Aunque pasé años en un frenesí de escritura, traducción, lecturas y voluntariado, la cuarentena no sólo me obligó a ir más lento, sino que hizo que me detuviera por completo y sin explicación. No he escrito ni un ápice de nada en meses más allá unas cuantas ideas para un cuento sobre una mujer que, durante la cuarentena, pretende que hay una tormenta de nieve afuera en lugar de una soleada crisis de salud. Tuve una ráfaga de actividad adyacente a la escritura cuando salió mi primer libro de cuento pocas semanas después de que se declarara la cuarentena, escribí y grabé entrevistas, pequeñas piezas promocionales comisionadas, e hice esto con consciencia de que era por el bien de mi increíble editora, pero la publicación me apenó de cierta manera e intenté olvidar por completo el evento. Las novelas vitales que debo traducir (una sobre la memoria cultural sepultada en Australia, la otra en torno al desastre distópico del clima) se pospusieron junto con el pago completo o parcial que recibiría por ellas y han permanecido ahí, sin cambios, mirándome con recriminación desde la esquina de mi cuarto. Logré trabajar durante dos semanas en mi doctorado pues tenía una evaluación de prueba que debía aprobar para seguir recibiendo mi beca, mi único ingreso constante. Lo sentí como unir bloques de Lego unos con otros mecánicamente. Más allá de estos pequeños arrebatos de trabajo, he experimentado un estado de suspensión que, para ser franca, me ha hecho sentir avergonzada. Una vez que me empezaron a cancelar los trabajos y eventos, mi cuerpo y mente comenzaron a quedarse sin batería. La poca energía que tengo para trabajar, impulsada por la necesidad de compaginar varios trabajos y del constante barullo administrativo, de agendar eventos y preguntar sobre posibles proyectos futuros, desapareció del todo. No creo que se trate de un estado depresivo, no siento el cuerpo pesado ni letárgico ni indiferente. Mi nivel diario de depresión es, hasta cierto punto, lo que me mantiene con energía, como alguien que se retuerce en el mar para evitar ahogarse. Esto se sintió (y se siente) más como una gran nada. Me levanto temprano y me visto, luego miro los objetos en el departamento o me siento en la banca de nuestro pequeño jardín trasero y observo los arbustos. No pasa ni un solo pensamiento por mi mente. Quizá desde siempre llevo cargando un agotamiento físico e intelectual, quizá estoy rebasada. Quién sabe. Hace un par de semanas, mientras navegaba por internet acunada en el vacío distractor y cómodo de mi celular, vi un grupo de cuatro fotos que mostraban el trabajo del escultor estadounidense Claes Oldenburg, con cuyo trabajo no estaba familiarizada. En el interior de una vitrina, como la que uno encontraría en el supermercado o en un restaurante, había una muestra de lo que aparentaban ser grandes rebanadas de pan untadas con una variedad de spreads, aunque era fácil darse cuenta de que se trataba de algo falso por su uniformidad y por el hecho de que, aunque algunos spreads podrían ser chocolate o mayonesa, otros eran de un tono naranja brillante o amarillo. Se trataba, de hecho, de pintura aplicada en capas gruesas. Había otras piezas que, aunque más abstractas, se podían interpretar fácilmente como dos hamburguesas pegajosas y derretidas, con gruesas capas de pintura que designaban el arcoíris distintivo de las hamburguesas. Al último, dos vitrinas de postres, como aquellas que uno encuentra en diners en Estados Unidos o en restaurantes italianos, contenían esferas de colores brillantes sobre platos bruñidos (helado) o triángulos macizos en platos de cerámica (rebanadas de pay). Me hipnotizaron sus colores sobrios y pastel, su calidad informe e infantil, qué divertidos eran, qué felices me hacían sentir y, aunque no había hecho nada parecido en toda mi vida, me obsesionó la idea de intentar replicarlos en la medida de lo posible. Le enseñé las fotos a mi esposo, que es un artista plástico, y dijo que le recordaban a un artista joven que hace réplicas de latas de cerveza y de otros artículos cotidianos con un material barato llamado pasta de sal. Lo único que necesitaría era sal y harina y teníamos un poco de ambas. Esa noche me desvelé haciendo garabatos (¿cuándo había sido la última vez que había hecho garabatos?) de las cosas que intentaría hacer en una hoja y luego en otra. Una dona, una baguette, un croissant, una rebanada de pizza, una rebanada de sandía, un anillo de diamante. Una pasta de dientes, enrollada y aplastada. Un plátano, una cabeza de ajo, un juego de salero y pimentero, una taza de café, un huevo frito y, por supuesto, una rebanada de pan tostado untada con mermelada. Una serie de objetos fantasiosos y sobre todo comestibles ocupó mi mente. El día siguiente, un sábado, mezclé los ingredientes básicos (una taza de harina, media taza de sal, media de agua tibia), los amasé un poco y comencé a darle forma a mis modelos. Una dona. Un pan de cuaresma y un pan belga. Un pretzel y una rebanada de pan tostado. Un tubo de pasta de dientes y un poco de pasta de dientes independiente y curveada. Medio sándwich. Unté el rodillo y mis manos con harina, tenía un pequeño recipiente de agua para pegar con ella fragmentos y dar uniformidad a las superficies secas y agrietadas. Sólo miraba mi celular para checar las imágenes de referencia. Cocí las piezas en el horno a la temperatura más baja durante dos horas y media y me sentí culpable y ridícula