México ha sido un país perdedor de territorios. Cuenta hoy con casi dos millones de kilómetros cuadrados de superficie territorial, pero en su condición de colonia española alcanzó las dimensiones de un subcontinente. Hacia el sur, la división política de la monarquía llevaba nuestras fronteras hasta la provincia colombiana de Panamá; hacia el norte, los territorios de Texas, Nuevo México y la Alta California la extendían más allá del paralelo 40º N. Subiendo más por la costa occidental del Pacífico, navegantes novohispanos enviados por los virreyes tomaron posesión de tierras ubicadas más allá del cabo Mendocino y hasta puerto Valdez, en Alaska, arriba del paralelo 50° N. Por allí, sin embargo, la posesión fue siempre más disputada y precaria. En un sentido todavía más amplio, hubo tiempos en que la Nueva España regía los asuntos de Filipinas, después de que fue descubierta, poblada y unida a la economía española con armadas que partieron de costas mexicanas. Pero si bien hay que reconocer que, a semejante escala, éstas son más bien añoranzas españolas, sí tenemos que aceptar que las pérdidas territoriales más cuantiosas las tuvimos como país ya independizado. Y sencillamente la conclusión es dolorosa pero indiscutible: tenemos mucho menos territorio que el que independizaron los padres de la nación. Contrariamente a la experiencia de otros Estados latinoamericanos, entre ellos destacadamente Brasil, nuestras fronteras se fueron contrayendo en el siglo XIX. Primero los territorios centroamericanos a la caída del imperio de Iturbide; luego las enormes regiones allende el Bravo; más tarde La Mesilla en el norte de Sonora, y hacia finales de siglo, Belice. Casi dos millones quinientos mil kilómetros cuadrados, en suma, pudiera ser el saldo territorial negativo con que entramos al siglo actual. De todo esto nos consuela únicamente, también es cierto, el no haber desaparecido del todo como país independiente. El siglo XX nos reservaba otra pérdida territorial. No de la magnitud de aquéllas, pero igualmente sensible. Fruto también de los apetitos que provocaron las primeras, y culpa de las mismas deficiencias en su defensa. Nos referimos, claro está, a la isla Clipperton, conocida también como Isla de la Pasión, y más antiguamente aún como isla Médano o Médanos. Son tan absurdas las circunstancias que determinaron su exclusión de la soberanía mexicana, que no hay persona razonable que, al conocerlas, se conforme con el resultado. Por eso el asunto sigue vivo y agitando periódicamente la conciencia de los mexicanos. Y es mi opinión que ésta no quedará satisfecha hasta que México recupere la soberanía sobre la isla.
Para cualquier país y cualesquiera que sean las circunstancias en que ocurran, las pérdidas territoriales son siempre dolorosas. Al menguarse el soporte material de la nación, así sea en pequeña medida, junto al gravoso sentimiento de pérdida física la conciencia nacional se siente disminuida; el cuerpo social se recoge sobre sí mismo y se paraliza por algún tiempo, ni más ni menos que como un ser vivo. Y exactamente como un mutilado, padece luego la sensación del miembro fantasma. La extremidad ya no está allí, pero se percibe todavía claramente como propia. Tal es el caso de la isla Clipperton. Seguramente los mexicanos de principios del siglo buscaron a Clipperton en los mapas y muchas veces no pudieron hallarla; de aquí surge una primera lección: ningún libro de geografía que muestre el territorio nacional debería omitir la representación de nuestras islas; porque no son fragmentos prescindibles del Estado, ni partículas de soberanía desbalagadas sobre las aguas, sino parte integral del todo nacional. Por desgracia esto ha ocurrido muchas veces. Los arduos y a veces dramáticos episodios que se vivieron con motivo de las luchas por la isla Clipperton ponen de manifiesto que la cartografía está directamente asociada con la política y los derechos del país. Y la controversia internacional que nos llevó a perder esa porción de nuestro territorio entraña numerosas lecciones que deben repasarse, para extraer de ellas las enseñanzas del caso. La más general, por cierto, consiste