dossier Espías JUN.2024

Espías: Marlowe como botón de muestra

Julieta García González

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I. MORIR DOS MUERTES

Bebieron cerveza —pálida y tibia, con un regusto acre, casi corporal— y compartieron empanadas, albondiguillas, algo de queso. Los tres, que en la primavera de 1593 aún no cumplían los treinta, rieron, se abrazaron, contaron chistes subidos de tono, se pellizcaron caras y muslos. Comenzaron en esa taberna por la noche y avanzaron enfiestados hasta que llegó la madrugada con la cuenta y la exigencia de un pago. Entonces el tono de sus voces cambió. En un santiamén estaban sobre la mesa al menos dos de ellos; uno tiraba del pelo del otro hasta que, también a la velocidad del rayo, la hoja de un cuchillo entró bajo el arco superciliar derecho del otro, en la parte más alta de la cuenca del ojo, y perforó el cerebro. El joven, un poeta, murió en el acto y su cuerpo fue a dar, unos días después, a la fosa común. Su muerte pudo ser distinta, una historia casi opuesta.

​ El poeta en cuestión, apenas un muchacho, fue Christopher Marlowe, Kit, y su segunda muerte ocurrió en la casa de huéspedes de Eleanor Bull, una mujer cercana al gobierno isabelino. Sabemos que lo acompañaban Ingram Frizer, Nicholas Skeres y Robert Poley, todos de la misma edad; también que bebieron vino y pasearon por los jardines y el huerto abrazados por el perfume de los manzanos en flor. La daga que sí le atravesó la cuenca del ojo era de Frizer, rápidamente exonerado en circunstancias más bien oscuras apenas unos días después. La primera muerte fue la versión oficial. Jamás sabremos por qué mataron a Marlowe en su segunda muerte, aunque bien pudo ser por algo que hizo o dejó de hacer en su empleo como espía.

Evelyn De Morgan, *Poción de amor*, 1903. De Morgan CentreEvelyn De Morgan, Poción de amor, 1903. De Morgan Centre


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Hay un retrato al óleo que cuelga en el Corpus Christi College de Cambridge. Nimbado por una melena rojiza y salvaje, un chico de ropas elegantes posa con los brazos cruzados sobre el pecho. Sus rasgos armoniosos serían dulces si no fuera por el gesto de burla o cinismo que se carga. En la parte superior izquierda del retrato dice “Quod me nutrit me destruit”: lo que me nutre me mata. Quizás se trate de Christopher Marlowe, el autor de Tamerlán el Grande y de la primera versión teatral del Doctor Faustus.

​ Marlowe nació en 1564, en Canterbury. Fue hijo de un zapatero y peletero con una forma de vida ni muy estrecha ni muy holgada. Resultó elegido entre los cincuenta “niños pobres agraciados con mentes aptas para el aprendizaje” que aceptó el King’s School, a donde ingresó en 1579. En pocos años amistó con gente de cierto relumbre y buena cabeza, con vínculos políticos y sociales importantes.

​ Estará siempre asociado a William Shakespeare porque compartieron año de nacimiento —Marlowe es mayor por dos meses— y porque se movieron en los mismos círculos. Kit colaboró con Shakespeare en al menos tres partes de Enrique VI, aunque es posible que hayan trabajado juntos en otras piezas; ambos sabían que el otro tenía talento. Quizás no fueron especialmente cercanos porque Marlowe alcanzó muy pronto el éxito gracias al montaje de Tamerlán, la historia del rey tártaro Timur, un hombre ambicioso y guerrero, siempre triunfante, cuyas fallas jamás se castigan. O quizás porque las capacidades de Marlowe lo arrojaron desde muy joven al círculo más cercano del secretario de Estado de Isabel I de Inglaterra: sir Francis Walsingham, operador de sus espías.

