando iba en la secundaria, Li estaba en casa de una chica que le gustaba y se dio cuenta de que ya casi era la hora de la cena. Su papá se enojaba mucho si no llegaba a tiempo para la cena. “Finalmente, era una niña”, observa Li. Se subió a su bicicleta y pedaleó frenéticamente a casa, recorriendo casi ocho kilómetros en quince minutos. En cuanto entró por la puerta, su padre comenzó a gritarle y ella alzó de inmediato sus dos puños, firme en su posición y viéndolo a los ojos. Su papá la pateó. Salió volando de la sala al cuarto de junto. “Lloré, pero me negué a someterme”, dice. Cuando Li estaba en la preparatoria, a los diecisiete años aproximadamente, tuvo una discusión con su padre durante la cena y se levantó de la mesa para irse a su cuarto. “¡Pinche perra!”, le gritó su papá y siguió insultándola. Ella le gritó también. Su padre fue a la cocina y después entró a su habitación con un cuchillo grande en la mano que levantó por encima de la cabeza de ella. El abuelo y la madre de Li, ambos de estatura baja, se pararon flanqueando al padre, un hombre grande, tratando de separarlo de Li. “¡Vete! ¡Apúrate!”, le rogaba su mamá. Li no tuvo miedo, pero estaba tan impresionada de que su padre pudiera comportarse así que se paralizó. “¡Adelante, córtame en pedazos!”, le dijo, retándolo. Entonces notó la expresión de pánico de su mamá y pensó que estaba a punto de desmayarse. Li nunca había visto a su madre tan asustada, así que huyó. Anduvo en bicicleta hasta la casa de la chica que le gustaba y se sentó afuera, en la oscuridad. Le daba mucha vergüenza tocar la puerta. En algún momento, el padre de la chica notó que había alguien afuera y salió. “¿Quién anda allí?”, preguntó. “¡Tío!”, respondió Li, pero él no pudo ver quién era y regresó adentro. Pensó que nadie la rescataría nunca. Pedaleó hacia el parque público junto a la escuela primaria, con la determinación de pasar la noche acostada en el pasto. Era mediados de otoño y el aire estaba muy frío. Después de un rato, no pudo aguantar la temperatura y se fue a casa de su tía a pasar la noche allí. A la mañana siguiente fue a la escuela y se encontró a su mamá en la entrada, buscándola.
“Vi su cara de preocupación y me sentí culpable de haberla hecho sufrir tanto”, dice. “Pa podía morirse y no podría importarme menos, pero no podía dejar a Ma sufrir más.” Regresó a casa y, a partir de ese momento, su papá nunca la volvió a golpear. “Estaba ansioso porque yo era su única hija y, si me iba de casa, podría no volver nunca”, dice Li. “Ésa fue la primera vez en que sintió que la situación se había salido de control y simplemente dejó de hacerlo.” El padre de Li también dejó de golpear a su esposa, aunque seguía siendo violento de manera psicológica, con comportamientos como cerrar la puerta con llave y dejarla afuera cuando estaba enojado con ella. Cuando fue a la Universidad Chang’an, en Xi’an, una de las antiguas capitales de China, su vida se transformó. Se hizo amiga de otros estudiantes queer, se identificó públicamente como lesbiana y se convirtió en activista en un grupo de derechos LGBTQ. También descubrió el feminismo y comenzó a defender perspectivas feministas dentro de la comunidad LGBTQI. Durante su último año de licenciatura, en 2012, Li participó en muchas acciones feministas (ella y sus colegas activistas evitaron deliberadamente la palabra protesta). Ese año la policía la reportó a las autoridades de la universidad para que recibiera algún