Antes de morir de tuberculosis a los cuarenta y cuatro años, Antón Chéjov deliraba de fiebre. Su esposa, la actriz Olga Knipper, le colocó una bolsa de hielo sobre el pecho. Chéjov recobró la lucidez y tristemente le preguntó: “¿Para qué poner hielo sobre un corazón vacío?”. No puedo imaginar, sin embargo, un corazón menos vacío que el de Antón Chéjov; dejó inolvidables piezas teatrales y centenares de relatos que lo convirtieron en el artista indispensable que es hoy. Cuando Antón Chéjov nació, su hermano Alexandr tenía ya cinco años y su hermano Nikolai dos. Después de él nació Iván, más tarde María y, por último, Mijaíl. La familia Chéjov era pobre y no podía darse ningún lujo. Su hermano Mijaíl recuerda que en una ocasión fueron al mercado a comprar un pato, todo un exceso para la exigua economía de la familia. Antón hizo chillar al pato durante todo el trayecto de regreso. Mijaíl, irritado, le preguntó por qué lo hacía. Con su característico sentido del humor, le contestó: “Para que todos se enteren de que también nosotros comemos pato”.
Con la vaga esperanza de ganarse unos kópeks, Antón comenzó a publicar sus relatos en diversas revistas, pero el trabajo era arduo y la retribución escasa. Se hizo médico e instaló su consultorio en la casa en la que vivía con su familia. Su padre era un fanático religioso; cantaba y leía con frecuencia textos sagrados en voz alta. “Escribo —anotó— en pésimas condiciones, rodeado de huéspedes, niños, música y lecturas de la Biblia […] En el cuarto vecino llora el hijo de un paciente […] El niño no deja de aullar. Acabo de tomar la firme determinación de nunca ser padre. Pienso que los franceses tienen pocos hijos porque son un pueblo muy literario.” Su suerte cambió cuando en diciembre de 1885 conoció a Alexéi Suvórin, dueño de la revista Tiempo Nuevo. Suvórin no sólo le ofrecía una remuneración mucho mayor que el resto de las publicaciones, sino que se convirtió en su editor más constante y en su amigo personal. Desde las páginas de su revista, Antón introdujo las profusas innovaciones que lo transformaron en una de las más grandes influencias para todos los cuentistas que vinieron después. Su hermano Alexandr debió convertirse en el cabeza de familia, pero esa responsabilidad recayó siempre sobre los hombros de su hermano menor. En su excelente biografía Antón Chéjov, la escritora italiana Natalia Ginzburg anota:
Alexandr, el hijo mayor, se mantenía lejos de la familia, igual que el padre, y sólo pensaba en sí mismo; poseía una inteligencia viva, pero de ideas confusas; era mitómano y veleidoso, enviaba a los periódicos escritos que de vez en cuando le publicaban, soñaba con grandes acontecimientos y, entretanto, bebía.
En 1884, Antón reunió sus mejores relatos en un pequeño volumen, y Alexandr, que por entonces había perdido el empleo, fue a Moscú para encargarse de la distribución del libro. Según él, debido a un malentendido, el libro terminó en los anaqueles de los libros juveniles y por esa razón no se vendía. En esa oportunidad le escribió a Antón desde Moscú: “Rusia oirá hablar de ti, Antósha. Muérete pronto y te llorarán también del otro lado del océano. Tu gloria crecerá. Entretanto, la gente compra tu libro, muy a regañadientes”. En 1887, por mera consideración hacia Antón, Suvórin contrató a Alexandr para que trabajara en el equipo de redacción de su revista Tiempo Nuevo y por ello se vio obligado a mudarse a San Petersburgo. En la primavera se desató en Rusia una epidemia de tifus y Alexandr le escribió a Antón pidiéndole que fuera a verlo urgentemente, pues había enfermado de gravedad. Antón viajó a San Petersburgo en su auxilio, pero Alexandr no tenía nada, estaba alcoholizado y deprimido: quien estaba enferma era la mujer con la que vivía. Fue al año siguiente cuando tuvo lugar un suceso muy poco conocido y que considero revelador, un hecho cuyas implicaciones negativas el propio Antón Chéjov trató de minimizar. En la revista Tiempo Nuevo apareció un cuento de Alexandr titulado “La carta” y lo había firmado de manera similar a Antón Chéjov. Indignado, Suvórin le escribió a Alexandr diciéndole que el cuento le había parecido pésimo, pero lo que en realidad le resultaba inadmisible era que hubiese usurpado la firma de su hermano. Quizás Antón Chéjov se despojaba de su propia identidad para encarnar cada uno de los personajes de sus relatos, pero su nombre gozaba ya por entonces de una enorme reputación y su firma era una de las más célebres