en que la batalla por la soberanía e integridad territorial del país nunca será un asunto definitivamente concluido. Y que a despecho de algunos signos favorables en el mundo, los Estados nacionales tendrán que esforzarse hoy tanto o más que nunca para mantener intacto el espacio en que ha de prosperar cada pueblo: su territorio. Francia tiene hoy el dominio sobre la isla en virtud de que, en 1931, el rey Víctor Manuel III de Italia falló en su favor la controversia que México y aquel país le sometieron para ver a quién le correspondía. De esta manera, Clipperton, o la Isla de la Pasión, que hasta entonces figuraba expresamente en la Constitución como parte integrante del territorio nacional, fue suprimida de su artículo 42, y poco después la marina francesa tomó posesión de ella. Clipperton tiene una importancia especial para los mexicanos, en cuanto que por ella percibimos dramáticamente la presencia de nuestro territorio insular. No es que el país hubiese estado ausente de los negocios marineros, ya que durante la época colonial el comercio con Europa por los puertos del golfo fue abundante y continuo. Por el litoral del Pacífico lo fue también con Centro y Sudamérica, especialmente con Perú; y la ruta de las Filipinas, recorrida durante 250 años por el galeón de Acapulco, nos puso en el centro del comercio entre el Oriente y España. Durante todo ese tiempo fue México, claramente, puente entre dos mundos. Pero fueron los acontecimientos relacionados con la disputa por la soberanía de Clipperton —escalón, como todas ellas, para el comercio marítimo— los que indudablemente nos despertaron del letargo en que por muchos años había estado la política isleña. La pérdida de ese territorio, por consiguiente, de ninguna manera debe justificar el estupor que, al parecer, nos sobrevino desde entonces en materia de islas; por el contrario, ha de ser acicate para explorar ampliamente sus posibilidades y recursos, e incorporarlos al desarrollo para beneficio de los mexicanos. El origen del interés de Francia por la isla nació a mediados del siglo pasado. Hay seguramente más de una causa para el apetito de tener a Clipperton como territorio propio, y entre ellas el antiguo interés de los franceses por abrir una ruta marítima en el istmo centroamericano. Dentro de este propósito, en efecto, Clipperton es un punto relativamente cercano a la ruta del posible canal. Evocando ese objetivo original, un escritor francés escribía a principios del siglo XX:
Un pequeño islote que va a desempeñar un importante papel cuando quede concluido el canal de Panamá —razón por la cual las potencias se lo disputan desde ahora— es nuestra pequeña colonia de Clipperton, perdida en el Pacífico […] Todo el valor de Clipperton está en su situación estratégica porque este islote es, por lo demás, pobre.
Y concluía: “En la actualidad los mexicanos y los americanos empiezan a rondar la isla”,1 fingiendo ignorar que los mexicanos ya estábamos perfecta y legítimamente aposentados en ella. Parece claro que, incluso, tener meramente una base logística de apoyo próxima a la banda occidental del continente americano, donde hasta entonces no tenía ninguna, es una razón suficientemente motivadora para una política colonial de alcance mundial. Sin embargo, tal y como el asunto se presentó públicamente, los hechos son los siguientes: Un negociante de El Havre, interesado en la explotación de los depósitos de guano que había en Clipperton, propuso a Napoleón III la captura del atolón. El señor Lockhart, que era ese negociante, ofrecía revelar la localización del islote y, a cambio, pedía que se le adjudicara mediante contrato de explotación exclusiva de los depósitos de guano que allí había. Aquélla era una oferta que no podía rehusar quien había hecho del imperialismo una política de gobierno, de modo que sin saber de quién era la isla, y sin detenerse a averiguarlo, la maquinaria gubernamental se echó a andar de inmediato. El 22 de noviembre de 1858 el teniente de navío Víctor Le Coat De Kerwéguen, habilitado como comisario del gobierno francés y enviado a la isla a bordo de un buque mercante propiedad de la compañía