Cuando llegamos al concierto de Suzi Analogue no hay más de diez personas en The Haunt, casi todos apoyados en la lustrosa barra de madera. La última vez que estuve en esa sala fue para un festival de música punk organizado por la universidad en el invierno de 2016, pocos días antes de que Trump ganara las elecciones. La edad promedio del público era de 50 años, y todo el evento exudaba la nostalgia de algo que ha muerto y ha sido criogenizado sin que nadie se entere; en algún momento, tal vez el más vital de la noche, Exene Cervenka, ex miembro de la banda punk de los setenta X, subió al escenario y empezó a arengar a favor de Trump en medio de sus canciones. Fue un momento extraño, discordante y también profético: muchos daban por sentado que Estados Unidos tendría pronto la primera presidenta de su historia. Desde entonces parece que el mundo cada año nos sorprende con tramas cada vez más delirantes y sombrías y que cada vez es más difícil hacerse a la idea de un futuro. Ahora es nuevamente invierno —siempre es invierno en Ithaca— y las noticias son otras, no menos inquietantes: ya hay 89 casos confirmados en la ciudad de Nueva York y el gobernador ha declarado estado de emergencia. No está claro lo que eso significa, porque la vida sigue igual que antes: las clases, los viajes, el transporte público, las conferencias. Y los conciertos. No se lo he dicho a mis amigos, pero llevo sanitizador en el bolsillo de la chamarra a manera de amuleto. Nos reímos juntos de esta amenaza que nos va cercando de a poco; no hemos parado de hacer chistes frenéticos sobre el coronavirus. A veces ellos también se ríen de mí: Tú sí estás preocupada, ¿verdad? ¿Lo estoy? Antes de venir al concierto, mientras preparaba mi clase sobre zombies con un ojo puesto en la tele, mi atención se detuvo en una entrevista con la directora del Centro de Enfermedades Respiratorias. Su tono y su mensaje transmitían una urgencia que no tienen los discursos del gobernador de Nueva York, que sigue repitiendo la máxima de que “el peor enemigo es el pánico”. ¿Qué tiene para decirle a la gente que ha empezado a almacenar comida o medicinas?, le preguntó el presentador. Este es el momento para que la gente empiece a prepararse, dijo ella. ¿Tal vez yo también debería estar preparándome en vez de estar en un concierto? Todo suena irreal y a la vez aterradoramente próximo. Cuando me gana la angustia se me ocurre que el gobierno debe tener un plan de contingencia; por algo este es el imperio. Después recuerdo que quien está a cargo del imperio es alguien que no cree en la ciencia y que ha dicho que el virus es una farsa. Las imágenes infernales llegan desde China como si fueran una transmisión de otro planeta, uno que tiene poco que ver con el nuestro, y me doy cuenta de que si allá ha pasado, no hay razón para que no suceda aquí también. Con el añadido de que aquí, en esta país tan rico, no hay seguro universal de salud ni protecciones laborales. Sé que esta es nuestra despedida. Creo que mis amigos también lo saben. En medio de los extraños que empiezan a llenar a medias la sala y con los que no podemos evitar rozarnos, estamos diciéndole adiós al mundo conocido para abrazar un orden nuevo y todavía indefinible que se acerca en el horizonte a la velocidad de un tsunami. Por eso, cuando Suzi Analogue sube al escenario frente al sintetizador, gloriosa en su traje mitad blanco y mitad negro como un hermoso arlequín extraterrestre, todos dejamos de hablar y nos fundimos en la cascada hipnótica del sonido.
