Se dice que salir de la zona de confort es un acto necesario, una manera de afrontar el mundo y de verse a sí mismo en el espejo de esa confrontación, desnudo y sin la seguridad de lo conocido. No es un acto sencillo, es más bien una afrenta a la intimidad, una bravura que por su naturaleza no parece apetecible. Lo que importa es sobrevivir y llegar cambiado al otro lado, siendo otra persona: la que se atrevió a explorar un territorio desconocido. Eso es lo que hizo Juan Villoro al escribir La guerra fría, y lo que sucede con el espectador después de verla. No es una obra fácil; sin embargo, puede ser tan disfrutable como sus piezas anteriores, aunque en un tenor sumamente distinto. Esta vez Villoro se lanzó a un territorio nuevo dentro de su dramaturgia, contagió al espectador de un respiro de libertad y dejó plasmada una obra con varias aristas, de la que pueden desprenderse múltiples interpretaciones y lecturas.
El Gato —músico de rock— y su novia Carolina —actriz y performancera— viven en Berlín occidental entre 1982 y 1984, en un espacio ocupado en la ciudad en el que no pagan renta, en donde apenas sobreviven. Los visita un amigo de ambos, productor de música, que de alguna forma ancla las pasiones desbordantes del Gato, a quien parece que le cuesta más trabajo la vida. Es una obra musical: a la menor provocación toman los instrumentos, el Gato la guitarra o el bajo, el productor la batería, la guitarra o el bajo, y un cuarto personaje acompaña la obra con algunos acordes mientras los demás actúan. Ella canta. La obra nace de varias fuentes de inspiración: el disco Berlín, de Lou Reed; la estancia de Villoro en Berlín oriental como agregado cultural de 1981 a 1984; la pieza Autodestrucción 8 de Abraham Cruzvillegas, que en 2016 se volvió parte de la colección del Museo Tamayo —en donde se montó esta puesta en escena—, y quizá la extravagancia de la alemana Nina Hagen, que no sería descabellado proponer como una de las referencias para Carolina, como David Bowie y Reed pueden serlo para el Gato. La pareja vive entre las cosas que rescata Cruzvillegas de la basura, y el referente no es simplemente una metáfora, sino que es el corazón de la obra. Hay grandes dosis de destrucción (de sí mismo y del otro); la guerra fría, claro, sucede entre los amantes, entre los restos de una existencia precaria, entre desperdicios y objetos aleatorios que son todo lo contrario a la comodidad y al calor de un hogar. Viven en un lugar frío y ellos también pasan frío, pues no tienen calefacción en el invierno inclemente de la capital alemana. Son dos artistas en picada que se necesitan el uno al otro, cuya convivencia en cualquier momento puede tornarse ácida. Mariana Giménez, la directora, logra una insólita simbiosis entre Mauricio Isaac, Mariana Gajá y Jacobo Lieberman, quienes interpretan a sus personajes con destreza y humanidad, acompañados (a veces) por Alejandro Preisser, compositor de la banda sonora. Las fisuras que los dividen son tan importantes como los hilos que los unen; la fuerza que los repele es tan vital como la atracción entre el Gato y Carolina, dos almas perdidas en una ciudad que apenas se está reconstruyendo. Hay un espíritu de devastación subyacente a lo largo de la obra, que sólo se combate con música, que pide a gritos un poco de intimidad. Si “la vida es un proceso de demolición”, según la frase que podría describir la obra, también lo es de construcción. Son el ying y el yang de la existencia, el vaivén entre lo que destruimos y lo que vamos rearmando con más trabajo, porque una cosa es más fácil y más rápida que la otra. La relación de pareja puede ser un terreno desolador o un vistazo al paraíso. El resumen de la trama y de los ingredientes que la componen están lejos de explicar La guerra fría. Villoro pudo haber expuesto sus ideas de pareja como lo hizo con la amistad y la enemistad entre dos intelectuales en El filósofo declara, o con la relación entre maestro y alumno dentro del