Lockhart, levantó una acta administrativa desde la cubierta del barco L’Amiral, declarando que tomaba posesión de ella en nombre del emperador. De aquí se dirigió a Hawái —a más de 6,000 km de distancia— para informar al cónsul francés del resultado de su comisión; éste, a su vez, no comunicó al ministro de Relaciones Exteriores del entonces reino de Hawái, e hizo publicar la noticia en el periódico The Polynesian, de Honolulú. Debemos, por tanto, eliminar de la cabeza desde ahora, al menos quienes así lo hayan imaginado alguna vez, la imagen de un arrojado y joven oficial que, queriendo emular las hazañas de Bougainville y Dampier, se hubiera echado a navegar por el inmenso Pacífico, encontrara una isla desierta, tratara de desembarcar, sin conseguirlo, por cierto, y para remediar este inconveniente leyera a los cuatro vientos una proclama, en el más puro estilo del siglo XVI, declarando que el nuevo territorio era ya ganado para su soberano. A partir de aquel pintoresco y fugaz acontecimiento, Francia no volvió a manifestar ningún interés en la isla, pues resultó que las muestras de guano extraídas de sus depósitos carecían de la concentración necesaria para hacerlos comercialmente rentables. Además de esto, al contratista Lockhart le parecieron muchas las dificultades para abordar con facilidad la isla, que está rodeada de filosos arrecifes y a la que fuertes resacas y golpes de mar baten continuamente, poniendo en peligro de naufragio a las embarcaciones que se le acercan. Hubieran sido necesarios serios y costosos trabajos para hacer practicables los desembarcos, así como para la extracción de los cargamentos de guano. En consecuencia, el proyecto de explotación guanera se abandonó y durante 40 años los franceses no volvieron a pararse por allí. ¿Cuándo y cómo fue, entonces, que esa toma de posesión de una isla mexicana, realizada de forma subrepticia, sin efectividad ni continuidad algunas, salió a la luz pública y se volvió un conflicto internacional? ¿Cómo pervive y llega hasta nosotros este asunto, dando lugar durante tanto tiempo a la reflexiva indignación de muchos? Conviene dedicar algunos párrafos a reseñar compendiosamente los acontecimientos que preceden al laudo arbitral. Cada uno de los momentos que comprende esta querella internacional necesita ser ampliado, al modo en que una fotografía a la que se aplica este procedimiento permite ver detalles esenciales que se pasaban por alto. En política, ya se sabe, los tiempos y las circunstancias en que ocurren los hechos explican mejor, a menudo, lo que intentan sumariamente las demostraciones generales. En el caso que tratamos la historia gruesa es la siguiente: El 15 de agosto de 1897, el Herald de Nueva York publica un telegrama procedente de San Diego, California, y fechado el día anterior, en el que se dice que llegó procedente de la isla de Clipperton el vapor Navarra, y que, según el dicho de algunas personas de abordo, se cree que pronto será izada la bandera inglesa en la citada isla, “no obstante que se supone que pertenece a México”. Cuatro días después el Diario Oficial, en la Ciudad de México, reproduce un cable fechado el día 18 pero ahora en San Francisco, California, reiterando que la llegada del vapor Navarra procedente de la citada isla de Clipperton confirma los rumores de posibles complicaciones diplomáticas con Gran Bretaña sobre la propiedad de dicha isla; el nuevo cable, sin embargo, introduce una variante en cuanto a la soberanía de Clipperton. Dice el cable procedente de San Francisco:
Varios años hace que se descubrió esta isla y es muy rica en fosfato. Se organizó entonces la Compañía Oceánica de Fosfato, y desde entonces esta isla ha pertenecido al gobierno de los Estados Unidos y siempre se le ha considerado como parte de su territorio.2
En el contexto político estadounidense, y habida cuenta de la relativa alarma con que se reseñaban los hechos, éstos podrían anunciar una nueva e inesperada presencia de la Gran Bretaña en las costas americanas, incómodamente cerca de los Estados Unidos. En consecuencia, la prensa estadounidense se seguirá ocupando regularmente del tema durante los años siguientes.
