Del lavabo a la sopa primigenia

Agua / dossier / Junio de 2020

Paula Ximena García Reynaldos

Agua, ¿dónde vas? Riyendo voy por el río a las orillas del mar. Federico García Lorca


Me levanto, voy al baño, abro la llave para lavarme la cara. Esta rutina sigue conmigo incluso en los extraños días del confinamiento en 2020 y la agradezco: tener agua siempre es indispensable, pero recientemente redescubrimos su importancia, pues es una de las pocas formas que tenemos para luchar contra el contagio del nuevo coronavirus que nos acecha. Por un momento considero la terrible posibilidad de quedarme sin esta sustancia, pues estamos en la época en que disminuyen los caudales de los ríos que alimentan el sistema de distribución de agua de la Ciudad de México. Imagino entonces el camino que debe recorrer el agua que llega a mi casa. Reflexionamos mucho más sobre los destinos del agua que sobre sus orígenes. La razón quizá tiene que ver con que, desde pequeños, aprendimos que el agua circula incansablemente de un lado a otro, así que estamos mucho más habituados a pensar en sus recorridos: de los ríos al mar, hacia las nubes y, de una forma a otra, del hielo al agua líquida y luego al vapor, y de vuelta. Pero poco nos preguntamos si el agua que damos por descontado en el planeta siempre estuvo aquí, a pesar de su enorme importancia para nuestras vidas, y para la vida en general.

Vagar en la niebla

Que haya agua en la Tierra es condición sine qua non para la vida, y suponemos que ocurre lo mismo en el resto del Universo. Por eso, cuando los astrobiólogos buscan exoplanetas en otras galaxias que pudieran ser candidatos a albergar vida, buscan también moléculas de agua. Pero es muy difícil localizar estos planetas fuera de nuestro Sistema Solar desde la Tierra: son más pequeños que las estrellas y no emiten luz. Y sin embargo, no es imposible; mediante instrumentos muy sensibles y métodos indirectos los astrónomos han conseguido encontrar a la fecha más de cuatro mil. Ahora bien, saber que existen no es suficiente. Una vez que logramos vislumbrar un exoplaneta viene la complicada tarea de identificar si tiene agua. ¿Cómo podemos saberlo sin explorar el planeta, sin ir a tomar una muestra física? La química tiene una solución: la espectroscopía, con la que es posible ver algo que equivale a la huella digital química. Gracias a que los enlaces que unen a los átomos en una molécula vibran en forma distinta al absorber la energía de los diferentes tipos de luz podemos ver señales características de esa unión y somos capaces de identificar sustancias aunque estén a millones de kilómetros. Las moléculas de agua, por ejemplo, absorben muy bien la luz infrarroja, así que cuando buscamos esta sustancia recurrimos a telescopios con detectores de señales en esta longitud de onda para identificar sus huellas. Aunque hay un problema: si apuntamos esos telescopios desde la superficie de la Tierra siempre veremos agua, pero no la que quisiéramos encontrar en otros lugares sino la que está en forma de vapor en nuestra atmósfera. Esa señal es tan intensa que hará casi imposible notar cualquier otra cosa, mucho menos espectros de moléculas de agua lejanas. Es como una densa niebla de tamaño planetario que nos impide ver más allá de nuestra nariz. Entonces debemos salir de esa niebla. Por eso ponemos telescopios fuera de la atmósfera, lejos de la contaminación lumínica y de interferencias como el vapor de agua atmosférico. Uno de ellos, el Hubble, que lleva treinta años funcionando, a finales de 2019 encontró señales de vapor de agua en un exoplaneta a 111 años luz de la Tierra. Ése ya es un logro, pero no es suficiente. Además de encontrar agua también es importante que esos exoplanetas se localicen en la zona habitable del Sistema Solar al que pertenecen, lo que llamamos la zona “Ricitos de Oro”, pues no está demasiado cerca ni demasiado lejos de su estrella. La idea es que la temperatura no sea tan alta que haga imposible conservar agua líquida o tan fría que sólo exista como hielo. A la vida, como a Ricitos de Oro, no le gusta su sopa ni muy fría ni muy caliente.

Distribución de hielo de agua en la superficie de Plutón. Imagen de la nasa, 2017