castigo después de que la detuvieran por haber organizado a un grupo de voluntarios para que ocuparan un baño público de hombres en el centro de Pekín. En la universidad ya la tenían identificada como alborotadora, pues fue la única estudiante de su generación que se negó a unirse al Partido Comunista. El vicepresidente de la universidad citó a Li en su oficina para hacerle una advertencia formal. ¿Le gustaría tomar un puesto de trabajo y estudio en el campus con una paga de 120 renminbi al mes (unos 20 dólares americanos) a cambio de abandonar su activismo feminista? Li se negó y le respondió: “¿Qué te parece esto? Mejor te doy 250 renminbi y me devuelves mi libertad”. Cuando se graduó, más tarde ese mismo año, supo que su llamado era convertirse en activista feminista lesbiana y luchar por los derechos de la mujer y la equidad en China. Cuando la conocí, en 2013, Li había comenzado a trabajar tiempo completo para la ONG Yirenping. Mientras comíamos en un restaurante de dumplings en un hutong (un callejón) estrecho en Pekín, afuera de su oficina, hizo bromas subidas de tono en las que resaltaba cómo el movimiento feminista en China estaba formado mayormente por mujeres cuya sexualidad no era la normativa. “Entran derechas y salen torcidas”, se rio, explicándome que el feminismo liberaba la mente de las mujeres y les hacía ver la posibilidad de elegir otros estilos de vida. Se quejó de lo cansado que era hablar con hombres heterosexuales porque China tenía un gran “cáncer de hombres heteros” (zhinan ai, que puede traducirse, aproximadamente, como “chauvinismo masculino heterosexual” o “masculinidad tóxica”) y después se rio con franqueza. Sin embargo, durante su detención en 2015 se volvió más comprensiva con su padre. Su abogado se reunió con él cuando la detuvieron y le dijo que los agentes de seguridad la estaban interrogando a altas horas de la noche, que no la dejaban dormir y que la maltrataban. Su padre enfureció al escuchar eso y amenazó con conseguir una pistola para vengar a su hija si los abusos continuaban. “Eso me conmovió mucho”, dice Li. “Es muy temperamental. Así es él.” Para ser una iconoclasta que constantemente se burla de la tradición china de la misericordia filial, Li es notablemente compasiva con su padre. Mientras que en su vida pública militaba en contra de la violencia doméstica y el acoso sexual, en su vida privada creía que su padre la amaba genuinamente. Era violento con ella y su madre porque lo habían educado como macho chauvinista, explicaba. A veces sentía que la violencia combativa de su padre la había entrenado para sus propias batallas, contra los agentes de seguridad durante su detención, por ejemplo. Se había encontrado con una amenaza aún mayor que su padre (la violencia política del Estado autoritario y patriarcal) y sentía que éste era el enemigo más peligroso, contra el que debía luchar. Dada la historia singular de Li de persecución en muchos frentes, podía comprender sus sentimientos profundamente contradictorios hacia alguien que estuvo cerca de matarla. “Mucha gente me pregunta por qué me convertí en activista del feminismo, pero para mí, siempre he estado en resistencia. La resistencia ha sido mi vida diaria”, dice Li. “Si no resisto, ¿quién soy?” Muchas de las activistas feministas que he entrevistado relatan historias de abuso durante su juventud o infancia, lo que más tarde impulsó su intenso compromiso personal con el movimiento feminista emergente.