de toda Rusia. Como cuentista era admirado por Tólstoi, Bunin, Gorki, Kuprín, Palmin, Grigorovich y tantos otros que la lista sería interminable. En opinión de Suvórin, su nombre debía ser protegido, no desprestigiado. Más tarde, sintió remordimiento y fue a visitar a Antón para disculparse con él por la rudeza con la que le había escrito Alexandr. Cuando Suvórin se marchó, Antón le escribió a su vez una compasiva carta a su hermano. Era la segunda carta que el cuento “La carta” provocaba. La carta de Antón fue escrita en Moscú el 24 de septiembre de 1888,1 en ella se dirige a Alexandr de manera afectuosa y, en señal de respeto, lo llama: “¡Pater Alexandr!” Relata primero su inquietante encuentro con Suvórin y acto seguido afirma: Suvórin “leyó tu cuento ‘La carta’ (un cuento nada malo), que no le gustó, y al instante te escribió una carta grosera, algo como: ‘Escribir cuentos malos se puede, pero usurpar un nombre ajeno no se puede’”. La actitud de Antón hacia su hermano Alexandr es condescendiente, declara que su cuento no es malo, aun cuando a su editor de toda la vida le parecía todo lo contrario. Más abajo, en un tono conciliador, le comenta: “Sobre la usurpación y la falsificación de un nombre ajeno no se puede ni hablar, ya que: […] cada súbdito ruso es dueño de escribir lo que le plazca y de firmar como le plazca…”. En las líneas siguientes reafirma su deseo de no condenarlo: “Mientras yo no me queje y no sea un querellante, hasta entonces nadie está en derecho de arrastrarte al sanedrín”. En otro párrafo procura alentarlo: “El criterio ‘uno escribe mejor, el otro peor’ no puede tener lugar, ya que los tiempos son cambiantes, las visiones y los gustos diferentes. Quien escribe bien hoy, puede convertirse mañana en un inepto, y viceversa. El que yo haya editado ya cuatro libros no dice nada contra ti y contra tu derecho. Dentro de tres o cinco años tú puedes tener diez libros”. Hacia el final de la carta, sombríamente reflexivo, Antón intenta restarle peso a todo:
La hora de la muerte no la podemos evitar […], y por eso yo no otorgo un significado serio ni a mi literatura, ni a mi nombre. […] Mientras más simplemente veamos las cuestiones delicadas como la tocada por Suvórin, más regulares serán nuestra vida y nuestras relaciones.
La carta de Antón desborda bondad y delicadeza. Intento, sin embargo, percibir el propósito de su hermano y la verdadera finalidad de sus actos. Alexandr Chéjov soñaba —con énfasis en soñaba— con ser un gran escritor, pero no hacía más que beber. Era un mitómano que sólo pensaba en sí mismo y no tenía más que ideas confusas (como la de firmar un cuento con el nombre de Antón). Era capaz de mentir sin el menor miramiento, por eso le hizo creer a su hermano que estaba gravemente enfermo de tifus. Tenía evidencias muy cercanas del talento de Antón, recordemos la carta que le escribió cuando su libro de cuentos fue un fracaso de ventas debido a la confesión que hizo que lo colocaran en los estantes de las obras juveniles. De hecho, me pregunto si no habrá sido una oscura maniobra de sus celos la causante de ese malentendido. No estoy diciendo que se tratara de un acto consciente, pero en el fondo de su alma yacía quizás una rivalidad. Alexandr solía firmar siempre con seudónimos. Publicó bajo las rúbricas de Agafopod, Agafopod Edinítsin, Aloe y más tarde A. Sedói. La inicial del nombre de ambos era la misma y compartían el mismo apellido. ¿Por qué decidió ampararse en esa coincidencia y firmar como su hermano si nunca antes lo había hecho? Para mayor ambigüedad, el cuento de Alexandr apareció precisamente en Tiempo Nuevo, la revista en la que Chéjov publicaba habitualmente y en la que se dio a conocer. Creo que al firmar ese cuento, Alexandr quiso tocar la grandeza y la gloria de Antón Chéjov. Quería sentir, aunque fuese por una vez en su vida, la admiración y el respeto de centenares de lectores, aun cuando lo adoraran porque creyeran que era el verdadero y auténtico Chéjov. Quería sentirse por un instante rodeado de luz, aunque después tuviese que sumirse en la oscuridad. De todas formas tendría siempre, al alcance de su mano, un vaso de alcohol para suavizarla.
Imagen de portada: Tarjeta postal antigua de Yalta.
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Debo a mi amigo, el escritor y traductor René Portas, las primeras noticias sobre este oscuro incidente, así como la traducción de la carta que Antón Chéjov le escribiera a su hermano Alexandr. ↩