La figura del migrante puede simbolizar, a un mismo tiempo, el fracaso de una sociedad y la cumbre de la civilización. Aunque a menudo camina y su empeño siempre entraña un traslado, el migrante centroamericano contradice la estampa del viajero o del flâneur finisecular. Su desplazamiento nada tiene que ver con ese rito decimonónico del paseo, tan “distinguido, burgués, ocioso y elegante”, sino que se trata de un tránsito salvaje y descarnado, impelido o arrastrado por la urgencia del porvenir, por la desesperación y el ansia del proyecto. El caminante en cambio florece en la pausa y la individualidad y es además digresión, como los arabescos cuyos pies dibujan sobre el mapa. El migrante es un fast forward: irradia ansia y deseo; unánimes, comunitarios. (¿Qué es el turista? Probablemente un viajero con prisa y un migrante sin proyecto. Porque el migrante, al menos el migrante deliberado, como el turista, diseña a menudo un viaje circular: volver es su plan.) Los migrantes, cuando parten, hospedan a menudo en su historia una derrota que no es suya, no es individual: una violencia desbocada e inhabilitante, unas circunstancias feroces, una tierra baldía. Por eso sus figuras y su aporte son tan imponentes y tan emblemáticos de la globalización, resultan incómodos y nunca pasan de espectro o de ecos marginales en el discurso oficial. Son reducidos a sombras infrahumanas porque ratifican el fracaso colectivo y poliédrico y, con suerte, serán después mitificados (siempre con algún grado de condescendencia) cuando se instalen del otro lado y rindan los frutos y el capital.
Paul B. Preciado recuerda que “lo que entendemos por inmunidad se construye colectivamente a través de criterios sociales y políticos que producen alternativamente soberanía o exclusión, protección o estigma, vida o muerte”. Inmunidad frente a otros, se entiende, creando corredores y acaso mapas de circulación y encierro, protegiendo a unos, expulsando a otros, con estrategias ambiguas. La época inmunológica, la edad del virus, que hace diez años Byung-Chul Han declaraba superada, ¿ha vuelto?
El migrante es, mientras viaja, una fisura o tal vez un puente. Su búsqueda lo empuja hacia los sótanos de la sociedad del rendimiento, cuyo emblema son los rascacielos, los gimnasios, los bancos; pero ese mismo intento, su voluntad de existir de otra manera reactiva la sociedad disciplinaria (muros, cámaras y prisiones) que en La sociedad del cansancio Han ve como obsoleta y relegada, preñada de prohibición y negatividad, como una sociedad de otro tiempo. La sociedad del rendimiento se define por su positividad: “Los proyectos, las iniciativas y la motivación reemplazan la prohibición, el mandato y la ley.” El migrante centroamericano, como el que atraviesa el Mediterráneo, une dos épocas, o quizá sea la prueba de que entre ellas no hay una relación de contradicción sino de encabalgamiento o de complementariedad. La sociedad del rendimiento se amuralla y actúa con discrecionalidad; no para detener a los bárbaros, sino para infundirles miedo y domarlos. Opera, en buena parte del mundo, encaramada en los viejos modelos de soberanía. La idea es añeja: la deportación no sólo es parte del sistema de control de inmigración, sino también una herramienta de control social discrecional y crea una fuerza de trabajo vulnerable. Escribe José Luis Rocha:
Los centroamericanos que quieren vivir el sueño americano son abruptamente despertados a una pesadilla de redadas, prisiones y deportaciones […] Su ciudadanía no puede ser ejercida efectivamente en ningún sitio. Sus habilidades, sus necesidades, no tienen cabida en ningún proyecto particular de país ni en el gran sistema global. Son expulsados de la globalización.
La pandemia desacelera y niega al migrante de forma momentánea (quién sabe por cuánto tiempo) y lo estanca. Lo mismo hace con la globalización.
“A ver, el cambio fundamental de la migración actualmente es que los flujos en lugar de ir hacia arriba van hacia abajo.” De norte a sur. Me lo dijo, en una nota de voz de WhatsApp, Alberto Pradilla, autor del libro Caravana, que describe la naturaleza subversiva no del éxodo centroamericano hacia Estados Unidos sino de su decisión de salir torrencialmente de la clandestinidad.
A veces el dinero no quiere llegar (I). Las remesas de Estados Unidos a Guatemala han caído 3 por ciento con respecto a los primeros meses de 2019 y 15 por ciento con respecto a lo esperado.
“Estamos recibiendo una migración inversa. Guatemaltecos que llevan años de tener residencia en Estados Unidos, que tienen casa y trabajo, quieren venir a Guatemala”, señaló el ministro de Relaciones Exteriores de ese país. Datos no hay. Lo que hay es el regreso de algunos que quedaron varados en la ruta hacia Estados Unidos, o de guatemaltecos que trabajaban en Cancún y ahora vuelven a sus comunidades del Ixcán, desde allí, o desde otros lugares de la península de Yucatán. Datos no hay. Lo que hay y hubo son deportaciones y algunos vuelos mínimos de rescate desde Estados Unidos para turistas. Al que antes le costaba entrar, ahora se le niega la salida, no digo que sin razón. Si hay retorno, es sobre todo desde México, por tierra. ¿Hay migración inversa? “Si la llamamos inversa”, me dijo Lizbeth Gramajo, de cuyo libro Otra vez a lo mismo he extraído varias de las ideas para este ensayo, “es como si asumiéramos que el fin de la migración es Estados Unidos; pero no es así, la migración es un ciclo o proceso y una etapa de ella es el retorno. Algunas veces forzado (deportados); otras veces, voluntario, como puede pasar en este caso debido a la COVID-19.” Ahora, también, apestados.
