Cuando se piensa en migración hay dos ideas que suelen repetirse. Una, la que subraya la condición migratoria del tiempo que vivimos: “Estamos en la era de la mayor movilidad humana del planeta.” La otra, la celebración de la diversidad como rasgo de la humanidad: “Todos somos migrantes, llegamos, fuimos, volvimos o algún día, potencialmente, podríamos vivir en tierras lejanas.” Sin embargo, a la hora de hablar de los migrantes resulta que siempre son los otros, son ellos, nunca nosotros. La migración en esta época es uno de los rasgos más contundentes de la desigualdad de nuestro sistema económico global. La forma en que se da este proceso hace aún más evidente esta desigualdad que nos agobia y de la que buscamos inútilmente escapar. Las imágenes de migración que circulan en periódicos, revistas, televisión y redes sociales suelen mostrarnos a los desheredados del mundo que huyen de condiciones insoportables, mientras que las sociedades por las que transitan o en las que buscan establecerse los rechazan como si su sola presencia fuera una sentencia. Estos grupos —que cruzan mares, caminan desiertos, atraviesan fronteras— son la evidencia de la distribución absolutamente desigual de los recursos porque, vaya paradoja, la mayoría suele venir de países donde las élites son inmensamente ricas. A ellos, los que deciden migrar, sólo llegan algunas sobras de esa riqueza que a menudo producen con sus propias manos. Desde esta narrativa colectiva, esas masas deambulantes se desmarcan de los ciudadanos que prosperaron en el extranjero y que suelen volverse el orgullo de cada nación. Estos últimos no son “migrantes”, o por lo menos no lo son según la imagen de la migración que causa estupor y malestar en la opinión pública. Mientras unos migran de manera voluntaria, con documentos que acreditan una condición jurídica aceptable y en muchas ocasiones con un bagaje sociocultural y educativo que permite una integración medianamente exitosa a una nueva sociedad —sin que esto le reste dificultades al hecho mismo de que integrarse a una sociedad desconocida siempre trae un duelo—, los otros, ellos, nunca nosotros, migran de manera forzada porque simplemente no tienen opciones para enfrentar un peligro inminente en su propio país, una economía precaria sin un horizonte de mejoría o un círculo de pobreza imposible de romper. En este punto, el tipo de visado (o la carencia del mismo) se convierte en uno de los rasgos característicos de la desigualdad plasmada en la migración. Mientras que para algunos las fronteras son de papel, para otros se levantan murallas de todo tipo: bardas electrificadas, muros infranqueables, vallas con sensores. En este contexto el pasaporte y las visas son los documentos que marcan la diferencia entre quien puede entrar a un país sin mayor problema, celebrar la facilidad de trasladarse, viajar, e incluso instalarse como libre elección de vida, tan sólo respetando las reglas del sistema al ajustarse a los tiempos que cada país define como estancia “legal”. ¿Quién no conoce a alguna persona, amigo o familiar, que cuando su visado de turista expiró repitió el procedimiento de entrar y salir de un país para mantenerse bajo los principios de la legalidad migratoria? ¿Quién no ubica a algunos cuantos que ostentan múltiples ciudadanías como prueba de su capacidad de movilidad geográfica sin restricciones, en tanto que otros quedan irremediablemente atrapados entre fronteras? Sólo quien no goza de alguno de estos privilegios se vuelve “indocumentado”. Desde esta perspectiva, las leyes y los sistemas de control migratorio son en realidad mecanismos que buscan marcar aún más las diferencias sociales y, al hacerlo, refrendar la desigualdad contemporánea. Por eso, la “seguridad nacional” como argumento contra la migración es sólo un eslogan: la delincuencia e incluso el terrorismo suelen viajar sin problemas, en aviones, en primera clase, con múltiples visados y tarjeta de crédito.