cuando olí ese aroma que tiene la comida horneada: estaba preparando con harina valiosa algo que no podría comerse ni nutrir a nadie. Esta masa, famosa en las manualidades para niños, se había convertido en un material de lujo; al igual que la pasta, otro artículo de primera necesidad que solían emplear los niños para pegarla al papel y hacer dibujos en tercera dimensión, y que ahora escaseaba. Mi proyecto artístico me pareció decadente e incluso egoísta, pero cuando salieron las piezas, un poco infladas y algo tostadas, me sentí orgullosa y relajada por primera vez en meses. El domingo me puse un delantal y dispuse algunas pinturas acrílicas que me prestó mi esposo. Comencé a pintar con cuidado estos objetos. Con verde menta pinté el tubo de la pasta de dientes, con rayas blancas, azules y rojas, la pasta. Queso amarillo, lechuga verde, tomate rojo, los bordes tostados del sándwich en marrón. Grosellas diminutas y una cereza roja para los panecillos. Capas de pintura roja, rosa, morada y negra para la mermelada de grosella negra en la rebanada de pan (hecha con harina real saboteada) que logré, con algo de ingenio, que pareciera un poco tostada. Casi quedé bizca por pintar las minúsculas chispas en la dona rosa y los granos de sal en el pretzel. Escribe ‘Minty’ en la pasta, dijo, divertido, mi esposo y practiqué algunas veces en el papel de hornear donde había cocido las piezas de pasta antes de pintarlo con una floritura. Durante esos dos días, el tiempo voló. Es cierto que no había completado la primera versión de nada ni di un taller de principio a fin, pero logré aquello que me había propuesto hacer y miraba con alivio las piezas en una caja de zapatos. ¿Por qué quise hacer estas cositas bobas, cursis, kitch? Intenté racionalizarlo e intelectualizarlo. ¡Eran traducciones de mi gusto por Oldenburg! ¡Se trataba de un comentario en torno al impulso consumista como una forma de comodidad durante la crisis! ¡Eran la prueba de que los íconos culturales son una forma de lenguaje icónico! Pero, a fin de cuentas, se trataba de modelos inútiles. Había muchas cosas en las cuales yo podía trabajar e involucrarme. Atestigüé cómo un conjunto de traductores, algunos a quienes conozco y admiro profundamente, trabajó hasta el cansancio en la traducción colectiva de una novela también colectiva sobre la cuarentena escrita por un grupo de autores portugueses. La organización en contra de la agresión sexual, para la cual fui una vocera de prensa voluntaria y di una serie de cursos en contra del acoso, había comisionado a varias participantes para que impartieran talleres de defensa personal, seguridad de fármacos y meditación. Algunas bandas habían compuesto nueva música y dado conciertos en línea y lo único que yo hice en materia de música fue inventar un par de riffs una tarde en la cocina. Atestigüé y escuché de primera mano, mientras atravesaba mi bajón patético, cómo mi esposo pasó día tras día en la sala, con las cortinas corridas, conectado a Zoom, organizando actividades en línea y eventos de la organización de beneficencia para la cual trabaja, que está enfocada en acercar el arte a personas con discapacidades de aprendizaje y cuya sede queda cerca de nosotros, en el sur de Londres. Ha facilitado ensayos de bandas y ha grabado canciones con Electric Fire. Ya que un par de sus miembros se encuentra en el grupo más vulnerable, probablemente no podrán ensayar en persona en lo que queda del año o incluso más. Si bien lo más factible es que mi propio trastabilleo y descanso de la computadora acabe en semanas o meses, ensayar en Zoom es la nueva normalidad de la banda y ellos le están sacando mucho provecho. En cierto momento se preguntaron si querían escribir canciones sobre la cuarentena y rechazaron la idea sin dudarlo. Las suyas son canciones alegres que dan ganas de bailar y cada semana han escrito y grabado canciones para un nuevo disco, cada una más pegajosa y propositiva que la anterior. En una época tan seria y letal, ellos están produciendo felicidad. Durante la cena de ayer por la noche, mi esposo me contó cómo a la gente siempre le ha sorprendido que la banda de pop-punk The Undertones viviera durante el Conflicto norirlandés y que, sin embargo, su música fuera tan alegre. A veces, dijo, crear felicidad es una cosa muy poderosa. Mi amorío con la escultura en masa de sal puede seguir o desaparecer, pero me hizo feliz que, cuando subí una foto de las piezas en línea y se las mandé a amigos, a algunos les alegró verlas o les recordó sus infancias y a mí me ha hecho feliz de varias formas. Hacerlas se sintió como un logro, me tranquilizó y comprobó que todavía tengo ese deseo intrínseco de comunicarme por medio de la expresión creativa. Incluso se han vuelto herramientas de comunicación ellas mismas. Después de una desconexión eterna entre mi papá y yo debido al choque de nuestros intereses y profesiones, encontramos al fin un punto de encuentro: vamos a tener una sesión de masa de sal por Skype pronto. Yo haré un desayuno inglés; él, una replica de herramientas mecánicas. Quizá estos objetos infantiles han sido útiles después de todo.
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Imagen de portada: Claes Oldenburg y Coosje van Bruggen, Spoonbridge and Cherry, 1985-1988, en el Minneapolis Sculpture Garden. Collection Walker Art Center, Minneapolis. Fotografía cortesía de Meet Minneapolis. © Claes Oldenburg and Coosje van Bruggen