El 24 de agosto el periódico católico de la Ciudad de México, El Tiempo, reproduce la nota publicada por el Diario Oficial, comentando que era público y notorio que la isla Clipperton, conocida con el nombre de Isla de la Pasión durante la época colonial, era una posesión mexicana y que, por consiguiente, nada tenían que hacer en ella ni los estadounidenses ni los ingleses. Como conclusión lanzaba una requisitoria al gobierno, a cuyo frente estaba entonces el general Porfirio Díaz, acerca de la necesidad de asegurar la soberanía mexicana sobre la isla de Clipperton. La Secretaría de Relaciones reaccionó con prontitud y pidió el 30 de agosto a la de Guerra que ordenara una visita a la isla, a fin de averiguar qué había de cierto en los hechos reportados por las publicaciones periodísticas. La inspección se realizó, efectivamente, aunque hasta el 13 de diciembre por ciertas dificultades que para hacerse a la mar tuvo el buque al que correspondió realizarla. Ese día, no sin muchas dificultades, desembarcan en Clipperton, o la Isla de la Pasión, como por entonces porfían en llamarla las autoridades mexicanas, marinos del cañonero Demócrata, al mando del comandante F. Genesta, e izan en la isla el pabellón mexicano. En la isla encuentran a tres empleados dedicados a la explotación del guano por cuenta de la Oceanic Phosphate Company, de San Francisco, California, dos de los cuales piden regresar en la nave mexicana, quedándose únicamente el encargado para cuidar las pertenencias de la empresa. El día 15 el cañonero zarpa de la isla. Apenas una semana después de estos acontecimientos, el 13 de enero de 1898, el director de la compañía inglesa que había adquirido de la Oceanic Phosphate Co. sus eventuales derechos para explotar el guano en la isla acude a la legación de México en Londres y solicita que el gobierno mexicano le permita continuar explotando los yacimientos, a reserva de celebrar oportunamente un contrato de concesión. El 18 de abril la Secretaría de Relaciones Exteriores concede la autorización solicitada, mediante el pago de 75 centavos por tonelada exportada, y los trabajos continúan verificándose normalmente. El gobierno, por su parte, nombra en junio de 1898 un inspector de planta para vigilar su participación en la explotación, y se esfuerza por normalizar su presencia en la isla. En 1905, por ejemplo, al aprobarse por el Congreso el contrato definitivo con la compañía inglesa, nombra un prefecto con funciones de autoridad política, para organizar el gobierno y administración de la isla. En agosto de 1906 el capitán Ramón Arnaud pone en operación en ella un faro, y por acuerdo del secretario de Gobernación, Ramón Corral, se dispone que las actas de nacimiento levantadas en Clipperton, como en el caso de los territorios federales, se concentren en el registro público de la Ciudad de México. Todos estos acontecimientos, sin embargo, no han ocurrido sin las periódicas protestas por parte de Francia. Ya desde noviembre de 1897, motivada por las mismas publicaciones que dieron pábulo a las acciones mexicanas, y no por ninguna otra razón, un buque francés de la División Naval del Océano Pacífico se acerca sigilosamente a la isla, toma nota de las circunstancias y se retira cuando los tres empleados que la habitan izan la bandera de los Estados Unidos. El 8 de enero de 1898 Francia presenta una nota ante la cancillería mexicana alegando tener derechos sobre la isla Clipperton. Estos derechos los funda, como explicará después, en la declaración de toma de posesión que realizó en noviembre de 1858 el teniente de navío Le Coat de Kerwéguen, por cuenta de Napoleón III, emperador de Francia. Simultáneamente, el gobierno francés se dirige al Departamento de Estado estadounidense explorando su posición frente a la Clipperton. Éste responde el 24 de enero, explicando que el gobierno de los Estados Unidos no había otorgado concesión alguna a la compañía que explotaba los yacimientos de la isla, y que no pretendía alegar ningún derecho de soberanía sobre Clipperton. Excluidos así de la controversia los Estados Unidos, como ocurriría también con la Gran Bretaña, quedaban encarados como partes solamente México y Francia. Cuestionado por el gobierno mexicano acerca de los títulos en que Francia fundaba su pretensión de propiedad sobre la isla, el ministro de Francia en México ofrece, en junio de 1898, que pronto le serán remitidos para exhibirlos; pero que entre tanto “se reserva todos los derechos que posee sobre el islote”. Un mes después, efectivamente, el Ministerio de Negocios Extranjeros de Francia hace llegar a la cancillería mexicana los documentos solicitados. Éstos consistían, únicamente, en: 1) carta original dirigida el 10 de diciembre de 1858 por el teniente Le Coat de Kerwéguen “a nuestro agente en las islas Sandwich” (hoy Hawái), dándole aviso de haber tomado posesión de la isla; 2) acta relativa a dicha toma de posesión, levantada a bordo del buque L’Amiral, y 3) carta del ministro de Asuntos Extranjeros de Hawái, M. Wyllie, acusando recibo de los documentos anteriores. La documentación francesa no convence al gobierno de México —¿cómo podría hacerlo?