Llegamos temprano a la residencia. Nos sirvieron el desayuno en una terraza soleada con vista a los árboles de Coyoacán, algunos enormes. Papaya con yogurt y luego unos huevos revueltos con jamón y frijoles refritos. Me di cuenta de que mi madre quería tomar su té pero no sabía cómo deshacerse de la bolsita, así que se la quité de las manos y la puse sobre mi propio plato. “Tómate tu té, mamá, y también las medicinas, por favor”, le dije. Lo hizo y se fue relajando. Como sé que el pasado la reconforta, le hice recordar a su padre, mi abuelo, y cómo cuando estaba de malas decía “Caramba, che” o “¡La gran siete!”. El calmante y el viaje al pasado surtieron efecto. Yo también me sentía aliviado, pues apenas media hora antes se había puesto de pie y, agarrando su bolsa, me reñía indignada: “¡Tú qué te crees!, ¿a qué me has traído a este lugar? Tengo mi casa”. Yo respiraba hondo mientras el personal me miraba a la distancia con aire de haber presenciado esta escena en incontables ocasiones: una señora reclamándole a su hijo la visita a una residencia para adultos mayores, llena de viejitos y enfermeras. Por más que la vida nos añada al elenco de escenas inverosímiles, es fácil creer que es uno el que decide qué papel habrá de interpretar. Pero no siempre es así; y ahora ese hijo era yo. La realidad hace añicos nuestros propósitos e ilusiones todo el tiempo. Lo primero que orilla a las personas mayores a perder su independencia es la enfermedad. Están, por supuesto, las enfermedades que azotan a la población en general, como la diabetes o la hipertensión. Pero la edad trae más complicaciones: según la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica del 2014, 26 por ciento de los adultos mayores sufre alguna discapacidad o dificultad para caminar (65 %), ver (41 %) o escuchar (25 %). Luego vienen las enfermedades agrupadas como “demencia”, de las cuales la más frecuente (60 %) es el Alzhei- mer. Depósitos de proteínas impiden el funcionamiento de neurotransmisores y causan la pérdida de memoria, en especial aquella a corto plazo. Sí, las personas preguntan lo mismo y repiten mucho, pero el daño es más complejo. Sin la capacidad de hilar ideas, se pierde el pensamiento ejecutivo, es decir, la habilidad para tomar decisiones que impliquen varios pasos. Esto los hace menos aptos para planificar su futuro y anticipar una solución sostenible, como una casa hogar. El futuro, tanto como el pasado, es un ejercicio imaginativo y, al no poder realizarlo, las personas con Alzheimer pierden su propia narrativa. A ojos de los demás, la demencia se vuelve la identidad de quienes la sufren. Hablan frente a ellos como si no estuvieran, dicen incluso que es un daño colateral de la extensión en la expectativa de vida. Un comentario cínico, pero que explica la creciente prevalencia de esta enfermedad que, justamente por su incidencia en edad avanzada, ataca más a las mujeres (65 %), cuya mayor longevidad no es la única explicación, sin embargo; también el gen APOE-4 las hace más vulnerables. Además, la mayoría (70 %) de cuidadores de pacientes y ancianos son mujeres (como ha mencionado el presidente), lo que las coloca en condiciones de daño colateral también en términos sociales. El número de pacientes que sufren esta enfermedad rondaba los 800 mil en 2015, según el World Alzheimer Report. Datos del gobierno federal hablan de 350 mil,1 pero probablemente sea porque la página no está actualizada más que cosméticamente. Si la prevalencia es de 7.3 por ciento, como afirma un documento del doctor Luis Miguel Gutiérrez Robledo, director del Instituto Nacional de Geriatría en México y médico de mi madre, debemos suponer que hay 1.2 millones de personas enfermas de Alzheimer en la actualidad.2
Recordamos la casa de la calle Lanza, con su zaguán helado y una pileta al centro donde el gato ofrendaba de vez en cuando un ratón. En el antecomedor —porque al comedor y al living no se entraba jamás— ella y sus hermanas tomaban mate de coca acompañado de una galleta, y en la cocina mi abuela amasaba queques, tallarines y empanadas. En esa misma mesa se sentaba el hermano de mi abuelo, que había contraído malaria en la Guerra del Chaco3 y luego desarrollado alucinaciones durante las cuales (según sus propias palabras, agarrado del borde de la mesa) “se iba”. En esos tiempos, y en casas como la de la Lanza, la familia extendida podía cuidar a un enfermo como a mi tío abuelo. El clan multigeneracional atendía a sus miembros vulnerables, como los viejos, niños sin padres y hasta algún cuñado desempleado.4 La familia atomizada reemplaza esta capacidad solidaria con psicólogos, niñeras y, lo que nos atañe, casas hogar. Los