El primer día de la temporada que pasé junto con mi inquilino corporal sentí un picor punzante sobre el tórax. Me levanté la playera y encontré una roncha a medio camino entre mis costillas y el ombligo. Dado que nos encontrábamos en plena época de lluvias, supuse que se trataba del piquete de algún insecto y procuré olvidarme del asunto. Sin embargo, al día siguiente, la roncha amaneció más inflamada. Ahora tenía el tamaño de una luneta y me picaba más, pero tampoco me pareció motivo de alarma. Ingerí mi antihistamínico de confianza y me esforcé por pensar en otra cosa. No obsesionarme. Salir de casa, usar ropa holgada, lavarme con jabón neutro, con eso debería ser suficiente…
Para el cuarto día, la roncha ya no encajaba propiamente en dicho sustantivo. Más bien parecía una galleta dura embebida en mi pellejo. El área circundante estaba hinchada, enrojecida y caliente. Aunque no tenía muy buena pinta, seguí aferrándome a la posibilidad de que no fuera nada importante. Tomé otro par de antihistamínicos, acompañados de un analgésico y un corticoide, e imploré que, cualquiera que fuese su origen, desapareciera. No obstante, el quinto amanecer trajo consigo un cambio drástico. Del borde superior de la galleta comenzó a germinar un surco rojizo. Tenía más o menos el grosor de un lápiz y se extendía por mi costado hacia la espalda. Me producía un escozor salvaje.
Resolví que había llegado el momento de tomarse el asunto en serio y mostrarle la lesión a mi mamá, mi doctora de cabecera. Su semblante se ensombreció de inmediato. Palpó el área inflamada. Tomó mis signos vitales y consultó sus textos sagrados. Conforme sus ojos alternaban entre el vademécum y un volumen de fundamentos dermatológicos, concluyó que necesitábamos consultar pronto a un especialista, pues los síntomas podían llevarme a la sala de urgencias. Así llegué al consultorio de la doctora Hoyo, en el hospital Médica Sur. La eminente dermatóloga es bajita, tiene un cuerpo macizo y en ese momento llevaba el cabello negro corto. Sus rasgos, notoriamente asiáticos, mostraban un gesto afable. Emanaba serenidad. Me recibió con una ligera inclinación de cabeza y sin mucho preámbulo me pidió que me desvistiera de la cintura para arriba.
La doctora observó el surco rojizo, que transitaba ya hasta la mitad de mi espalda, y casi al instante se dibujó una leve sonrisa en sus labios. Me preguntó, para mi desconcierto, si me gustaba el sushi. Contesté que sí, de forma casi automática, sin estar del todo seguro de dónde provenía su curiosidad. “¿También le gusta comer ceviche?”, fue su siguiente pregunta. Asentí enfático, como cualquier otro sinaloense (o medio sinaloense, como yo) adicto al aguachile. “¿Qué tan seguido diría usted que consume pescado crudo?” Balbuceé que cada que el bolsillo me lo permitía. La doctora respondió meneando afirmativamente la cabeza, al tiempo que entrecerraba sus ojos ya de por sí rasgados (lo que por un momento los hizo desaparecer).
—Aunque técnicamente el ceviche está cocido en limón, ¿no? —pregunté enunciando una verdad universal para los habitantes de las costas latinoamericanas.
La sonrisa de la doctora mutó para dar lugar a una mueca lastimosa.
—Joven, lo que usted tiene ahí es un clásico cuadro de gnatostomiasis —hizo una pausa breve antes de sentenciar—: el gusano del sushi.
Dicen que el diagnóstico suele traer consigo una dosis de alivio. Pero este no fue el caso. Y es que saber que un gusano lleva varios días deambulando alegre dentro del cuerpo, deja helado a cualquiera. Te sientes ultrajado, por decir lo menos. Profanado en tu fuero más íntimo.
Una vez que recuperé el aliento y comencé a digerir el hecho de que ya no era un individuo sino dos —o más bien: uno y una morada—, la doctora me informó que, de acuerdo con el tiempo transcurrido desde el inicio de los síntomas, mi inquilino corporal debía medir alrededor de cuatro milímetros de largo, por lo que aún se encontraba en su tercera fase larvaria, conocida en el argot parasitológico como L3. Estadio que, según me enteré a continuación, se distingue por engendrar un verme cilíndrico y de bordes redondos, cuyo extremo anterior está rematado por un bulbo cefálico del que sobresalen labios voluminosos y tres o cuatro hileras transversales de ganchos que el tripulante de las entrañas utiliza para excavar y afianzarse en los tegumentos ajenos.
