Nosotros estamos aquí para recordar lo que sucedió y para declarar de manera solemne que “ellos” no deben volver a hacerlo. Pero ¿quiénes son “ellos”? Si todavía estamos pensando en los gobiernos totalitarios que dominaron Europa antes de la Segunda Guerra Mundial, podemos afirmar con tranquilidad que sería difícil verlos volver de la misma manera en circunstancias históricas diferentes. Si el fascismo de Mussolini se fundaba en la idea de un jefe carismático, en el corporativismo, en la utopía del “destino fatal de Roma”, en una voluntad imperialista de conquistar nuevas tierras, en un nacionalismo exacerbado, en el ideal de toda una nación uniformada con camisa negra, en el rechazo de la democracia parlamentaria, en el antisemitismo, entonces no me cuesta admitir que Alianza Nacional es, sin duda, un partido de derechas, pero tiene poco que ver con el antiguo fascismo (al que sí se remitía, en cambio, su progenitor, el Movimiento Social Italiano, MSI). Por las mismas razones, aunque estoy preocupado por los diversos movimientos filonazis que están activos aquí y allá en Europa, incluida Rusia, no pienso que el nazismo, en su forma original, vaya a reaparecer como movimiento que involucre a toda una nación. Sin embargo, aun pudiéndole derribar los regímenes políticos, y criticar y quitar legitimidad a las ideologías, detrás de un régimen y de su ideología hay una manera de pensar y de sentir, una serie de hábitos culturales, una nebulosa de instintos oscuros y de pulsiones insondables. ¿Es que todavía queda otro fantasma que recorre Europa (por no hablar de otras partes del mundo)? Ionesco dijo una vez que “solo cuentan las palabras; lo demás son chácharas”. Las costumbres lingüísticas son a menudo síntomas importantes de sentimientos no expresados. Déjenme preguntar, entonces, por qué no solo la Resistencia sino la Segunda Guerra Mundial en su conjunto han sido definidas, en todo el mundo, como una lucha contra el fascismo. Si vuelven a leer Por quién doblan las campanas, de Hemingway, descubrirán que Robert Jordan identifica a sus enemigos con los fascistas, incluso cuando piensa en los falangistas españoles. Permítanme que le ceda la palabra a Franklin Delano Roosevelt: “La victoria del pueblo norteamericano y de sus aliados será una victoria contra el fascismo y contra ese callejón sin salida del despotismo que el fascismo representa” (23 de septiembre de 1944). Durante los años de McCarthy, a los norteamericanos que habían participado en la Guerra Civil española se los definía como “antifascistas prematuros”, entendiendo con ello que combatir a Hitler en los años cuarenta era un deber moral para todo buen americano, pero combatir contra Franco demasiado pronto, en los años treinta, resultaba sospechoso. ¿Por qué una expresión como “Fascistpig” la usaban los radicales norteamericanos incluso para referirse a un policía que no aprobaba lo que fumaban? ¿Por qué no decían “Cerdo cagoulard”, “Cerdo falangista”, “Cerdo ustacha”, “Cerdo Quisling”, “Cerdo Ante Pavelic”, “Cerdo nazi”? Mein Kampf es el manifiesto completo de un programa político. El nazismo tenía una teoría del racismo y del arianismo, una noción precisa de la entartete Kunst, el “arte degenerado”, una filosofía de la voluntad de poder y del Übermensch. El nazismo era decididamente anticristiano y neopagano, con la misma claridad con que el Diamat de Stalin (la versión oficial del marxismo soviético) era a todas luces materialista y ateo. Si por totalitarismo se entiende un régimen que subordina todos los actos individuales al Estado y a su ideología, entonces el nazismo y el estalinismo eran régimenes totalitarios. El fascismo fue, sin lugar a dudas, una dictadura, pero no era cabalmente totalitario, no tanto por su tibieza como por la debilidad filosófica de su ideología. Al contrario de lo que suele pensarse, el fascismo italiano no tenía una filosofía propia. El artículo sobre el fascismo firmado por Mussolini para la Enciclopedia Treccani lo escribió o fundamentalmente lo inspiró Giovanni Gentile, pero reflejaba una noción hegeliana tardía del “Estado ético y absoluto” que Mussolini no realizó nunca por completo. Mussolini no tenía ninguna filosofía: tenía solo una retórica. Empezó como ateo militante, para luego firmar el concordato con la Iglesia y simpatizar con los obispos que bendecían los banderines fascistas. En sus primeros años anticlericales, según una leyenda plausible, le pidió una vez a Dios que los fulminara en el mismo sitio, para probar su existencia. Dios estaba distraído, evidentemente. En años posteriores, en sus discursos, Mussolini citaba siempre el nombre de Dios y no tenía reparo en hacerse llamar “el hombre de la Providencia”. Puede decirse que el fascismo italiano fue la primera dictadura de derechas que dominó un país europeo, y que todos los movimientos análogos encontraron más tarde una especie de arquetipo común en el régimen de Mussolini. El fascismo italiano fue el primero en crear una liturgia militar, un folclore e, incluso, una forma de vestir, con la que tuvo más éxito en el extranjero que Armani, Benetton o Versace. Solo en los años treinta hicieron su aparición movimientos fascistas en Inglaterra, con Mosley, y en Letonia, Estonia, Lituania, Polonia, Hungría, Rumanía, Bulgaria, Grecia, Yugoslavia, España, Portugal, Noruega e incluso en América del Sur, por no hablar de Alemania. Fue el fascismo italiano el que convenció a muchos líderes liberales europeos de que el nuevo régimen estaba llevando a cabo interesantes reformas sociales, capaces de ofrecer una alternativa moderadamente revolucionaria a la amenaza comunista.