Estoy a punto de ir al campus a reunirme con una estudiante cuando leo el mensaje: las clases se han suspendido por tres semanas mientras hacemos la transición a la enseñanza online. La presidenta de la universidad implora a los estudiantes regresar con sus familias cuanto antes y observar un riguroso distanciamiento social. La estudiante me escribe preguntándome si vamos a mantener la reunión. Me cuesta tomar la decisión (todo el tiempo dudo de mí misma: ¿no estaré exagerando?), pero finalmente la cancelo. Más tarde tenemos una reunión de la facultad, la primera de muchas vía Zoom. Es raro ver a mis colegas con sus mascotas, sus bebés, su ropa de entrecasa. Organizo en mi mente todo lo que quiero hacer las próximas tres semanas: tengo ensayos que corregir, trabajo atrasado que entregar. Qué poco imagino que voy a pasar las próximos días pegada a las noticias, insomne, inútil, incrédula ante la magnitud del horror.
Lo primero que se desordena es el tiempo: todos los días parecen el mismo día, y todos los atravieso en una paradójica mezcla de sonambulismo e hipervigilancia. Me despierto en medio de la noche a leer obsesivamente las noticias. El Sociópata Mayor se lamenta de que ser presidente es muy duro para un multimillonario mientras que la tasa de desempleo en Estados Unidos alcanza cifras distópicas y los enfermos inundan los hospitales. Hay filas enormes frente a las tiendas de armas: en este país la gente no solo se encierra con montañas de papel higiénico sino también con pistolas. Ahora que las mujeres volvemos a estar encerradas parecen inverosímiles las emocionantes marchas del 8M de hace apenas unas semanas y los casos de violencia de género se multiplican. La pandemia se traga nuestras reivindicaciones y nuestras luchas. A veces salgo a caminar con Ed: los estudiantes que se quedaron continúan haciendo fiestas en los porches, desafiando la prohibición. Nunca hubo tantas fiestas como los días después de que el estado pidiera distanciamiento social. Cerca de mi casa un grupo de jóvenes acuchilló a un chico de ascendencia asiática en un ataque racista, alentado por la retórica de este gobierno que insiste en llamar “el virus chino” a la plaga. Una amiga francesa que no ha salido de su apartamento desde que cancelaron las clases me dice que ha estado buscando vuelos a París. ¿Vas a regresar ahora?, le pregunto alarmada. Tengo miedo de que aquí haya disturbios, todo el mundo está comprando armas —me dice—, al menos en mi pueblo en Francia voy a estar a salvo. Deberías salir a caminar, vas a ver que todo está tranquilo allá afuera, intento apaciguarla. Pero horas más tarde, sentada frente a las ventanas sin cortinas de la sala, empiezo a ver mis propios fantasmas. Me siento expuesta, vulnerable. Como mi amiga, yo también experimento el impulso primal —animal— de la fuga, pero ¿adónde? En Bolivia han anunciado que hay menos de cincuenta respiradores en todo el país; los médicos y los hospitales se niegan a atender a los primeros enfermos y hay quienes quieren quemar la casa de una mujer que llegó infectada de Europa, donde trabajaba cuidando ancianos. En medio de la siniestra quietud de estos días, a veces también hay acontecimientos. Un castor corre entre las tumbas del viejo cementerio un día de lluvia. Un soberbio cardenal aterriza sobre las campanitas chinas. La humilde suculenta monocárpica que crece en una maceta en la cocina florece por primera vez en cuatro años: una noche le nace un bulbo largo y misterioso. El tiempo adquiere otra consistencia, se encoge y se alarga como ciertos momentos de abrumadora intensidad en los que pasa muy poco a la vez que todo está pasando. Fugazmente vuelvo a sentir el tiempo de la infancia.
Hay días en que prefiero ver a los amigos a sobrevivir. Así que nos vemos. Tentativa, eufóricamente, volvemos a vernos. En un tiempo en que los republicanos nos exigen sacrificar la vida para salvar la economía —algunos estados están declarando el cese de la cuarentena a pesar de que vamos por más de un millón de infectados y 66.000 muertos—, la arriesgamos de vez en cuando por nuestro propio deseo. Esos breves encuentros medio clandestinos me ayudan a soñar —a veces tímida, a veces furiosamente—, en aquello que parece clausurado: el futuro.
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Imagen de portada: Una casa en Ithaca. Fotografía de Violaine M., 2009. CC