“No miremos a los deportados como delincuentes, sino como hermanos que regresan a casa”, dijo el presidente de Guatemala tras constatar que a muchos los habían intentado agredir al verlos de regreso. A su condición de intruso (de bacteria o de virus) en la sociedad de acogida, el migrante suma la de apestado, a veces, en la propia: “Alguien o algo que parecía estar cerca y ser bien conocido se revela extranjero o indescifrable”, escribió Magris sobre los resultados de todo viaje.
A veces el dinero no quiere llegar (II). Una señora se acercó a un tipo de un banco y le contó su historia. Su esposo, que trabajaba en un carwash de Boston, Massachussets, llevaba 45 días encerrado, sin poder ir ni cobrar y ahora, en lugar de enviar remesas a su pueblo, Cuilco, un municipio del altiplano occidental en la frontera con México, necesitaba recibirlas para subsistir. Había logrado reunir con ayuda de sus vecinos algo de dinero, poco más de 200 dólares, pero había fracasado al intentar mandarlos una primera vez: la remesadora lo había rechazado. Ahora quería volver a intentarlo. Costaba 17 dólares, pero su recaudación original había sido tan frugal que no los tenía. Por eso necesitaba ayuda. Aquel tipo del banco, jefe de área, había pedido atender su situación él mismo. La había escuchado con atención, revisó su caso y notó el problema: el error era de ella y por eso tenía que cubrir ella el costo, le dijo él y habría dicho cualquier tribunal. Luego lo pensó de otra manera menos plana y más caritativa y reparó en que el error no era de ella, o no al menos la responsabilidad: era un error social. Si la remesa no había llegado era porque ella ni siquiera sabía escribir bien el apellido de su esposo. Él me contó esta historia. La remesa llegó. La remesa inversa. No todos, pero sí algunos bancos guatemaltecos han visto cómo la remesa invertida, la que migra de Guatemala hacia otro lado, ha crecido. En algunos casos, hasta 25 por ciento. No hay cifras oficiales, pero se calcula que superan las 100 mil transacciones al mes. También ha cambiado la geografía. Estados Unidos recibe un mayor porcentaje. Y México ha escalado, en algún caso, hasta el segundo lugar, relegando a Colombia o Nicaragua, por ejemplo. Estados Unidos, México: lugares de destino de los emigrados guatemaltecos. Nicaragua: cámara acorazada de algunos capitales guatemaltecos. Colombia: ventanilla bancaria de los venezolanos emigrados. El Norte cruje. El Sur hace paradójicas inversiones.
Donde leí por primera vez la expresión “remesa política” fue en un texto de José Luis González Miranda, que coordinó la Red Jesuita con Migrantes en Guatemala. Si los retornados, avanzaba él, se metieran a depurar la acción política con una nueva conciencia de sujetos transformadores, podríamos hablar de remesas políticas:
No porque hayan conocido en los Estados Unidos la verdadera democracia […] sino porque a la acción política se llega desde la indignación. Se afirma que son mejores agentes de cambio los retornados que han planificado su regreso, pero si la indignación también crea conciencia política los deportados también pueden ser agentes de cambio. Las mejores políticas han surgido de los que han sufrido atropellos a la dignidad.
En los años noventa los retornados anteriores, esa “migración inversa”, intentaron otra inversión. “Fueron”, dice González, “la punta de lanza para que avanzaran las negociaciones que se plasmaron en los Acuerdos de Paz” en Guatemala. No toda producción es económica y no sólo la economía puede ser transnacional. El retorno, que cuestiona la naturaleza unidireccional de la migración, sólo es una fase de ésta y a menudo no constituye ni siquiera la última. Regresar no supone abandonar las redes creadas en los lugares de destino, así como irse no implica abandonar la comunidad original. El migrante no es una persona esencialmente escindida; es una multiplicada. Reside en varios lugares a la vez en la medida en que los anhela. Los migrantes, nos dijeron Glick Schiller, Basch y Blanc-Szanton hace dos décadas, erigen campos sociales que articulan origen y destino: su identidad se enriquece, sus fronteras son otras. Forjan sujetos nuevos, sociedades nuevas: en lo económico, en lo familiar, en lo social, en lo religioso y, probablemente, en lo político.
El migrante viaja y el viaje produce al migrante y lo reconfigura. Pero al desplazarse y cambiar, el migrante también transforma el territorio. En Guatemala hay indicios de este siglo de que la combinación entre migración, el capital social y las remesas económicas han mejorado el nivel educativo y la vivienda, han tejido redes y organización productiva. Y mayor compromiso cívico. Pero no sólo aludo a eso: los migrantes han creado una “región migratoria” que no existía, si creemos a Susanne Jonas y Nestor Rodríguez. Una región transnacional en la que la migración ha transformado personas, culturas e instituciones.
Las ideas de los apartados 3, 10 y 11 están en deuda con el libro Otra vez a lo mismo de Lizbeth Gramajo.
Imagen de portada: Migrante en la Caravana de Madres. Fotografía de Víctor Manuel Espinosa, 2013