mundo de la ciencia en La desobediencia de Marte. Con el oficio del dramaturgo bien comprendido logró dos obras excepcionales, de diálogos inteligentes y una buena dosis de humor, sobre todo en El filósofo…, aunque en esta ocasión decidió irse por un camino que no había transitado: eligió salirse de un espacio cómodo. Dejó a un lado su capacidad para el teatro convencional y se lanzó a escribir una obra que tiene mucho de surreal, que a ratos pareciera no tener pies ni cabeza, que pide más del espectador y que ofrece pocas concesiones. En La guerra fría hay mucho que no se dice, gran parte de la relación que se desdobla ante nosotros sucede fuera del escenario, y lo que vemos y escuchamos puede parecer un engrudo que poco a poco va tomando forma en la mente de cada espectador. Para que la obra funcione el público tiene que involucrarse, la puesta en escena se termina dentro de cada uno y de esa forma hay decenas de obras distintas en cada función. El surrealismo no nada más está en los decorados de Cruzvillegas, está en los diálogos y en muchas de las acciones que se llevan a cabo en el escenario, que a veces parecen no tener sentido, y quizá no lo tengan, o si lo tienen está destinado a mantenerse oculto, lo que permite que la obra pueda abrirse a interpretaciones más libres.
Es indudable que La guerra fría no tiene una lectura “correcta”. De haberlo querido así, Villoro habría desarrollado un texto lógicamente lineal, como ya lo ha hecho, y el público habría salido de la sala plenamente satisfecho de haber entendido lo que la obra quiso decir. Éste es uno de esos casos en los que algún espectador puede salir frustrado, porque incluso lo que sí queda dicho ocurre de una forma furtiva en la que nada es evidente. Es una obra más arriesgada, fuera de todo confort. Se puede decir que El filósofo… y La desobediencia… funcionan bien porque su objetivo está claro, son dos puestas en escena en las que reina la transparencia, tanto de forma como de fondo; en cambio en La guerra fría todo es más opaco, envuelto en una nebulosa (que, bien vista, puede ser gratificante). Creo que es una pieza lograda, a pesar de los obstáculos, a pesar de la poca visibilidad de sus objetivos, a pesar de que no haya nada claro, con excepción de los sentimientos entre el Gato y Carolina. Porque incluso el espectador más despistado podrá sentir de una forma inequívoca lo que hay entre ellos, lo que les duele y lo que ni siquiera pueden expresar, pero lo sienten. Queda plasmada la emoción de una íntima guerra fría que no está abierta al público, que más bien se repliega dentro de la locura en ese espacio ocupado en un rincón de Berlín. Es una pieza de museo. Su presentación entre las paredes de una sala del Tamayo es un acierto, porque sí es una puesta en escena pero también es muchas cosas más. Es un performance, un toquín de una banda de punk, la intervención de la pieza Autodestrucción 8 de Cruzvillegas a manos de Juan Villoro, Mariana Giménez y el elenco de La guerra fría, y es también la apropiación de un espacio hecho para la expresión artística. Es una experiencia visual y sonora. No es que Villoro haya inventado el hilo negro, este tipo de obras se ha dado en todas partes del mundo desde hace tiempo, sin embargo cada vez es más raro y sobre todo en México. Entre la clara tendencia que existe hacia lo seguro, hacia lo que el público pide —ya sea en el teatro, en el cine o hasta en la literatura— una apuesta así es necesaria. Si sólo seguimos las exigencias del mercado, la lógica de masas terminará por erosionar la cultura, acabará por reciclar hasta lo que no se puede, en vez de apostar por propuestas que respondan a inquietudes personales sin tomar demasiado en cuenta a las masas. Resistir ante la implacable fuerza de la lógica del mercado. Tales apuestas son las que vale la pena respaldar.
Imagen de portada: Puesta en escena de La guerra fría de Juan Villoro, dirigida por Mariana Giménez, 2019. Fotografía de Alberto Clavijo