A dicha estampa poco agraciada de la criatura, la doctora agregó que había corrido con suerte, porque mi huésped anatómico había migrado desde mi tracto digestivo hacia la pared corporal, ocasionando así el cuadro denominado gnatostomiasis cutánea; al parecer, la más amable de sus posibles expresiones. Todo me sonaba a cuando la gente te reconforta tras un asalto diciéndote lo afortunado que eres de que no te hayan lastimado mucho. Aunque pronto descubrí a qué se refería la especialista. Tras su ingestión, puede ocurrir que la larva sea arrastrada por el torrente sanguíneo hacia un pulmón, un ojo o el cerebro, con repercusiones más graves y desencadenando, en consecuencia, gnatostomiasis ocular, visceral, pulmonar, genitourinaria o, la más temible, neurológica (cuyas complicaciones pueden ser parálisis transitoria de las extremidades, meningitis, hemorragia subaracnoidea, hidrocefalia, encefalitis y, en algunos casos, coma y muerte). De solo imaginar lo que sería tener semejante gusano vagando dentro del ojo, entendí que, en efecto: “había corrido con suerte”.
—¿Y los adultos? —me escuché preguntando con voz pastosa. Digo, si el ser divagante que se alojaba en mis profundidades estaba en la fase larvaria L3, cabía suponer que la bestezuela en algún momento alcanzaría la mayoría de edad.
—Por lo general no hay razón para afligirse —me tranquilizó la doctora—, ya que, salvo por alguna excepción infrecuente, estos parásitos no suelen llegar a la etapa adulta cuando infectan a las personas.
Supongo que mi rostro delató ciertas reservas, porque ella continuó:
—Mire, joven, lo que sucede es que, como no somos sus hospederos definitivos, no pueden reproducirse dentro de nosotros. De hecho, al acabar dentro de un ser humano, el parásito queda condenado, ya que le es imposible seguir adelante con su ciclo de vida. Esta larva en realidad habría querido alojarse dentro de un gato o un perro: ahí sí puede realizar la metamorfosis y transformarse en un gusano de unos cuatro o cinco centímetros capaz de procrear.
Durante la hora que se extendió la consulta, aprendí que el llamado gusano del sushi o Gnathostoma spinigerum pertenece a un género que comprende unas veinte especies distintas,1 de las cuales cuatro han sido asociadas con gnatostomiasis, como se denomina la infección en humanos, y que se considera endémica de naciones orientales, entre las que Japón, Tailandia y Vietnam registran la incidencia más alta. Solo hasta hace un par de décadas comenzaron a presentarse focos rojos en México —donde se considera una enfermedad emergente relevante—, Perú y Ecuador. Y no, el limón no le hace ni cosquillas al invasor, por lo que el ceviche puede ser un vehículo potencial de contagio.
Lo que mayor asombro me causó fue descubrir su descabellado ciclo de vida. Una odisea que involucra ir invadiendo a una serie de animales diferentes con la pequeña dificultad de nunca poder salir al exterior. El audaz Gnathostoma no tiene más remedio que procurar ser transmitido a través de la cadena alimenticia, embebido en los tejidos que va habitando. Y esto incluye tanto a organismos acuáticos como terrestres, con lo que el implacable viajero no solo se las tiene que arreglar para infectar a tres clases distintas de fauna, sino que debe asegurar el salto del medio dulceacuícola al de tierra firme, y todo lo anterior sin ser detectado por las fuerzas inmunológicas de los recintos corporales que va usurpando.