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Aun así, la prioridad histórica no me parece razón suficiente para explicar por qué la palabra “fascismo” se convirtió en una sinécdoque, en una denominación pars pro tot para movimientos totalitarios diferentes. No vale decir que el fascismo contenía en sí todos los elementos de los totalitarios sucesivos, digamos que “en estado quintaesencial”. Al contrario, el fascismo no poseía ninguna quintaesencia, ni tan siquiera una sola esencia. El fascismo era un totalitarismo fuzzy. No era una ideología monolítica, sino, más bien, un collage de diferentes ideas políticas y filosóficas, una colmena de contradicciones. ¿Se puede concebir acaso un movimiento totalitario que consiga aunar monarquía y revolución, ejército real y milicia personal de Mussolini, los privilegios concedidos a la Iglesia y una educación estatal que exaltaba la violencia, el control absoluto y el mercado libre? El partido Fascista nació proclamando su nuevo orden revolucionario, pero lo financiaban los latifundistas más conservadores, que se esperaban una contrarrevolución. El fascismo de los primeros tiempos era republicano y sobrevivió veinte años proclamando su lealtad a la familia real, permitiéndole a un “duce” que saliera adelante del brazo de un “rey”, al que ofreció incluso el título de “emperador”. Pero cuando, en 1943, el rey relevó a Mussolini, el partido volvió a aparecer dos meses más tarde, con la ayuda de los alemanes, bajo la bandera de una república “social”, reciclando su vieja partitura revolucionaria, enriquecida por acentuaciones casi jacobinas. Hubo una sola arquitectura nazi, y un solo arte nazi. Si el arquitecto nazi era Albert Speer, no había sitio para Mies van der Rohe. De la misma manera, bajo Stalin, si Lamarck tenía razón, no había sitio para Darwin. Por el contrario, hubo arquitectos fascistas, sin duda, pero junto a sus pseudocoliseos surgieron también nuevos edificios inspirados en el moderno racionalismo de Gropius. No hubo un Zdanov fascista. En Italia hubo dos importantes premios artísticos: el Premio Cremona estaba controlado por un fascista inculto y fanático como Farinacci, que promovía un arte propagandístico (me acuerdo de cuadros que llevaban títulos como “Escuchando por la radio un discurso del Duce” o “Estados mentales creados por el fascismo”); y el Premio Bérgamo, patrocinado por un fascista culto y razonablemente tolerante como Bottai, que difundía el arte por el arte y las nuevas experiencias del arte de vanguardia, que en Alemania habían sido proscritas como corruptas y criptocomunistas, contrarias al Kitsch nibelungo, el único admitido. El poeta nacional era D’Annunzio, un dandi al que en Alemania o en Rusia habrían fusilado. Se lo elevó al rango de vate del régimen por su nacionalismo y su culto al heroísmo (al que había que añadir grandes dosis de decadentismo francés).