​ “En la Inglaterra isabelina”, dice Hilary Mantel, la celebrada autora de Wolf Hall, “los hombres le mentían a su reflejo: y Marlowe pertenecía al oscuro mundo del espionaje, donde cada acción directa se refleja en una traición, donde reina el agente provocador”.1

Retrato anónimo de hombre desconocido, probablemente Christopher Marlowe, 1585. Corpus Christi College CambridgeRetrato anónimo de hombre desconocido, probablemente Christopher Marlowe, 1585. Corpus Christi College Cambridge


II. TIEMPOS PROPICIOS, PERSONAS ADECUADAS

Se especula que Agatha Christie fue espía. En alguna de las sesenta y seis novelas de misterio y detectives que escribió, tocó asuntos relacionados con el espionaje verdadero que tenía lugar en Inglaterra. Las autoridades sospecharon de ella por los títulos que ponía a sus libros, los artilugios que empleaba para resolver crímenes y la forma en que el detective Hercules Poirot, creación suya, dilucidaba los embrollos.

​ Una escritora totalmente distinta fue espía de primer nivel durante la Segunda Guerra Mundial: Julia Child, autora del best seller El arte de la cocina francesa. En 1944 fue a dar a Ceilán (hoy Sri Lanka) y a otros parajes asiáticos. Ahí manejaba información privilegiada y se movía en los más altos rangos de la agencia precursora de la CIA, la Oficina de Servicios Estratégicos. Poco tiempo después se mudó a Francia y aprendió no solo a cocinar, sino a narrar los procesos culinarios poniéndolos al alcance de todos.

​ Ambas autoras vivieron y trabajaron en los periodos convulsos de las guerras, en el desconcierto que plantea un entorno donde es difícil esclarecer lo que es, lo que puede ser y lo que ha dejado de existir. A su vez fueron espiadas, vigiladas estrecha y seriamente. Porque eso son las guerras: tiempos propicios para el espionaje y la fragilidad.

​ Durante largos años, antes de que el mundo se recompusiera y cobrara el aspecto que le conocemos, las naciones vivían en estado perpetuo de guerra o amenaza de guerra. Así era la Europa del siglo XVI en la que Christopher Marlowe vivió, trabajó y murió.

​ Desde que Enrique VIII tomó la decisión de divorciarse y repudiar a Catalina de Aragón para casarse con Ana Bolena, en 1533, Inglaterra entró en una turbulencia de dobles traiciones, medias verdades, muertes misteriosas y delatores. Espiar se volvió una constante que solo se acrecentó con la muerte del rey, los breves reinados que le siguieron y la llegada al trono de Isabel, la Reina Virgen.

​ El reino estaba dividido en bandos de protestantes y católicos que defendían sus ideas con violencia. Era una época de mártires y adivinos, de visiones santas o demoniacas, en que la vida valía poco y mucho se arriesgaba a cada rato. Mantener a Isabel con la corona en la cabeza y la cabeza pegada al cuello fue un reto y un motor de vida para Sir Francis Walsingham, quien entró al servicio de la reina en 1573 y fue la primera persona en sistematizar y profesionalizar lo que hoy llamamos espionaje.

​ Francis Walsingham, nacido en 1532, fue un hombre de grandes dotes. Ingresó a la cámara más cercana a la monarca y, además de ser su secretario principal, fungió como secretario de relaciones exteriores, embajador plenipotenciario, administrador general de bienes y proveedor de recursos. La Corona española se expandía a todo vapor haciéndose rica con lo que la expoliación dejaba; Walsingham quería parte del botín, así que abrió el reino de Isabel a la exploración marítima y entabló relaciones diplomáticas y personales con holandeses, españoles y franceses, además de irlandeses y escoceses.

​ El secretario se rodeó de personas con ambición, principalmente jóvenes, y, consciente de su época, concibió una oficina de espionaje. Las amenazas a la reina y a la estabilidad de la Corona, falsas o verdaderas, eran múltiples. Antes de que Isabel subiera al trono, hubo complots para asesinarla. Lo mismo le ocurrió a María Tudor, la reina sangrienta, y a los monarcas previos. Las herramientas de las que echaban mano los espías eran pocas por entonces. Aunque Julia Child empleara papelitos escritos a mano durante sus años en el espionaje, estaba mucho mejor armada que los espías isabelinos, mejor preparada y más protegida.

​ Sin micrófonos ni cámaras fotográficas, quienes trabajaban para Walsingham se apoyaban en instrucciones claras, cierta disciplina, un recelo perpetuo y una organización que los apoyaba y amenazaba a la par. Quienes espiaban eran prescindibles. El círculo de Walsingham y sus colegas —gente sin amigos ni escrúpulos, guiada por una ideología férrea, dispuesta a defender a muerte la Reforma y el estatus de la reina— reclutó a personas notables. Se especula, por ejemplo, que Giordano Bruno fue uno de sus integrantes, si bien de forma temporal.