La secuencia comienza con la eclosión del huevo dentro del agua para liberar una primera fase larvaria (L1) —único momento en el que habita fuera de un organismo—. La diminuta larva batalla contra la corriente hasta que, con algo de suerte, es consumida por un pequeño crustáceo copépodo. En el interior de este primer hospedero intermediario el parásito se transformará durante su segunda fase larvaria (L2). Si dicho copépodo después es devorado por un pez o un anfibio, segundo hospedero intermediario, el nematodo seguirá su desarrollo (ya sea que atraviese por su segunda metamorfosis o que alcance el estado de larva L3 avanzada). Cuando el pez o anfibio infectado es consumido por el hospedero definitivo, un mamífero terrestre (felinos y caninos en el caso de G. spinigerum y G. binucleatum, o puercos y jabalíes para G. doloresi y G. hispidum), el quiste florece liberando al gusano L3 —ese mismo que yo tenía en mis adentros— que, a su vez, migrará dentro del organismo en turno y se transformará en adulto. Dichos gusanos maduros forman entonces tumores en el esófago o el estómago del hospedero definitivo, dentro de los que se reproducen y generan los huevos que, al ser liberados junto con las heces de su anfitrión, pondrán el ciclo en marcha otra vez.2
Ahora bien, el Gnathostoma cuenta con cierta flexibilidad en su segundo brinco de contenedores anatómicos, un abanico de posibles hospederos intermediarios que no necesariamente figuran dentro de su ciclo de vida ideal, pero que pueden terminar por servir a sus fines. Tales animales se conocen como “hospederos paraténicos”. Supongamos que al pez donde el parásito realizó su segunda transformación se lo come una serpiente o un ave, en lugar del mamífero donde ansiaba llegar para reproducirse. No pasa nada, siempre y cuando al final de la cadena acabe dentro de un perro, un gato o un puerco (o una nutria o un mapache), es decir, el hospedero indicado para la especie específica de Gnathostoma. Debo confesar que ya sabiendo todo esto empezaba a respetar a mi inquilino corporal. Basta considerar los vuelcos evolutivos que fueron necesarios para que se estableciera semejante pauta de vida. ¿Quién era yo para juzgar sus acciones? Mi simpatía se magnificó al escuchar a la doctora hacer hincapié en que las personas no figuramos dentro de sus planes. Es más, representamos un callejón en el laberinto de su existencia.
Podemos ingerir el parásito cuando consumimos la carne cruda (o cocinada de manera insuficiente) de pescados o anfibios infectados, o bien, si ingerimos los quistes embebidos en los tejidos de algún otro hospedero accidental, como las aves de corral, o si bebemos agua de zonas lacustres contaminada con copépodos. La mayoría de los contagios se deben a distintos platillos tradicionales de la cocina japonesa —sushi, sashimi, maki, sunomono— preparados con pescados de agua dulce. Por fortuna para los aficionados a la gastronomía nipona —así como a las mariscadas sinaloenses—, la mayoría de los pescados ofrecidos en la carta son de origen marino y por lo tanto no representan riesgo de transmisión. O al menos así solía ser hasta que el mercado fue invadido por una serie de pescados dulceacuícolas semiindustrializados, de propagación masiva y bajo coste —tilapia, mojarra, basa oriental, etcétera— que han ido reclamando la hegemonía del menú.
El problema se acrecienta porque muchas veces nos dan gato por liebre y se suple al robalo, pargo, dorado, u otros cortes cuya especie es difícil de identificar a simple vista y sin el paladar entrenado, por cualquier pescado blanco que se tenga a la mano. En México tal fraude de reemplazo piscívoro constituye una práctica habitual; el marlin, por ejemplo, es sustituido hasta en el 95 % de los casos.3 Dicha artimaña no debería tener lugar en los restaurantes japoneses de renombre, pero tanto en las barras de los supermercados como en las cadenas de comida rápida el control de calidad deja bastante que desear. ¡Maldito sea ese rollo que me comí en el Walmart!, fue lo primero que pensé mientras la doctora me informaba todo esto.
Dejé escapar un suspiro de alivio al escuchar a la buena doctora aseverar que, como no se aloja en el tracto digestivo, el parásito no tiene acceso a los nutrientes esenciales para subsistir por largo tiempo y, por tanto, termina muriendo. Cerca la bala, pensé, pero la doctora me aclaró que eso podría demorar aún varias semanas, incluso meses, durante los que me seguiría causando molestias.
La buena noticia era que había manera de reducir la estancia del gusano y los latigazos que me propinaba desde el interior. Se trataba de administrarme un tratamiento que no solo no sería tan tóxico para mi organismo como cabría pensarse, sino que consistía en un fármaco relativamente común: dos dosis en días consecutivos de ivermectina 0.2 mg/kg. Este compuesto ganó cierta notoriedad durante el primer año de la pandemia de sars-cov-2, pues se le consideró un tratamiento prometedor; efectividad que después sería rechazada por el consenso científico pero, mientras esto se descubría, se administraron enormes cantidades de ivermectina en millones de personas de distintas regiones del mundo. La mala noticia era que el medicamento no aniquilaría al intruso de inmediato. De hecho, existía la posibilidad de que, debido a la acción terapéutica, buscara migrar hacia capas más superficiales de mis tejidos y me causara incomodidades mayores. Sin pasar por alto el detalle de que, por alguna razón enigmática, el tratamiento no siempre surte efecto: existen reportes de recaídas e, incluso, unos cuantos registros de cuadros crónicos, en los que el parásito alterna fases latentes con otras de infección aguda durante años.