—, que sigue en posesión de la isla considerándola propia. A principios de 1900 se publica un catálogo oficial de las islas pertenecientes a la república Mexicana, entre las cuales aparece la Isla de la Pasión, o Clipperton. Esta edición da lugar a que, en abril de ese año, el ministro de Negocios Extranjeros de Francia renueve, a través de una nota, sus reservas respecto a la soberanía mexicana sobre la isla. Así transcurren seis años más. En julio de 1906, con motivo ahora de una publicación hecha en el Diario Oficial de los Estados Unidos Mexicanos, relativa a diversos asuntos de interés relacionados con la isla, y aparecida también en el Boletín Oficial de la Secretaría de Relaciones Exteriores, del mismo mes, la representación francesa vuelve a manifestar sus reservas a cerca de la soberanía mexicana sobre Clipperton. Como respuesta, el 3 de agosto del mismo año, el secretario de Relaciones de México, Ignacio Mariscal, pide al de Francia que responda puntualmente a los argumentos que desde septiembre de 1898 le fueron presentados, porque a juicio del gobierno mexicano, con base en consideraciones históricas, geográficas y jurídicas, fundan plenamente y sin duda alguna la soberanía mexicana sobre la isla. En respuesta, el ministro de Francia en México informa que, instruido por su gobierno, éste “estaría dispuesto a fin de llegar a un acuerdo definitivo, a tomar desde luego en consideración la eventualidad de un arbitraje, sometiendo la cuestión a un tribunal arbitral”.3 Después de diversas consideraciones dentro del gobierno mexicano […] ambos gobiernos acuerdan someter su diferendo a un arbitraje. El árbitro de la cuestión será el rey de Italia, Víctor Manuel III, y ante él las partes someterán sus argumentaciones. El 2 de marzo de 1909 se firma la convención correspondiente, aunque el canje de ratificaciones no se realizará sino hasta mayo de 1911. Es precisamente a partir de este momento cuando se echa a andar el mecanismo del procedimiento de arbitraje confiado al rey de Italia.
Casi 20 años transcurrirán antes de que el rey italiano dicte su laudo, lo cual ocurre el 28 de enero de 1931. Largo periodo durante el cual ocurren, entre otros notables acontecimientos, la Primera Guerra Mundial, el proceso de la Revolución Mexicana, la Revolución bolchevique y el ascenso del fascismo en Italia. Cuando por fin Víctor Manuel III dicta su fallo el mundo es ya muy distinto. Han muerto también, la mayor parte de los personajes que conocieron y plantearon el problema, y buen número de sus protagonistas directos. No obstante, la opinión pública del país seguía consciente del diferendo pendiente; por esto la resolución, en su brevedad, causa estupor y desilusión en México, pues siempre se pensó que el fallo nos daría la razón. Decía contundentemente el laudo: “decidimos como Árbitro, que la soberanía sobre la isla de Clipperton pertenece a Francia desde el 17 de noviembre de 1858”.4 La actual posesión de la isla por parte de Francia responde más a un malentendido orgullo imperial que a una necesidad verdadera de la población francesa. Pero por encima de ese galardón quedan las realidades geográficas, la justicia, la memoria histórica y las necesidades de México. Aunque espíritus guiados exclusivamente por los hechos legales consumados, que se precipitaron para honrar una conducta internacional que siempre hemos querido irreprochable, pero que no tienen que ver con la justicia de la causa, invoquen en contra de México todo lo que México mismo hizo, nada podrán contra una creciente toma de conciencia acerca de este asunto en el país. Se multiplicarán las personas que, como el autor, piensen que hay allí una injusticia que reparar. La isla seguirá en su sitio por los siglos de los siglos, siempre más cerca de México que de Francia; exactamente en la ruta de los intereses y necesidades de nuestro país. Cada vez más parecerá un testimonio obsoleto de lo que podían hacer las grandes potencias en materia de apropiaciones territoriales durante el siglo XIX. La isla vivirá como un fantasma, apareciéndose generación tras generación a los mexicanos.
Fragmento editado de Miguel González Avelar, Clipperton, isla mexicana, FCE, Ciudad de México, 1992, pp. 15-35. Se reproduce con la autorización de Miguel González Compeán.
Imagen de portada: Restos de un naufragio, costa suroeste de Clipperton, “Expédition Clipperton” de Jean-Louis Étienne, 2005. Fotografía de Camille Freser. Cortesía de Vivianne Solís-Weiss
En Memoire Defensive presentée par le Gouvernement de la Republique Francaise…, París, Imprimieri e National, 1912, pp. 275 ss. ↩
Archivo Histórico Diplomático [AHD] de la Secretaría de Relaciones Exteriores, exp. Clipperton, L-E, 1726, ff. 6-6v. ↩
L-E, 1728, f. 60. ↩
AHD, original del laudo y su traducción al español, L-E, 1758, ff. 86-97. ↩