Llegué a Alemania con un solo libro en la mochila (el que estaba leyendo al momento de viajar). Ya que vine apenas por un año y mis planes consisten en volver a Zapopan, consideré, creo que muy sensatamente, que sería una locura cargar con mi biblioteca personal o siquiera parte de ella para hacer más llevadera mi estancia en estas tierras. ¿Qué hace uno por los aires con ocho mil libros? ¿O los manda uno por barco, y cuando finalmente llegan y termina uno de acomodarlos, los empaca de regreso? Por eso, me hice de un archivo digital, con algo así como setenta títulos necesarios como referencia (un par de versiones digitales de diccionarios y enciclopedias, por ejemplo) o relacionados con los asuntos de los que ahora escribo, y decidí que seria suficiente con eso (y, bueno, claro, el ya citado libro impreso que me llevé en la mochila, para leer en el avión, y ya había terminado al aterrizar). En fin: esta mañana, luego de dos meses y medio en Europa, he descubierto que tengo tres decenas de volúmenes en mi poder. Por fortuna vivo en un departamento con estanterías empotradas y no parece que vaya a hacerme falta el espacio. Ése no es el problema. En realidad, mi asombro va por otro lado y es la manera en que los libros se las arreglan para reproducirse. Cuando te acostumbras a vivir entre ellos, es como si brotaran de la nada a tu alrededor, así nada más, como retoños de diente de león. No, yo no hablo ni leo alemán (como he dicho repetidamente en este espacio), pero Berlín es un ciudad cosmopolita, que se vive en varias lenguas. Así, pues, me he asomado a exposiciones y me he hecho de los catálogos en inglés de lo visto. Y en una tienda de música encontré un gran libro de fotografías y entrevistas con una banda favorita y me lo compré. Y he visitado las librerías en lengua española de la ciudad (son pocas pero bien apertrechadas y resultan suficientes para tener qué llevarse a los ojos) y encontrado algunas joyitas irrenunciables. Y un par de amigos con los que me he topado por estos lares me han obsequiado las novedades que escriben o editan y las tengo acá (entre ellas la novela No contar todo, de Emiliano Monge, que es un librazo de vuelta al ruedo y salida por la puerta grande). Y luego encontré, en París, la traducción de un ensayo que llevaba tiempo de buscar infructuosamente. Y un loquito en Croacia interrumpió la presentación de mi novela para regalarme la suya (que no puedo leer porque está en croata, lengua que tampoco domino, aunque mi presentador me advirtió que mejor que ni lo intentara, porque el loquito interruptor es un pájaro de cuenta al que el medio literario de su ciudad ve con una mezcla de pena ajena y compasión). Y en Zagreb encontré la traducción al español de una novela local que me interesaba… Total, ya son treinta libros los que andan por acá al lado, en el estante. A este ritmo, tendré más de cien (porque, además, pasaré las navidades en Madrid, que en lo que a mí respecta es la Meca de las librerías) para cuando vuelva a México. ¿Qué haré con todos estos nuevos volúmenes cuando me vaya? ¿Repartir la mayoría entre los amigos hispanohablantes de Berlín y llevarme sólo los indispensables? ¿Cargar con todos, como indica mi costumbre inveterada de conservarlos a cualquier costo (porque sólo me deshago de los ejemplares de las obras de escritores que me demuestran ser unos tarados)? ¿Pero cómo se puede dormir luego de regalar los libros de uno? Sería como regalar, no sé, a mis hijos o mis perros. Yo, la verdad, no podría. Me temo que los llevaré en el lomo, me vaya a donde me vaya. Pobres de mis vértebras.
Imagen de portada: Jan Davidsz. de Heem, Still Life with Books and a Violin, 1628.