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Recuerdo una conversación con Li Maizi, en 2016, cuando hablamos sobre cuántas mujeres en China son violentadas sexualmente y sin embargo, cuán pocas expresan públicamente su experiencia. “En China, la cultura de violación es tan fuerte que la mayoría no se atreve a hablar sobre agresión sexual porque temen que las culpen por lo que les pasó”, dijo Li. Quizás el ejemplo más prominente sea el de la actriz Bai Ling, quien fue parte de una compañía de teatro del ejército en el Tíbet de los catorce a los diecisiete años de edad. En 2011 le dijo a la Associated Press que varios generales del Ejército Popular de la Liberación le daban alcohol a ella y a otras niñas de la compañía y abusaban de ellas sexualmente. Una de las violaciones tuvo como consecuencia un embarazo que ella interrumpió. Bai Ling se había mudado a los Estados Unidos y tenía 44 años de edad cuando habló por primera vez de los abusos. “Debido a la cultura de la obediencia en China, una no hace preguntas”, dijo. “Obedeces.” Con la campaña global #MeToo, en 2017, un grupo de mujeres conocidas por el público de Hong Kong comenzó a hablar sobre sus experiencias. En noviembre de ese año, una exmiss Hong Kong, Louisa Mak, reveló que de adolescente la habían acosado sexualmente durante una gira por China. La campeona de carrera de vallas Vera Lui Lai-yiu relató que su entrenador la había acosado sexualmente cuando ella tenía apenas trece años. La periodista Sophia Huang Xueqin en Cantón habló sobre un colega suyo, de mayor rango, que había abusado sexualmente de ella en el cuarto de un hotel durante un viaje de negocios. Huang comenzó su propia encuesta en 2017 sobre acoso sexual entre periodistas mujeres en China, misma que unió a la del Centro Cantonés de Educación de Género y Sexualidad. La gran mayoría de mujeres dijo que no había reportado el acoso sexual a los administrativos por miedo a que esto arruinara sus carreras.
En 2018 una egresada de la Universidad de Beihang, Luo Xixi, publicó en internet un ensayo personal sobre el acoso sexual que sufrió por parte de un profesor, Chen Xiaowu. Hace más de una década, narra Luo, su profesor la había llevado fuera del campus y había intentado tener relaciones sexuales con ella. Chen negó la acusación pero la Universidad de Beihang anunció que había “violado severamente” su código de conducta y lo despidieron después de que muchas más estudiantes se acercaran a denunciarlo por acoso sexual. Aunque Luo Xixi vive en Estados Unidos, su ensayo se hizo viral e impulsó a miles de estudiantes y exalumnas a lo largo de China a firmar peticiones de #MeToo, en una manifestación poco común de acción colectiva contra el acoso sexual. Pero estas peticiones en su mayoría no implicaban que las mujeres se identificaran públicamente como sobrevivientes de acoso sexual. Como en casi todos los países, en China hay un concepto social de la “víctima perfecta de violación”. Si una mujer que ha sufrido abuso sexual se viste de manera incorrecta, dice algo incorrecto, usa un tono de voz incorrecto, mira a alguien de manera incorrecta, frecuenta un lugar incorrecto, sale a una hora incorrecta, toma demasiado o no lleva chaperón, entonces la culpan de haberlo “pedido”. “Tienes que ser muy fuerte emocionalmente, además de tener el apoyo de una ONG para hablar sobre abuso sexual; de otra manera, vas a estar hasta el cuello de ataques humillantes”, dice Li Maizi. Añade que van a pasar probablemente muchos años antes de que las mujeres chinas puedan discutir abiertamente y de manera pública el profundo trauma que dejan el acoso y el abuso sexual. Li dice a menudo en sus campañas contra la violencia de género que “nuestros cuerpos son nuestro campo de batalla”, inspirada en la fotografía en blanco y negro de un rostro de mujer, e impresa en serigrafía, de Barbara Kruger, de 1989, titulada Your Body Is a Battle-ground [Tu cuerpo es un campo de batalla]. El abuso prolongado al que Li estuvo sometida en su infancia muestra que ésta es una verdad literal para ella, y para muchas mujeres en China y en el mundo. Ella y las demás integrantes de las Cinco Feministas fueron encarceladas por organizar un evento que ponía de relieve el severo problema de abuso sexual en China y que consistió en regalar estampas con mensajes sobre abuso sexual para que la gente se las pegara en el cuerpo.
Fragmentos tomados de Leta Hong Fincher, Betraying Big Brother. The Feminist Awakening in China, Verso Books, Nueva York, 2018. Se reproduce con autorización.