—No me preocupa engordar —miento—. Es por mi salud. Prefiero los alimentos más nutritivos. Tamara, desde la solapa de su libro, me mira despreciar un bocadillo de jamón para meterme a la boca un puñado de arándanos. —Cambiaste el imperativo de la belleza por el del bienestar —me dice. —No es cierto —respondo, defensiva—. Y tú ni siquiera comes jamón. Abandono la lectura para terminar mi almuerzo en paz. Tamara Tenenbaum es una filósofa judía argentina que ha puesto su oficio al servicio del feminismo. Es inquisitiva, algo poco usual en tiempos en los que casi todas las posturas, al menos las que ocupan los anaqueles de novedades, parecen converger. El fin del amor (que circula desde 2019 pero llegó a librerías mexicanas hasta este año) compendia ensayos sobre la condición femenina de clase media latinoamericana que anda entre los veinte y los cuarenta años. La autora reflexiona sobre algunos mandatos de la mujer moderna, en especial aquellos que obedecemos gustosas sin estar plenamente conscientes de su imposición, tales como querernos, cuidarnos, deconstruirnos, mantener cuerpos, mentes y feminismos sanos, ser felices, ser autónomas. Ante los imperativos, el abordaje de Tamara es descriptivo. Parte de su propia experiencia, reconociendo sus limitaciones —las cuales van aparejadas a lo que se ha dado en llamar su privilegio; es blanca, educada, cisgénero y judía no ortodoxa—, que le permiten una mirada crítica ante el dogma y la secularidad. Cuando digo que es inquisitiva quiero decir incómoda, incordiante, pero del tipo que se agradece a largo plazo, igual que cuando una amiga por fin te advierte que parece que estás deprimida, que eres demasiado severa, que has perdido peso, que tu pareja, que tu embarazo, que… —No está en tu cabeza —me dice, sin que yo le pregunte nada—. No tenés mala suerte, no te pasa solo a vos. Todas somos extranjeras en el mundo del deseo. Incómoda al momento de la enunciación y al mismo tiempo necesaria en la gran escala. Caminamos en dirección a la sinagoga. Frente a nosotras hay una pareja joven. Visten ropa de Zara como cualquier otro paseante, pero traen la cabeza cubierta: ella con un pañuelo y él con una kipá del color de su barba. Esa pareja no se conoció en Tinder, aunque tampoco es seguro que sea un matrimonio arreglado. Escenas como esta conforman la cotidianidad del barrio judío de Buenos Aires, el Once, donde Tamara creció y donde su mamá todavía vive y trabaja. Me cuenta que, hasta que entró a la adolescencia, nunca había probado el jamón; es más, no sabía cómo se veía, de qué color era, si parecía lomo, chuleta, bistec o embutido, ni cómo se comía —¿con cubiertos?—. Y lo mismo pasaba con el mercado de las relaciones interpersonales, con los muchachos, el amor, el sexo, el afecto, el mercado de cuerpos —¿con las manos?—. Tamara y yo no somos amigas, no estamos realmente en la avenida Uriburu, pero el formato de ensayo permite y alienta esta ilusión deambulatoria. El ensayo es movimiento, excursión libre de las ideas. Ah, la libertad, tan parecida al consumo. En una combinación afortunada de ensayo personal y argumentativo, Tamara presenta su dialéctica. Tesis: las mujeres de hoy elegimos pareja libremente. Antítesis: esta supuesta libertad nos ha puesto a competir entre nosotras con más ferocidad que atletas olímpicas. Tesis: somos libres de enredarnos con quien se nos dé la gana. Antítesis: terminamos acostándonos con tipos que ni nos gustan. Tesis: el amor como lo conocemos está llegando a su fin. Y aquí, más que una antítesis o una pregunta, Tamara tiene un comentario: vamos a tener que sustituirlo con algo. Movida por estos intereses, se tomó el trabajo de leer completo el sílabo de Feminismo I, II y III. Entendió los postulados de las distintas olas y concluyó algo importante: que la teoría sirve de poco allá arriba en las nubes, que hay que bajarla a la tierra. Hablar de la cultura de la violación es necesario, pero solo bajo el entendido de que no podemos dejar de coger hasta desarmarla. Superar el paradigma del amor romántico es urgente, pero tampoco resulta sencillo borrar décadas de adoctrinamiento en el método Disney. Debemos cuestionar el deseo, pero el propio, no el ajeno. El goce es un derecho que hemos conquistado, pero cuando se vuelve una obligación deviene agotador. Si el matrimonio cerrado y monógamo no es una opción, ahora jugamos al vínculo laxo y sin restricciones. Nos volvimos objetos de intercambio, salir a una cita se parece cada vez más a una entrevista de trabajo. Ciertas aplicaciones revelan si buscamos pareja de base o freelance, si estamos a la venta, a la renta o si somos Airbnb. —Para evitar el sufrimiento, evitamos el amor —interrumpe un trasnochado Byung-Chul Han. —Tú no convives con muchas mujeres, ¿verdad? —responde Tamara. En este mercado híbrido, entre consumista y laboral, la asimetría favorece a los varones. La carrera, además de extenuante, es dolorosa. Conformamos legiones de mujeres deconstruidas, feministas, saludables hasta el hartazgo, resilientes y al mismo tiempo tristes porque no nos llamó Fulano. —Lo que te duele, compañera —¿quién te preguntó, Tamara?