¿Hay alguien más “matable”? Nacer pequeño e indefenso en un mundo donde hasta los ratones tienen la ventaja de la movilidad es sin duda sentirse a merced de cualquier ser viviente. El hecho de que los adultos parezcan haber borrado de su conciencia la idea de que los niños lo saben y se sienten a menudo preocupados por sus miedos puede ser, simplemente, un reflejo de su necesidad de olvidar su propia infancia.
En la introducción a su libro “Para que la bruja no me coma”. Fantasía y miedo de los niños al infanticidio, Dorothy Bloch plantea la idea de la matabilidad de los niños —en tanto seres vulnerables en ambientes hostiles— como una forma de poner en perspectiva el heroico acto de sobrevivir. Después de todo, los niños no son angelitos o bultos pasivos (“casi podríamos decir que son seres humanos”, sentenciaban Les Luthiers), son materia indómita, acuerpamiento de emociones crudas que atentan contra el orden de la racionalidad; en cada grito, carcajada, salto, carrera, llanto, ruido u olor reafirman su propia pulsión vital de un modo que contraviene la necesidad de un código regulador externo. En las circunstancias más abyectas y contra todo pronóstico, los niños sobreviven. Es por ello que las infancias son tan valiosas y peligrosas al mismo tiempo; la infinitud de sus posibilidades se mide en función de un ahora que los adultos ya no pueden habitar y, por tanto, lo proyectan hacia el futuro. Entonces, dado que los niños son la manifestación más marcada de la vida humana que se expresa a sí misma, el hecho de que sean víctimas de negligencia, que los hieran, los violen y los maten es un acto aberrante que enfurece a muchos de nosotros, pero que un niño desee morir es algo muy difícil de computar. Así que los adultos guardamos silencio, mentimos y nos negamos a hablar sobre el tema para después verter toda la culpa en los chivos expiatorios de siempre: la tecnología, la violencia en la televisión, el cine, los videojuegos, los cómics…, en fin, en toda manifestación de cultura popular que implique una “pérdida de valores”. Pero los niños saben —o, por lo menos, intuyen— la verdad y si hay algo que no perdonan es el silencio y la mentira de los adultos. Sobre esa línea se articula, a grandes rasgos, la premisa de la novela Buenas noches, Laika de Martha Riva Palacio Obón, una de las pocas obras de habla hispana que tratan de manera abierta y sensible el tema del suicidio infantil: Sebastián —un niño que en 1959 cumplía doce años y celebraba los hitos de la carrera espacial— se entera, junto con toda su escuela, de que su compañera Marina ha muerto en un trágico accidente de escaleras. Por lo menos, eso decía la versión oficial. Pero como sucede cada vez que los adultos gritan o se niegan rotundamente a hablar, sospecha que algo no está bien. Así comienza una búsqueda de la verdad que revela dolorosas semejanzas entre una perrita solitaria en el espacio (sofocada por el calor tras un despegue turbulento) y una niña acróbata que se arroja desde una barda para que por fin la dejen dormir.
¿Por qué un niño querría morir? La respuesta es complicada, por un lado, porque todo depende de la noción que el sujeto tenga de la muerte, la cual tiende a modificarse con la edad, de manera que no todo niño que se mata es suicida, pues no todos lo hacen deliberadamente y con la conciencia de terminar con sus vidas de manera definitiva. Cuando esa claridad está presente, las principales razones son de tipo social (familias fragmentadas, violentas, abuso sexual, hostigamiento e incluso el deseo de seguir a un familiar que ha muerto o que también se ha suicidado) y, en menor medida, de tipo clínico (esquizofrenia, bipolaridad, desórdenes de personalidad). Los niños lo intentan más, las niñas tienen más éxito. La respuesta es brutalmente sencilla, por otro lado, porque el mundo ofrece muchos motivos muy reales para sentir que la vida es demasiado terrible como para soportarla. Desde distintos frentes, autores como Bruno Bettelheim o la misma Bloch coinciden en que una gran imaginación es crucial para la supervivencia del pequeño cuerpo de un infante; ser capaz de crear sus propias historias y dirigir el mundo a partir de sus deseos compensa su fragilidad (¡para eso sirven los monstruos, las hadas, las madrastras y los ogros!), pero también puede marcarla con la culpa.
Debido a su idea de que los pensamientos, deseos y sentimientos tienen una naturaleza mágica, el niño puede también sentirse responsable de una gama extraordinaria de sucesos infaustos. ¿Hay una muerte en la familia?: él es el asesino. ¿Un accidente?: él es el autor secreto. ¿Una enfermedad?: él es el agente. Su “maldad” hace que su madre lo deje para ir a trabajar, o que desee tener otro hijo y lleva a su padre a ausentarse por viajes de negocios. El niño puede sentirse automáticamente culpable de cada disputa y autor de cada desastre, ya sea éste la desavenencia entre los padres, la separación o el divorcio.
Semejante carga, asimismo, puede extenderse sobre lo que les ocurre a los niños de manera directa; si los adultos que aman o que reconocen como autoridades les hacen daño, muchos entienden que tienen la culpa. Otros pueden sentirse responsables del cuidado y felicidad de los adultos (familiares exigentes, tiránicos, alcohólicos, narcodependientes, con condiciones mentales o físicas de naturaleza incapacitante), en una inversión de roles que puede aplastarlos, porque, en muchísimos casos, los niños no tienen permitido expresar emociones tales como hartazgo, ira, desesperación sin que las cosas empeoren. Bloch comenta:
Sus sentimientos agresivos están prohibidos, no solamente porque sus padres los pueden condenar, sino también por el poder devastador que el niño les confiere. Si pensar, sentir y desear equivale a actuar, el niño puede comprensiblemente medir la magnitud de la amenaza que él piensa que representa por la intensidad del carácter destructivo de su mundo interior.