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Pensemos en el futurismo. Habría debido considerarse un ejemplo de entartete Kunst, igual que el expresionismo, el cubismo, el surrealismo. Pero los primeros futuristas italianos eran nacionalistas, por razones estéticas favorecieron la participación italiana en la Primera Guerra Mundial, celebraron la velocidad, la violencia y el riesgo, y, de alguna manera, estos aspectos parecieron cercanos al culto fascista de la juventud. Cuando el fascismo se identificó con el Imperio romano y descubrió las tradiciones rurales, Marinetti (que proclamaba más bello un automóvil que la Victoria de Samotracia y quería incluso suprimir el claro de luna) fue nombrado miembro de la Academia de Italia, que trataba el claro de luna con gran respeto. Muchos de los futuros partisanos, y de los futuros intelectuales del Partido Comunista, fueron educados por el GUF, la asociación fascista de estudiantes universitarios, que debía ser la cuna de la nueva cultura fascista. Estos clubes se convirtieron en una especie de hervidero intelectual, donde las ideas circulaban sin ningún control ideológico real, no tanto porque los hombres de partido fueran tolerantes, sino porque pocos de ellos poseían los instrumentos intelectuales para controlarlas. En el transcurso de aquellos veinte años, la poesía de los herméticos constituyó una reacción al estilo pomposo del régimen: a estos poetas se les permitió elaborar su protesta literaria dentro de la torre de marfil. El sentir de los herméticos era exactamente lo contrario del culto fascista del optimismo y el heroísmo. El régimen toleraba este disentimiento evidente, aunque socialmente imperceptible, porque no prestaba suficiente atención a una jerigonza tan oscura. Lo cual no significa que el fascismo italiano fuera tolerante. A Gramsci lo metieron en la cárcel hasta su muerte; Matteotti y los hermanos Rosselli fueron asesinados; la prensa libre, suprimida; los sindicatos, desmantelados; los disidentes políticos, confinados en islas remotas; el poder legislativo se convirtió en una mera ficción, y el ejecutivo (que controlaba el judicial, así como los medios de comunicación) promulgaba directamente las nuevas leyes, entre las cuales se cuentan también las de la defensa de la raza (el apoyo formal italiano al Holocausto). La imagen incoherente que acabo de describir no se debía a la tolerancia: era un ejemplo de descoyuntamiento político e ideológico. Pero era un “descoyuntamiento organizado”, una confusión estructurada. Desde el punto de vista filosófico estaba desgoznado, pero desde el emotivo estaba bien ensamblado con algunos arquetipos. Y así llegamos al segundo punto de mi tesis. Hubo un solo nazismo, y no podemos llamar “nazismo” al falangismo hipercatólico de la España de Franco, puesto que el nazismo es fundamentalmente pagano, politeísta y anticristiano, o no es nazismo. Al contrario, se puede jugar al fascismo de muchas maneras y el nombre del juego no cambia. Le sucede a la noción de “fascismo” lo que, según Wittgenstein, ocurre con la noción de “juego”. Un juego puede ser competitivo o no, puede interesar a una o más personas, puede requerir alguna habilidad particular o ninguna, puede admitir apuestas o no. Los juegos son una serie de actividades diferentes que muestran solo cierto “parecido de familia”.
1 abc
2 bcd
3 cde
4 def
Supongamos que exista una serie de grupos políticos. El grupo 1 se caracteriza por los aspectos abc, el grupo 2 por bcd, etcétera. El 2 se parece al 1 en cuanto que comparten dos aspectos. El 3 se parece al 2, y el 4 se parece al 3 por la misma razón. Nótese que el 3 también se parece al 1 (tienen en común el aspecto c). El caso más curioso es el del 4, obviamente parecido al 3 y al 2, pero sin ninguna característica en común con el 1. Sin embargo, en razón de la serie ininterrumpida de parecidos decrecientes entre el 1 y el 4, sigue habiendo, por una especie de transitividad ilusoria, un aire de familia entre el 1 y el 4. El término “fascismo” se adapta a todo porque es posible eliminar de un régimen fascista uno o más aspectos, y siempre podremos reconocerlo como fascista. Quítenle al fascismo el imperialismo y obtendrán a Franco o Salazar; quítenle el colonialismo y obtendrán el fascismo balcánico. Añádanle al fascismo italiano un anticapitalismo radical (que nunca fascinó a Mussolini) y obtendrán a Ezra Pound. Añádanle el culto a la mitología celta y el misticismo del Grial (completamente ajeno al fascismo oficial) y obtendrán uno de los gurús fascistas más respetados, Julius Evola. A pesar de esta confusión, considero que es posible indicar una lista de características típicas de lo que me gustaría denominar “ur-fascismo”, o “fascismo eterno”. Tales características no pueden quedar encuadradas en un sistema; muchas se contradicen mutuamente, y son típicas de otras formas de despotismo o fanatismo, pero basta con que una de ellas esté presente para hacer coagular una nebulosa fascista.
Umberto Eco, Contra el fascismo, Elena Lozano (trad.), Lumen, Barcelona, 2018. Se reproduce con autorización.
Imagen de portada: Fotograma de El gran dictador dirigida y protagonizada por Charles Chaplin, 1940.