—, no es la fluidez de los vínculos, sino la dinámica de oferta y demanda. Mucho más efectivo que deconstruirnos por decreto, sería visibilizar cuánto hay de político y de económico en los afectos, y cuánto es simulación. Nos tragamos el cuento del amor romántico. Ahora nos tragamos el cuento de que vamos a derrumbarlo a tuitazos. De vuelta en el Once, Tamara me cuenta sobre su incursión por la blogósfera feminista. Provenimos de países, generaciones y estratos distintos, pero su experiencia resuena en la mía. En México también tuvimos una explosión de bitácoras y foros, ¿en dónde más iban a caber tantas y tantas subjetividades? Nos acercábamos a la horizontalidad, sin saberlo, a la misma que hoy le permite a Tamara entrar en diálogo con maestras y precursoras. Contra el soliloquio, la invocación es el remedio: un concierto de activistas, artistas y teóricas. En la voz clara y resuelta de Tamara, voz que es el sueño de toda ensayista, convergen feministas de distintas generaciones. Al hablar con ella, una profunda geología la sustenta. Desde Woolf hasta Penny, pasando por Despentes, Weigel, Federici y Zafra. —El patriarcado no se mete solamente con nuestras conductas —dice Tamara que dice alguien—, sino también con nuestros deseos, sueños y aspiraciones. Nos grita que lo estamos haciendo mal, que la única vida con problemas es la nuestra. Hay una Tamara antes del feminismo y otra después. La segunda derrumbó algunas mitologías que movían a la primera; otras cayeron por su propio peso. El razonamiento deductivo no permitía otro resultado. —Los hombres no podían importar tanto. Ensancha el análisis, que es lo más cercano a la deconstrucción. Más que aventurar respuestas, plantea nuevas preguntas, convencida de que sus búsquedas podrían ampliarse. —No es cierto que las chicas pobres, ocupadas en cosas más importantes, no tengan tiempo para pavadas como el romance, el deseo y los celos —enuncia—. Lo que sucede es que terminan ocupándose de ambas, lo que es especialmente cruel. El punto de vista de la ensayista se erige en un nodo concéntrico. Alrededor, confluyen las asociaciones que sustentan la búsqueda. El libro no es un tratado de ciencia social, pero sí el resultado de largas horas de lectura y observación. —La deconstrucción no es otra cosa —me explica— que la necesidad de continuar una conversación que no tiene fin. Modestia y ambición feminista. Sobra decir que no conozco a Tamara, que nunca he estado en el Once y que si su libro me ha sacudido es por la misma razón por la que laikeo cada tuit feminista de mi TL: porque me estremece el descubrimiento de que casi todo lo que me ha pasado le ha pasado a muchas otras, que las ideas que cruzan por mi cabeza alguien más las ha pensado. También, que muchas mujeres se han esforzado por sacar dichas nociones del campo del sentido común y llevarlas al de la teoría. Ahora nos tocará a nosotras, a las blogueras inquisitivas que abandonan el brasier al tiempo que adoptan la dieta keto, traerlas de regreso a la sobremesa. No aliviará la culpa, porque esa nunca se calma; eso sí, tal vez desfogue un poco la ansiedad. Este es un libro para leer en voz alta y socializarlo. Te deja tambaleante, pero con la certeza de que hay una red sosteniéndote. —La pareja puede salvarse si la quitamos del centro —dice Tamara—, pero mucho más importante sería salvarnos nosotras, con mucho amor, comunidad y suerte. Transformar vínculos en lugar de descartarlos. El fin del amor romántico no tiene que ser el fin del amor; fin como finalidad, objetivo. Entre tantas maneras de vincularnos con el mundo y la otredad, debe haber una menos agotadora. La belleza, cuando es un imperativo, cansa. El amor romántico acaba. El patriarcado es humo. —Oye, Tamara, ¿y en Argentina escuchaban a José José?
Imagen de portada: © Naandeyé García Villegas, Contacto, 2021. Cortesía de la artista