02 de marzo de 2018
Existe consenso en que fue el novelista francés Émile Zola el primer hombre al que se le atribuyó la etiqueta de “intelectual”, luego de que publicó su archifamoso manifiesto J’Accuse…!, en defensa del capitán Dreyfus. El término, de entrada, no tuvo ninguna clase de intención elogiosa. Según el historiador Pascal Ory (lo recuerda Carlos Altamirano), la primera aparición popular de la palabrita fue a manera de mofa, en un editorial publicado en febrero de 1898 y llamado “La protesta de los intelectuales”, en el cual el escritor de derechas Maurice Barrès tronaba contra Zola y los “abajofirmantes” de su manifiesto en favor de Dreyfus, un militar degradado y enjuiciado por acusaciones de espionaje y traición basadas (según demostró un larguísimo proceso) en falsedades y prejuicios antisemitas. Barrès tenía talento para bautizar cosas: también se le debe a él, por ejemplo, el término “nacionalsocialista”. Y la denominación de “intelectuales” en vez de ofender a los destinatarios de la diatriba, los entusiasmó. Unos días después de que el texto de Barrès fuera publicado, Lucien Herr respondió con una carta abierta en la que adoptaba la palabra y se esforzaba por resignificarla de manera positiva. Y funcionó. De tal modo que pasó al uso común desde aquellos días. Siempre hubo en Francia (y en el mundo, claro) pensadores, escritores y artistas con un grado de participación pública notable (más de un siglo antes de Zola estuvo Voltaire, para no ir más lejos, aunque ejemplos sobran). Pero el término “intelectuales” no sólo reconoció esa aportación social, sino que la convirtió en bandera. Y los “intelectuales” pasaron a integrar una nueva élite social, a la altura de los clérigos de su tiempo (no en balde se les aplicó también el apodo de “clercs”), y distinguiéndose de los meros artistas, profesores o científicos (de cuyas filas suelen provenir) por el hecho de que sus pronunciamientos y “tomas de postura” rebasan las fronteras del arte, la academia y la ciencia y se meten de lleno en los campos de la política, la economía y la sociedad. De ese modelo del “intelectual” como hombre crítico y comprometido a la vez proviene Mario Vargas Llosa. También el resto de su generación literaria, acaso la más trascendente de las letras en español: la del Boom. Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Guillermo Cabrera Infante, Carlos Fuentes y, desde luego, Vargas Llosa mismo, por citar a los más conocidos entre ellos, se hicieron mundialmente famosos por sus obras literarias, sí, pero también por su condición de hombres públicos. No tuvieron empacho en poner sobre la mesa sus opiniones (ni siquiera cuando, en algún caso, éstas cambiaron radicalmente a la luz de los años). Firmaron manifiestos, cartas abiertas, proclamas, peticiones, protestas. Se solidarizaron con causas. Expusieron, hablaron, dieron bendiciones y maldijeron. Ejercieron de intelectuales pero, sobre todo, dejaron muy claro ante todos que lo hacían. No extraña, por eso, que Mario Vargas Llosa opine de tantos asuntos políticos alrededor del planeta, incluso en terrenos que no parecerían del interés primordial de un latinoamericano (se pronuncia con frecuencia sobre Europa, Oriente Medio, Rusia, China, el Lejano Oriente…). Lo hace desde una posición de privilegio: la de ser el escritor vivo más trascendente de la lengua española. Y por eso no extraña tampoco, si uno sigue la línea de su discurso desde los años ochenta, que se haya lamentado esta semana de la posibilidad de que Andrés Manuel López Obrador gane las elecciones presidenciales mexicanas. El novelista, que es declarado francófilo, se asume como un intelectual en la tradición de Zola y los suyos, es decir, como un hombre que se compromete con las causas que considera justas y que critica las que le parecen un desatino. Y ya que se identifica con el liberalismo como credo político y (según se ha encargado de reafirmar) ético, entiende las propuestas de López Obrador como estatistas, populistas y demagógicas. Y lo dice porque piensa que es lo que le toca. No me ocuparé aquí de si el escritor peruano tiene razón o se equivoca en este caso preciso. Lo que me interesa señalar es que el papel que juega Vargas Llosa como opinador y sentenciador, esté en lo correcto o no, es de esperarse en alguien que suscribe sus ideas y abraza la tradición del “intelectual”. Y, a fin de cuentas, la inmensa mayoría de los intelectuales que han criticado a los poderes políticos han tenido razón. O al menos, más razón que esos poderes políticos y sus defensores. Lo que me parece cuestionable, pues, no es en la manera que Vargas Llosa ejerce la crítica. Porque esa crítica lo habrá convertido en un personaje ingrato para los intelectuales de izquierda de América Latina, desde luego, pero ha tenido sus aciertos. Llamar “dictadura perfecta” al antiguo régimen priista fue valiente e iluminador, sin ir más lejos. El problema, me parece, sobreviene cuando la vocación crítica y comprometida del intelectual cede a las justificaciones y lisonjas del poder, como sucedería con el más simplón militante. Y Vargas Llosa ha caído en esa tentación. Ha reconocido un “progreso democrático” en ese mismo PRI de la “dictadura perfecta” que cualquier mexicano sabe que no ha cambiado un ápice (pero que, significativamente, ha aplicado un programa económico liberal desde mediados de los ochenta). Y mantiene una estrecha amistad con líderes de la derecha española (como el impresentable ex presidente José María Aznar), a los que cubre de elogios. El problema, pues, no estriba en que Vargas Llosa ejerza la crítica, que es parte de su trabajo como intelectual, aunque corra, como todos, el riesgo de fallar. El problema es justamente el contrario: el que sobreviene cuando no la ejerce y encuentra admirable, por ejemplo, a la ultraliberal Margaret Thatcher, madre del desmantelamiento del Estado británico y azote de las clases populares de su país. El Vargas Llosa crítico puede equivocarse, como cualquiera. Y lo hace. Pero el Vargas Llosa acrítico, el militante que pasa por alto los perjuicios que muchos de los políticos que apoya y admira han causado a sus países, no puede acertar.
Imagen de portada: Henry de Groux, Zola ultrajado, 1898.