números respecto a los hogares siguen patrones similares a los de los enfermos. Según el Directorio Estadístico Nacional de Unidades Económicas, hay 819 asilos en todo México (es decir, aproximadamente uno para cada mil pacientes de Alzheimer en el país). Según el Censo de Alojamientos de Asistencia Social, este número es de 1 020 casas (Inegi 2015). Yo empecé a buscar y visitar hogares en zonas de menor altitud que la Ciudad de México, como Tepoztlán y Cuernavaca, pensando que serían más baratos pero todavía a distancia aceptable de un hospital. Algunos resultaron verdaderos vergeles, hoteles de campo habilitados con barandales y rampas para sillas de ruedas. Otros, casas informales transformadas en vecindad sin apenas un letrero en la puerta. El negocio abarca desde inversionistas de bienes raíces que cobran de 40 a 60 mil pesos mensuales por la estancia e incluyen servicios como nutriólogo, tintorería y salón de belleza, hasta personas con vocación de atención que reciben a viejitos en su casa por montos de 8 a 12 mil pesos y los ponen frente a la televisión. Los resultados de mi búsqueda en la ciudad se ordenaron en una hoja de Excel con 36 hogares. Visité los más cercanos a mi propia casa, peiné la San José Insurgentes, Guadalupe Inn, Chimalistac y Coyoacán. Las diferencias entre establecimientos radican en el grado de independencia de sus residentes, lo que a su vez depende de su salud, situación familiar y, por supuesto, ingreso. En lo que todos son idénticos es en la condescendencia y mochería con que los cuidadores tratan a sus pacientes. Los tratan como a niños… niños en la sala de espera de la muerte. Es difícil probar la causalidad, pero en general puede afirmarse que la transición de casa propia a casa hogar acorta la vida.5 El caso extremo fue ejemplificado en España durante la pandemia, donde el Ministerio de Salud reportó la muerte debida al COVID-19 de unos 19 mil ancianos que vivían en residencias, el 65 por ciento del total de decesos del país.
Las casas hogar son la última opción para muchas personas mayores. En ausencia de la familia, un adulto mayor puede estar mejor rodeado de sus pares que solo en su casa, aun si puede costearse una cuidadora. Y sí, tal vez este cambio acorte su vida. Pero extender la cantidad a costa de la calidad de vida es una falsa compasión que sólo les lava las manos a los familiares del enfermo. Recientemente leí la declaración de un cuidador que dice que no importa que los familiares visiten o abandonen a sus padres, pues de todos modos éstos no se acuerdan; algo que además de cínico es falso.6 Aunque al poco rato lo olviden, los enfermos de Alzheimer se ven claramente más felices cuando reciben atención y cariño. Vivir es más que recordar. Sentado al sol en esa residencia en Coyoacán, mi propia mente se extravió en medio de preguntas sobre la relación entre identidad, memoria y dignidad. Pero de pronto todo quedó resuelto. A mi lado estaba mi madre, sonriente y con los ojos brillantes, escuchando con atención a un señor muy guapo —alto y de ojos verdes— relatar por enésima vez cómo montaba a caballo de niño en Guerrero. Así que aún es capaz de vivir una vida, su propia vida, aunque sea en trozos y lejos del rol —madre, esposa, abuela— que nosotros le hemos asignado. Después de pasar el día en la residencia, volvimos a casa de mi madre de muy buen ánimo. Al día siguiente la llamé para ver cómo se sentía, dudando si me diría algo respecto a la visita del día anterior, si siquiera la recordaría. Se encontraba desayunando en su antecomedor, en la casa que lleva habitando cerca de 40 años. Me dijo que había tomado té y un poco de pan con mantequilla y dulce. Pero sentí algo en su voz, estaba desorientada. ¿Qué pasa?, le pregunté. ”Ven por mí, hijito”, me contestó, “no sé dónde estoy, llévame a mi casa”.
Imagen de portada: Jardín en una residencia para personas mayores. Fotografía de Jacquiann Beaver. Cartridge Save, 2018 CC
Luis Miguel Gutiérrez Robledo e Isabel Arrieta-Cruz, “Demencias en México: la necesidad de un plan de acción”, Gaceta Médica de México, vol. 151, núm. 5, 2015, pp. 667- 673. ↩
Guerra territorial entre Bolivia y Paraguay, ocurrida entre 1932 y 1935. ↩
Para una discusión interesante de la “familia nuclear”, ver “The Nuclear Family Was a Mistake”, de David Brooks, en The Atlantic, marzo 2020. Disponible aquí ↩
Según el estudio “The transition from Home to Nursing Home: mortality among people with dementia”, en The Journals of Gerontology, mayo 2000, la muerte aumenta aun descontando otros factores de riesgo. ↩
Los dos comentarios cínicos en este artículo vienen de “Dementia: The perils of oblivion”, The Economist, agosto 2020. ↩