Por razones que no viene al caso citar, hace unos días me asomé a una lectura de poesía en Berlín, ciudad en la que resido por una temporada. Fue una decisión imprudente por varios motivos. El principal es que no domino el alemán (hasta hace unas semanas, sólo sabía decir en la lengua de Goethe y Heine palabras como “danke”, que, como saben ustedes, quiere decir “gracias”, y “affe”, que, aunque ustedes no lo sepan, significa “chango”), así que no iba a entender básicamente nada de lo que se leyera o comentara. No me da pena confesarlo (y confesar además que no, no vine aquí a aprender alemán, sino a escribir una novela, así que si algo se me pega, voy de ganancia). El gallego Julio Camba, uno de los mejores articulistas que he leído en la vida (aunque muchas de sus opiniones políticas me den en las muelas), fue corresponsal del ABC en esta ciudad y sabía tanto alemán como yo. Así desfiló por Turquía, Londres, etcétera, y hay en este mundo pocas lecturas tan divertidas y agudas como sus crónicas de aquellas residencias… El otro motivo es que toda tertulia literaria tiene algo de farsa metódicamente representada, hemos de aceptar, y no siempre se está de humor como para navegar por aguas como ésas. Y aquel día estaba yo cansado, la cabeza me dolía y la primera copa de vino de cortesía me dio sueño en vez de animarme. La poesía, me dicen, era muy buena y el autor, que es un clásico de estos lares, leyó durante más de una hora ante una pequeña multitud complacida, que reía, suspiraba y aplaudía. Todo, pues, salió a pedir de boca. Desde mi rincón, me percaté de pronto de algo: aunque no entendía nada, lo entendía todo (esa formulación perfecta corresponde en realidad a mi esposa, porque a mí, lo saben, me dolía la cabeza y tartamudeaba al intentar explicarle mis sensaciones, a la vez que me empinaba el segundo vino de cortesía). Aquélla no era sólo una lectura literaria, quiero decir: era todas las lecturas, todas las que contemplé, acompañé o protagonicé alguna vez en la vida. El arquetipo platónico de las presentaciones de libros, pues. Al darme cuenta de aquello, el velo de extrañeza se corrió y pude ver, a través del abismo de la lengua y la distancia, todo eso que, quizá por la cercanía y el sentido inmediato, resulta tan común que dejamos de percibir. Allí estaban los de siempre: los amigotes del poeta, por ejemplo, quienes, luego de medio siglo de compartir borracheras y soplarse las inspiraciones del cuate, preferían beber y fumar en la puerta del local que sentarse a oírlo. Y estaba el joven escritor de porvenir, con su saco de pana un poco exagerado y su camisita brillosa de tanto plancharla, prematuramente envejecido por el peso de las lecturas y de tanto repetir y repetir consideraciones medio robadas a gente mucho mayor que él (el tipo de persona que ya se leyó todo Foucault a los once años y se le hizo poca agua para ahogarse), y al que se le notaban por todos lados las ganas de que hubiera pasado otro medio siglo y de ser él quien recibiera esos aplausos y conmovidas ovaciones. Estaba también la pareja de mediana edad, cultísima, con cara de spleen y gesto de “esto ya lo hemos visto demasiadas veces”, pero que llevaba igual sus viejas ediciones de la poesía del maestro en busca de que se las firmaran y, de tan valiosas que les parecían, las acunaban en las manos como si fueran bebés. Supongo que los habría aterrado que alguien fuera a tomarlos por unos arribistas de esos que compraban las ediciones nuevas, lo cual era un poco bobo, porque las nuevas eran ediciones bellísimas, comentadas, revisadas y prologadas. Y, claro, también asomaron por allí los gorrones, rubios, sí, pero tan desprolijos como los nuestros, que entraron directamente por los canapés y el vino (y me excluyo de su calaña porque me dio flojera ir por canapés y porque, como he dicho, había poderosas razones que explicaban mi presencia y que no viene al caso citar). Los periodistas reunidos (estuvieron entrevistando al maestro antes del acto y se quedaron, la mayoría, a la lectura y los aplausos) se instalaron en corrillo, en otro rincón, a chismear. Los editores sonreían y repartían palmadas y les huían a los evidentes escritores inéditos pero aferrados, que amenazaban con sacar un engargolado de las mochilitas de cuero sobado que llevaban al hombro a cada momento. Una chica con aspecto de estrella de cine iba del brazo de un tipo que debía ser muy importante, porque todos inclinaban la cabeza al saludarlo (desde mi ignorancia, me pareció que era igualito a Robert De Niro en Casino, pero a lo mejor es un genio, no sé, de la divulgación o el tantra o el ajedrez). Al final resultó que me presentaron a un filósofo que hablaba en perfecto español y me ilustró sobre las dificultades de traducir a cualquier pensador a un idioma ajeno, por lo anclado que está el pensamiento a las peculiaridades y los límites del lenguaje. También me pidió que le recomendara un restaurante en Guadalajara, que es mi ciudad. Lo mandé a unos tacos de antología, para cuando vaya. Así, pues, el ciclo cósmico se repite, como quisieron los hindúes, una y otra vez. Y uno, en el coctel literario, sostiene pláticas que no se lo ocurriría entablar en un bar, por ejemplo. Y se codea con esa fauna literaria eterna, zumbadora y latosa como un mosquito, y se percata de que todo, todo, todo es igual allá, acá o donde sea, cuando un muchachito con cara de dolor de colon, ubicado en otro rincón (en cada cuarto hay cuatro, claro que se puede), les dice a sus acompañantes, muchachitos con cara de dolor de colon también, y en inglés, dizque para que nadie le entienda: “Ash, odio las presentaciones de libros, cuando presente el mío voy a llevar indigentes casposos a que digan cualquier cosa”. Ese muchachito se comprará un saco con codos antes de Navidad y devendrá joven de porvenir. Y en cincuenta años le estarán haciendo homenajes. Y más le vale, porque es eso o acabar gorrón.
Imagen de portada: Hippolyte Michaud, Espectadores en el teatro, ca. 1840-1886.