Es cierto que vivimos la época de toda la historia con el mayor número de personas moviéndose por el planeta, pero los que se establecen de manera permanente en un país distinto del que nacieron representan un porcentaje mínimo que no rebasa el 4 por ciento a nivel mundial. En algunos países, principalmente en las democracias industriales avanzadas, ese porcentaje sí es significativo y es ahí donde la integración se experimenta con mayor dinamismo. En esas naciones —Estados Unidos, Canadá, Inglaterra, Alemania, Francia, España, Portugal, etcétera—, hay movimientos solidarios y de inclusión de parte de la población local y sus gobiernos, pero también repudio a lo que algunos consideran ajeno a su “identidad nacional”, como si eso existiera como un todo y de manera inamovible en el tiempo. Lo sorprendente es que, en territorios con baja recepción de inmigrantes como México o Brasil, algunos replican esos discursos, argumentos y hasta montajes para rechazar a los migrantes, que en ninguno de los casos supera el 1 por ciento de la población total. Desafortunadamente, en algunos países el repudio al extranjero se convierte en una furia irracional que postula candidatos y obtiene cargos de poder, incluso a nivel presidencial. En lugares como México algunos hablan de “gérmenes de xenofobia”, pero tal vez sea prudente revisar ese concepto para no vaciarlo de contenido. La xenofobia es el odio o rechazo irracional contra una persona por el simple hecho de portar una nacionalidad considerada indeseable por prejuicios y estereotipos producto de una construcción histórica de larga data. Distintas encuestas demuestran que en México la valoración del proceso migratorio, en particular el centroamericano, es más negativa que en otros países, pero quizá lo que se expresa en esto es miedo, ignorancia y hasta sorpresa ante la súbita visibilidad de los flujos que históricamente han transitado por el país desde hace décadas. La crisis actual no la genera este flujo migratorio sino la política pública con que se le atiende, la inseguridad y el crimen que los acompaña o el colapso de las poblaciones en que se concentran los contingentes en espera (una lógica contraproducente que ni respeta ni acompaña la naturaleza del movimiento). En este contexto, los distintos foros públicos y vitrinas de comunicación son centrales porque pueden o bien educar para la tolerancia, la diversidad y la comprensión del momento, o bien alimentar, como muchas veces lo hacen, los repudios malsanos y coyunturales. Sobra decir, por ejemplo, que un crimen nunca debe asociarse con la nacionalidad porque estigmatiza al conjunto y que tampoco debe repetirse que una nacionalidad es un tótem sagrado que describe a todos los miembros de un clan de origen. Los oportunistas que llaman abiertamente al repudio del extranjero por simple necesidad de consigna pueden encontrar eco cuando no hay información ni claridad en el proyecto migratorio que la ciudadanía debe ayudar a construir. No es una labor exclusiva del gobierno en turno ni de los políticos que a veces se muestran claramente rebasados ante lo monumental de un proceso planetario. Si bien estamos en una era de migración sin precedentes, la realidad es que se trata sólo del inicio de un proceso de sobrevivencia de la humanidad donde los movimientos que hoy vemos son pequeños —aun si no debemos restarles importancia— respecto a lo que lo serán en el transcurso del siglo. No hay forma de que la mayoría de los países mantenga su dinamismo económico y social, su capacidad de reproducción natal y reemplace su fuerza laboral sin inmigrantes. Lo que hoy vemos como un desafío e incluso una amenaza será en breve, en un par de décadas si acaso, motivo para una lucha encarnizada entre naciones por atraer, invitar, convencer a otros para que se instalen entre nosotros. Rogaremos para que regresen los que se fueron y sus hijos y sus nietos, como ocurre ya en ciertas sociedades envejecidas de Europa. Tal vez un día, pronto, entendamos la importancia de cuidar a nuestros médicos, enfermeras, profesores, campesinos, científicos, urbanistas, cuentistas de lo local, como lo más preciado que una sociedad tiene antes del colapso que provocaría su ausencia. La desigualdad creciente, cuyo efecto más palpable es la migración, es una trampa mortal para la humanidad. La movilización de millones que buscan salvarse en lo individual es en realidad un proceso colectivo que incluye también a las sociedades transitadas y las receptoras. Por eso insistir en describir a los migrantes como los otros sólo preserva la falsa impresión de que la migración es un proceso autónomo cuando sin nosotros no hay ellos. Ésa sería entonces la hipocresía globalizada: seguir hablando de la migración como algo aparte, cuando los migrantes también somos nosotros.
Imagen de portada: Helen Zughaib, Syrian Migration Series #1, 2009. Cortesía de la artista