Los agresores sexuales conocen muy bien este principio, es por ello que suelen amenazar a los niños con herir o matar a sus familias si se atreven a decir algo. Entonces, los niños entregan sus cuerpos por la promesa de seguridad de aquellos a quienes aman. No todos lo soportan. Cuando algunos reúnen el valor para denunciar a sus agresores, muchos adultos no les creen. No todos lo soportan. La dinámica del acoso entre pares funciona de manera parecida. Por ser más pequeños y tener poca experiencia en un mundo que condona la violencia como un rito de paso a la madurez, no es raro que los adultos desestimen la posibilidad de que otros niños puedan orillar a un individuo a pensar que la muerte es preferible. Si los niños se burlan y agreden continuamente a los más frágiles o diferentes, se mira como un fenómeno normal, ya que es parte de ser niño (como si la crueldad infantil fuera menos hiriente que la adulta); pero si éstos se defienden con sus propios medios, es algo que no puede tolerarse. Y es que —como sucede con la culpa— los niños tienen el mal hábito de exagerar las cosas; lo que ven, lo que escuchan, lo que imaginan, lo que les duele, lo que responden…, para ellos todo es más grave de lo que en realidad es. ¿Cómo es posible que un adulto de confianza pueda abusar de ellos? Sólo fueron un beso y un fuerte abrazo. ¿Cómo es posible que no aguanten una buena chancliza? Así aprendimos nosotros y salimos bien. ¿Cómo es posible que se atrevan a cuestionar la autoridad absoluta de los adultos? Nosotros sabemos lo que es mejor para ellos. ¿Cómo es posible que salgan hijos “jotos” o hijas desviadas que se quieren vestir como hombres? Ésas son ridiculeces indecentes, no identidades. ¿Cómo es posible que no puedan mantenerse a la altura de nuestras expectativas y sueños truncos? Les estamos dando todas las oportunidades que nosotros nunca tuvimos. ¿Cómo es posible que quieran tanto nuestra atención si estamos tan ocupados todo el tiempo? Para eso están la tele, el celular o la tableta. ¿Cómo es posible que quieran matarse sólo porque les gritan cosas? Las palabras no lastiman de verdad y ellos deben aprender a no hacer caso. Mientras los adultos desestiman las exageraciones, el silencio, la injusticia y la indiferencia los matan poco a poco. De acuerdo con una “Evaluación de la severidad de la ideación suicida autoinformada en escolares de 8 a 12 años” (2000), pensar en quitarse la vida es un fenómeno bastante común entre niños y jóvenes, a tal grado, que se considera algo natural (con un futuro cada vez más incierto, es incluso un lugar común). Si bien pensarlo no es lo mismo que planearlo, el hecho es que la idea de la muerte, en su carácter definitivo, se vislumbra como una solución para detener el sufrimiento, para equilibrar violentamente la marcada desigualdad de su relación con su entorno, para afectar, aunque sea un poco, a quienes los han lastimado o ignorado por más tiempo del que podían soportar (según el estudio “Maltrato y suicidio infantil en Guanajuato”, 2007). En la mente de muchísimas personas, sin embargo, el suicidio equivale más bien a una enfermedad vergonzosa; debe ocultarse o maquillarse, pues acarrea una muy mala imagen. Pero, para muchos, lo bueno de la muerte es no tener que recibir el odio de los vivos y sus acusaciones de debilidad, egoísmo y cobardía. Visto a través de la lente neoliberal, el que está mal es el que se rinde ante las adversidades, no el sistema adultocéntrico que se empeña en decidir todo por y para los niños sin tomarlos en cuenta. Desde la perspectiva patriarcal se considera imperfecto todo lo que no se parezca a un hombre adulto y maduro; se impone un orden que aprueba la violencia psicológica, emocional y física como un método “pedagógico” válido y se vive bajo unas condiciones socioeconómicas desiguales que favorecen vidas precarias y el canibalismo social. No obstante, cuando alguien atenta contra su propia vida, se insiste en responsabilizar al individuo.
Duele pensar que, tal vez, el suicidio sea el último medio para reapropiarse de un cuerpo y una vida que los niños en realidad jamás sintieron suyos; en las marcas del cuerpo que queda atrás permanecen los últimos resabios de agentividad de un sujeto real y la relación material con su entorno; no es lo mismo ingerir medicamentos que colgarse, arrojarse desde alturas elevadas o frente a un tren en movimiento. No es del todo cierto que el resultado sea siempre el mismo; el método elegido importa, su ejecución en público o en privado importa, si dejan nota y lo que digan en ella, también es relevante. Ante el horror de un niño que se quita la vida, muchas personas se niegan rotundamente a poner atención y reconocer como válidos sus últimos gestos hacia los vivos. Un suicida rara vez será un muerto digno. “No fue un accidente, ¿verdad?”, le había preguntado Sebastián con suspicacia al director de su escuela a propósito del anuncio de la súbita muerte de Marina. El otro, acorralado y sin palabras coherentes, sólo pudo responder con gritos exasperados para zanjar el asunto y sacar al niño de su oficina. No, Sebastián. Cuando se trata de niños flotando solos y sofocados en el silencioso espacio de los adultos, nunca es un accidente.
Imagen de portada: Ilustración de David Lara, en Martha Riva Palacios, Buenas noches, Laika, FCE, Ciudad de México, 2016