Por fortuna el tratamiento probó ser fulminante. Eso sí, implicó una semana más en compañía de mi gusano. Para colmo, durante el ocaso de su estancia mi inquilino se inclinó por ser más activo durante la noche. Ignoro si tendría que ver con la acción del fármaco o si el migrante simplemente no manejaba bien las separaciones, pero, nada más al apagar la luz y acostarme, mi otro yo comenzaba a deslizarse con desenfreno. Su figura serpentoide reptaba casi al ras de mi piel y me producía un ardor desquiciante. Por momentos me parecía que podía seguir su avance en tiempo real. Seguro fue por el insomnio acumulado, pero la última noche que compartimos tuve la impresión de que mi visitante intentaba comunicarse conmigo trazando letras en braille desde la cara interna de mi piel. Elaboraba un código táctil, un mensaje interespecie o un grito de auxilio; quizá una advertencia de que su partida era inminente y que muchas interrogantes quedarían suspendidas.
Un buen día el huésped se marchó. Solo quedaban los vestigios de las laceraciones que dejó a su paso y que le otorgaban a mi cuerpo la impresión de haber sido tatuado por un niño hiperactivo. En un fenómeno discordante con la lógica del bienestar clínico, su ausencia me producía un sentimiento extraño. No sé si le podría llamar nostalgia, pero se sentía como algo parecido. No quiero decir que lo echara de menos (su partida me alegraba), pero ya me había acostumbrado a su compañía y ahora la soledad de mis adentros parecía mayor que de costumbre. O quizás la zozobra se debiera a ya no estar anclado al presente, en esa inmediatez que brinda el padecimiento y, en su lugar, comenzaba a ser anegado por el torrente de recuerdos, pendientes y anhelos que sacuden la mente de un ser humano sano.
Imagen de portada: Fotografía de Kawe Rodrigues. Unsplash
-
Se reconocen en Asia, principalmente, y en Europa casos de gnatostomiasis causadas por G. doloresi (cerdo, jabalí), G. hispidum (cerdo, jabalí, buey), G. nipponicum (comadreja), G. vietnamicum y G. malaysiae. En el 2005, el Instituto de Biología de la UNAM redefinió la lista de especies americanas y sus huéspedes: G. binucleatum (gatos y perros, México y Ecuador), G. turgidum (marsupiales, Estados Unidos, México, Ecuador y Argentina), G. iyasakii (nutrias, Canadá y Estados Unidos), G. americanum (marsupiales, Brasil), G. socialis (mustélidos, Estados Unidos) y G. lamothei (mapaches, México). De todas estas especies únicamente cuatro se han asociado con parasitosis humanas: G. spinigerum, G. hispidum, G. nipponicum y G. doloresi, siendo G. spinigerum la más importante desde el punto de vista médico, ya que es el agente causal de la mayoría de los casos humanos. Florencia Bertoni-Ruiz et al., “Systematics of the genus Gnathostoma (Nematoda: Gnathostomatidae) in the Americas”, Revista Mexicana de Biodiversidad, junio de 2011, vol. 82, núm. 2, pp. 453-464. Disponible aquí. ↩
-
Para consultar el ciclo de vida de los Gnathostoma, aquí . ↩
-
Claro que esta práctica de dar gato por liebre no se limita únicamente a la cocina japonesa. Oceana condujo hace poco un estudio en 133 establecimientos —pescaderías, supermercados y restaurantes en la Ciudad de México, Cancún y Mazatlán—, que concluyó que la mayoría de las principales especies comercializadas de pescado muchas veces son sustituidas por otras. En alrededor del 31 % de los casos el cliente recibe algo que no es lo que pidió. En lo que respecta al marlin la sustitución alcanza grados absurdos, pues hasta el 95 % de lo que se comercializa bajo este nombre no es marlin. Le siguen la sierra (89 %), el mero (87 %), el huachinango (54 %) y el robalo (53 %). Aquí se puede consultar el estudio completo: www.gatoxliebre.org. ↩