​ El joven Christopher Marlowe ofreció sus servicios al secretario y a quien los quisiera pagar. Fue acogido en el círculo de Walsingham, de eso no hay duda. A la par, escribía sus obras de teatro y hacía traducciones. Según los recuentos, fue un muchacho lleno de energía, sensual, ambicioso y más o menos presumido. Comenzó a recibir y gastar más dinero del que resultaba viable para sus condiciones, se ausentaba durante largos periodos, se metía en líos, le daba por llamarse ateísta en un momento crucial para las religiones. Declaraba en público “blasfemias”, como que Juan el apóstol había amado a Jesús “con un amor extraordinario” en una no tan velada alusión homosexual. También hablaba sin miramientos sobre la inexistencia de Dios. Mantel dice: “No era un asunto privado si un hombre creía en Dios. Un hombre sin religión puede pronto convertirse a cualquier religión: puede volverse papista, un subversivo, si se le habla en buen tono o se le ofrece un soborno jugoso… El ateísmo era incomprensible para una mente convencional: si no crees en Dios, tal vez creas en el diablo…”

​ Para Mantel, los escritores son las personas indicadas para ser espías, entre otras cosas, porque tienen la imaginación necesaria, saben observar y dedican buena parte de su día a eso, prevén escenarios y harían casi lo que fuera por un poco de dinero contante y sonante.

​ Marlowe era así con el agravante de ser joven, atractivo y peleonero. Lo apresaron en los Países Bajos por falsificar monedas y en Inglaterra por blasfemo. Sus servicios eran útiles o necesarios, así que una y otra vez lo rescataron personas que ocupaban cargos relevantes, librándolo de la hoguera, la evisceración y otras muertes comunes en su época. Hasta que un día tuvo que saldar una cuenta pendiente.

Paul Delaroche, *La muerte de Isabel I Reina de Inglaterra*, 1828. Museo del LouvrePaul Delaroche, La muerte de Isabel I Reina de Inglaterra, 1828. Museo del Louvre


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¿Para quién espiaba el muchacho de la cabellera alborotada? Cuando lo asesinaron atravesándole el cerebro, su empleador Walsingham ya estaba muerto y enterrado. Entonces comenzó un frenesí de espionaje, contraespionaje y dobles, triples, cuádruples agentes. El grupo patrocinado por el gobierno se volvió puros tentáculos y poca cabeza. La Reforma y la Contrarreforma estaban a tope, las amenazas contra el reino eran pan de cada día, lo mismo que los mendicantes que se arrojaban de rodillas en medio del camino para predicar nuevas religiones, creencias, posibilidades de contacto con el más allá. Había magos y ateos, piratas y enfermedades nuevas difíciles de asimilar, los enemigos de Inglaterra se hacían cada vez más ricos, las historias de nuevos mundos eran pasto para la fantasía y el temor. Así que controlar lo que la gente creía era dominar, en buena medida, a la misma gente; es decir, era controlar a quienes trabajaban el campo, los molinos, la producción elemental. Interferir con su fe era interferir con el aparato del Estado.

​ Los personajes de Marlowe saben cuando juegan con fuego y disfrutan estar cerca del peligro porque él mismo tenía la certeza de caminar sobre la cuerda floja. Su dominio de la poesía, su talento para hacer del verso blanco una arma poderosa que concitaba emociones, su adicción al riesgo, al cuerpo y la bronca lo distinguían del resto de sus colegas y lo hicieron presa ideal para los cazadores de espías. Este hombre arrogante, ducho con las palabras, sería apenas otra ficha de un ajedrez infinito de piezas desechables.

​ Christopher Marlowe, el poeta espía, debe haberlo tenido en mente cuando escribió en su Dr. Faustus: “Cuando el mundo entero se disuelva/ y toda criatura sea purificada/ los lugares habrán de ser infierno cuando no sean el cielo”.

Imagen de portada: Paul Delaroche, La muerte de Isabel I Reina de Inglaterra, 1828. Museo del Louvre

  1. Hilary Mantel, Mantel Pieces, “On Christopher Marlowe”, Harper Collins, Londres, 2020, p. 62.