Alguien se ha comido mi sopa primigenia

La Tierra es, sin duda, un planeta Ricitos de Oro en el que la vida encontró la silla del tamaño adecuado y la cama más mullida, pero sobre todo la mejor sopa; específicamente la “sopa primigenia” que pudo haber existido cuando el planeta comenzó a tener condiciones para la vida, a unos pocos millones de años de su formación. De manera independiente, los biólogos Aleksandr Oparin y J. B. S. Haldane propusieron a principios del siglo XX que en algún punto de la historia de la formación de la Tierra la atmósfera contenía moléculas orgánicas simples como amoníaco y metano, además de agua e hidrógeno que, a través de reacciones químicas favorecidas por la luz ultravioleta del Sol o por descargas eléctricas, dieron lugar a otras moléculas más complejas e importantes para la vida, como urea o aminoácidos. Éstos, a su vez, terminaron disueltos en el océano primitivo de la Tierra, formando algo como una sopa inicial para la vida. Unas cuantas décadas después Stanley Miller, un estudiante de química, y Harold Urey, profesor (y ganador de un premio Nobel de Química) diseñaron un experimento para simular las condiciones de la atmósfera de la Tierra propuestas por Oparin y Haldane, y observar si era posible obtener las moléculas orgánicas de la sopa primigenia. Y lo consiguieron: lograron identificar algunos aminoácidos como la glicina, aunque actualmente se pone en duda si realmente la atmósfera de la Tierra en algún momento tuvo esa composición particular. Los geocientíficos que estudian el desarrollo y la dinámica del planeta hoy consideran más probable que dichos compuestos orgánicos vinieran de fuera, en cometas o asteroides. Sin importar cómo llegaron aquí, esas moléculas debieron en algún momento estar disueltas en agua para formar la sopa primigenia, porque la mayoría de las reacciones químicas son más favorables en disolución. Esto es así porque el agua funciona como un medio de transporte: lleva las moléculas de un lado a otro y les permite encontrarse unas con otras, chocar y reaccionar. Entonces, ¿en qué momento hubo suficiente agua en la Tierra para que esto ocurriera? Se piensa que, tal como pasó con los compuestos orgánicos, el agua también llegó en forma de cometas y asteroides de hielo que chocaron con el planeta en formación. Claro que no pudo comenzar a acumularse sino hasta que la temperatura de la Tierra primitiva descendió lo suficiente como para que el agua dejara de evaporarse y escaparse, pues, aunque existimos en la zona habitable del Sistema Solar, en algún momento durante la formación del planeta éste no era un lugar que hubieran preferido ni Ricitos de Oro ni los osos, ni nadie más. Ese momento también pudo haber sido propicio para que los aminoácidos y otras moléculas orgánicas de la sopa primigenia hayan empezado no sólo a disolverse sino a encontrarse, reaccionar y organizarse para dar lugar a biomoléculas complejas que iniciaron el camino de la vida en la Tierra.

La astronauta Karen Nyberg observa una burbuja de agua en la Estación Espacial Internacional. Fotografía nasa, 2018

El agua de mi casa es particular

Cuando hablamos de vida, desde el punto de vista químico, nos referimos a biomoléculas: compuestos orgánicos que son comunes en los seres vivos. Pero la vida no es vida sin otra molécula muy particular. Los seres vivos somos ADN y proteínas, pero en mayor proporción somos líquido: nuestras células son como diminutas bolsas de agua con ADN, proteínas y azúcares que flotan envueltas en una capa de grasa que las aísla unas de otras. Cuando hace falta agua en una célula, sin importar si tiene sus otros componentes, no funciona bien. Y lo mismo debe haber ocurrido en el caso de los primeros organismos y también un poco antes, durante el paso de las biomoléculas aisladas a otras organizadas que comenzaron a tener propiedades que ya no eran sólo la suma de las de cada molécula sino algo más: la vida. Hablando de propiedades, las que tiene el agua bien pudieron haber favorecido ese proceso. Una de las más importantes es su capacidad de funcionar como disolvente; es tan generalizada que hay quien la llama “el disolvente universal” (aunque por supuesto hay muchas sustancias, como las grasas, que no se disuelven en agua). Aun en sustancias que no se disuelven por completo, el agua es útil para favorecer reacciones químicas, y por eso debió ser indispensable en la formación de biomoléculas complejas durante los procesos que ocurrieron en la Tierra primitiva. Si solamente se hubieran acumulado en seco no serían más que pilas de moléculas orgánicas que difícilmente formarían combinaciones. Otra propiedad del agua se debe a una particularidad de la fórmula H₂O, que conocemos muy bien porque todos la aprendemos desde pequeños. Esta fórmula parece sugerir que se trata de una molécula bastante simple, formada por dos elementos comunes. El hidrógeno, de hecho, es el más abundante en el Universo. Pero lo que hace especial al agua es la forma en la que se vinculan estos componentes: los dos átomos de hidrógeno están unidos al átomo de oxígeno por algo que en química llamamos enlaces covalentes, un tipo de unión muy estable y difícil de romper. Suena sencillo, pero que el agua sea estable es fundamental para darle continuidad a los procesos de lo vivo. Y aunque a los químicos nos guste hablar de la estructura y las características de las moléculas, casi nunca tratamos con moléculas aisladas, sino con conjuntos de ellas. Las propiedades del agua van más allá de esos enlaces tan estables y tienen que ver también con cómo se organizan los conjuntos de moléculas de agua.

