Serenidad y tregua
Existe un viaje. Uno que es difícil de lograr porque no se sabe cuándo comienza y cuándo acaba. Es un viaje hacia un paisaje tan abstracto que podemos tenerlo enfrente y no reconocerlo. O, lo que sería peor, confundirlo con algo más. Una piedra es un vaso. Una ventana es una cama. Una naranja es una mujer que en este instante toma el sol en una arena blanca, blanca y calcinante. En una lección de idioma hay un ejercicio que amaba hacer porque ponía en juego todo el sentido de la lógica: pan-mantequilla, vaso-leche, barco-mar, árbol-bosque. Ese ejercicio es tan válido para probar la manera en que conectamos conceptos que se incluye en muchos exámenes psicométricos. Uno de los mejores reactivos que tuve que marcar era “Siento que el diablo me persigue” y las casillas incluían: “siempre, a veces, nunca”. De ahí el examen desarrolla la relación entre pájaro-nido, madera-árbol y demás sustantivos que deben estar ligados a otros por una lógica establecida por hábito, por lenguaje y por destino natural. Un tomate es un tomate porque es un tomate. A rose is a rose is a rose y así sucesivamente.
¿Y si un tomate es una nave espacial y las semillas son marcianos hechos pequeños para observar primero la tierra donde crecen y luego la ensalada verde donde irán a parar? Una papa es una papa pero mira, en Perú hay 5000 especies distintas del mismo tubérculo. ¡5000! 5000 posibilidades de un solo objeto duro, terroso y que, con agua hirviendo por minutos, cambia de textura y se vuelve suave, generoso. Entonces una papa no es una papa, es la historia de un país y de la supervivencia de modos de cultivo, de cierta agua, de cierto clima, de ciertas manos y ojos hechos para distinguirlas, separarlas, nombrarlas.
Nada tiene sentido. Pero sí lo tiene. Pensemos un poco. Y si uno acaso pusiera papa-casa-incendio-estallido-fuego-lengua-estómago-dedo meñique. O mejor así: país-hombre-perro-mujer-ave-cielo-fortaleza. La escena poética es ésta: una mujer entra al mar. Pero la mujer no entra, la mujer lleva piedras en las bolsas de un pantalón que no sabíamos que tenía. La mujer se entierra en el agua. Voluntariamente. Flota un instante y cae por su peso y por las piedras. Ella es su túmulo y su peso.
Rocío Cerón logra en Spectio algo que resulta un atrevimiento: la incomprensión. No quiere ser transparente ni busca la claridad. Su poesía es una habitación con cortinas negras, como si la durmiente tuviera migrañas y sólo así concibiera el sueño. La luz no lo es todo. Pero la oscuridad no es total y es en esos matices de negros/grises/fisuras apenas iluminadas con luz suave donde me quiero detener. Cerón es la Derrida de la poesía mexicana: no es leerla lo que cuesta sino comprender que su lenguaje no está hecho de una sola cosa. La palabra no es suficiente, se necesita la voz, el tacto, lo sonoro, el ruido de la calle. Su obra es una ceremonia oscura, un rito estridente o una voz apenas audible. Lo que busca es hacer un cuerpo. Y hacer de ese cuerpo algo visible, audible, con ojos por todas partes. Un cuerpo-sonido-hembra-deseo-ruinas-piedras-cera que se derrite en un cirio antiguo.
A lo que ella nombra literatura expandida yo le llamaría literatura de análisis espectral. Un analizador de espectro se define así: un equipo de medición electrónica que permite visualizar en una pantalla los componentes espectrales de frecuencias de las señales presentes en la entrada, pudiendo ser ésta cualquier tipo de ondas eléctricas, acústicas u ópticas. Esto, palabras más, palabras menos, es Spectio: un equipo que busca medir ondas sonoras, visuales, hechas de electricidad. Cerón es una pionera de la poesía que no es poesía o que es más que mera poesía en el término tradicional (entendida la tradición como el conjunto de normas y convenciones al respecto de un sistema de escritura). Una poesía juego, sube y baja, columpio, resbaladilla. Es un objeto cerrado, pero no una caja: es poliédrico. Un conjunto de experimentos visuales, geométricos, un juego de luces y una voz que baja y sube los decibeles. Se sabe que ama la experimentación, la alquimia misma, y logra una arquitectura de la forma y el lenguaje. Improvisa como músico, se equivoca y vuelve a empezar. No tiene la disciplina de un artista dedicado sino de un deportista olímpico. Ensaya, repite, repite, repite, tropieza, vuelve a empezar. De eso se trata. Un cuerpo es entonces una oreja inmensa. Una lengua inmensa. Una mano, una vagina, un vientre y un receptor de onda corta; un cuerpo es vitrina, espejo y estanque con peces japoneses. Todo eso es un cuerpo. Algo vivo, que tiene un sonido y un pulso. Movimiento. Tierra. Agua. Estamos hechos de materia. No podemos entonces evitar ser seres enteramente físicos: qué hay dentro de la cabeza, se pregunta Cerón. ¿Cómo aprendemos a formar recuerdos? ¿Qué son las neuronas? Las imágenes, ¿cómo se forman dentro de uno? ¿El árbol que vemos es el mismo que ve el otro? ¿El color del suéter es rojo o carmesí o rojo sangre? ¿El vino, la sal, las uvas, el pastel de crema sabe exactamente igual para mí que para alguien más?
Describir es nombrar. Y es acotar el mundo. A veces el mundo mide 45 metros en un departamento. A veces el mundo es un jardín extenso con árboles frutales. Qué hace eso en nosotros con relación al espacio, la vida interior, los conceptos que tenemos de las cosas. Ésas son las inquietudes que me planteo ante un libro-idea-cosa tangible color gris-claro-blanco degradado con cuadros negros como marcos que se repiten en la portada y, hasta abajo, casi como si se les hubiera olvidado, el nombre de la autora.
Cerón tenía, desde siempre, quiero pensar, una curiosidad exclamativa, de niña nueva, de persona nueva o de extraterrestre, que es casi igual. Sus burbujas sonoras son un poco un reflejo de un planeta que existe en concordancia con lo que hay dentro de esa cabeza: serenidad, espera, ruido blanco, serenidad de nuevo, pasos que se oyen al final de un corredor, voces, árboles, todo y nada; lo abstracto y lo concreto, y una ligereza especial/espacial/hecha de pétalos/escamas de diente de león. Todo está hecho de partículas, todo, todo, todo. Porque el lenguaje, aun si no alcanza a nombrar, se esfuerza y se estira y llega a 45 grados, a 360 grados. Es inflamable, es etéreo, es algo que vuela de modo hermoso hasta que la escopeta acierta el tiro y el lenguaje cae, herido en algún bosque, y el perro corre y lo toma por el hocico, orgulloso el perro y el amo, y la escopeta cierta.
Lo que Cerón logra en Spectio es una deconstrucción de lo que se ve y lo que toca. Los que tienen oídos comprenderán que un libro también es un altavoz, un claxon, un arma, un cuerpo abierto. Un libro es deseo de penetrar y ser penetrado. Tocar al otro. Lamer al otro. Estar ahí, nada más, a veces ni siquiera tiene que decir algo. La comprensión está sobrevalorada y querer comunicar es algo sobrevalorado. La poesía es ese pajarito en la orilla de la playa, tímida pero terca, que quiere y no quiere mojarse.
El reto está en dejarse llevar. No querer entenderlo todo. Flotar, detenerse en algo, una imagen, una palabra. No entender. No “entrar” a lo que la mente reconoce o cree reconocer. Leer a Cerón es sentarse en la banca del museo y ponerse a mirar el cuadro sin verlo por completo, concentrarse en un color, en un tono de luz, no en el cuadro entero porque el ojo no atina a abarcarlo. Medimos las cosas con los ojos, las manos. Cerón insiste: va más allá. Oye, camina, no pienses, oye de nuevo, regresa; la mente debe ser algo que se sumerja en la alberca sin saber nadar.