Cruzar el puente

Las moléculas de agua interactúan unas con otras a través de puentes de hidrógeno, uniones que se parecen un poco a los enlaces químicos pero no lo son porque no tienen suficiente estabilidad, así que se consideran únicamente interacciones intermoleculares. Los puentes de hidrógeno se llaman de este modo porque un átomo de hidrógeno de una molécula de agua interactúa con el átomo de oxígeno de una molécula vecina y así sucesivamente, formando tridimensionales. Este acomodo tiene mucho que ver con propiedades que favorecen a los seres vivos. Por ejemplo, el agua es de las pocas sustancias que al congelarse se expande. Cuando los materiales se enfrían, sus moléculas se mueven menos y, para la mayoría de las sustancias, eso significa que ocupan menos espacio en el estado sólido y se densifican. Las moléculas de agua también están más quietas al enfriarse, sólo que al detener su movimiento la interacción unidireccional de los puentes de hidrógeno las organiza de tal forma que quedan más separadas unas de otras y se expande su volumen. Esto quiere decir que el hielo tiene una densidad menor que el agua líquida y flota sobre ella. Esto hace posible que, en climas fríos, los lagos no se congelen por completo y puedan albergar seres vivos bajo una capa de hielo superficial. Hablando de temperaturas extremas, la ebullición del agua ocurre a 100 °C, algo que a simple vista no parece excepcional, pero lo es. Pensemos en otra sustancia, por ejemplo el sulfuro de hidrógeno, de fórmula H₂S, que es cercana al agua porque el azufre y el oxígeno están en la misma familia de la tabla periódica y, en general, los compuestos de elementos que comparten familia tienen propiedades similares. A pesar de esa cercanía, a temperatura ambiente el sulfuro de hidrógeno es gaseoso y no líquido como el agua. Aunque pueden formar puentes de hidrógeno, las interacciones entre el hidrógeno y los átomos de azufre vecinos son muy débiles comparadas con las del hidrógeno con el oxígeno. Esto quiere decir que es una sustancia que se evapora fácilmente, a diferencia del agua, que requiere mucha energía para romper sus puentes de hidrógeno y cambiar de fase. Así que las moléculas de agua no sólo son muy estables, sino que los grupos que forman también lo son gracias a los puentes de hidrógeno. La dificultad para separar esas redes de moléculas hace que el agua tenga una gran capacidad calorífica, es decir, que pueda absorber calor sin cambiar su temperatura drásticamente. El agua amortigua los cambios de temperatura del entorno y eso es muy bueno para la vida en el planeta, pues la mayoría de los organismos preferimos estar en ambientes templados; más aún, el agua que está contenida dentro de todos los seres vivos también cumple una función reguladora de la temperatura.

Agua congelada en un cráter de la región Vastitas Borealis en Marte. Imagen de European Space Agency Mars Express, 2005

Los comportamientos del agua que se derivan de sus interacciones intermoleculares son esenciales para mantener la vida actual, pero también deben haber desempeñado un papel importante en su inicio. Otra particularidad de los puentes de hidrógeno es que, a diferencia de lo que ocurre con otras sustancias, mantienen cierto orden entre las moléculas de agua, incluso en estado líquido, formando estas redes estables. Lo llamamos capacidad de autoorganización. Es muy probable que la autoorganización de las primeras biomoléculas de la Tierra fuera parte de los procesos que llevaron a la formación de organismos. Dichas biomoléculas forman puentes de hidrógeno entre sí mismas o con otras; esto ocurre, por ejemplo, en el ADN, cuya estructura se debe en buena medida a estas interacciones, pues los nucleótidos, cuyas secuencias determinan la identidad de un organismo, se unen a través de puentes de hidrógeno. También en las proteínas estos puentes son fundamentales para definir su estructura y por lo tanto sus funciones. Para los lípidos, los puentes de hidrógeno son importantes en los arreglos que los acomodan para formar las membranas de las células, esas bolsitas llenas de agua que son la unidad fundamental de los seres vivos. Por supuesto que en los organismos actuales todas esas interacciones ocurren cuando las biomoléculas están rodeadas de agua: ya sea que las disuelva o no, sus interacciones mismas con el agua hacen posibles ciertas funciones, como que las células puedan aislarse unas de otras gracias a sus membranas lípidicas, que no son solubles en agua. Y si viajamos al pasado de la Tierra, y de la vida, también podríamos ver cómo el agua no sólo fue un medio para que biomoléculas pequeñas pudieran reaccionar y formar otras más grandes y complejas como los aminoácidos, que deben reunirse para formar proteínas, sino que tal vez esta sustancia pudo servir como un molde que hizo que dichas moléculas se reunieran de formas específicas y así, después de muchos siglos de vagar en el agua, reaccionando, descomponiéndose, terminaron encontrando los puentes que las ayudaron a cruzar hacia la vida.

Imagen de portada: El Telescopio Espacial Hubble. Fotografía de la NASA