Al principio, muchos no nos lo tomábamos en serio. Además, había ilustres virólogos que, en los diarios y en la televisión, nos decían que el coronavirus era poco más que una influenza, el alcalde de mi ciudad había lanzado un hasthag, #MilánNoSeCierra, y el secretario del Partido Democrático, Nicola Zingaretti, vino desde Roma a estrecharnos las manos y a tomar un aperitivo en medio de la multitud. Así, veíamos las noticias de China como si fuera una película de ciencia ficción que no nos incumbía. Hasta que, el 29 de febrero, mi amigo Luis Sepúlveda, el escritor chileno, fue internado en un hospital de Oviedo, en Asturias, no empecé a preocuparme. Pero estaba tan convencido de la escasa peligrosidad del virus y de la tenacidad de Luis, de su fuerza, de su apego a la vida, que no me parecía posible que aquella enfermedad pudiese tener consecuencias demasiado graves para él.
Yo, por mi parte, estaba tan ocupado con los preparativos de la mudanza que debíamos hacer desde hacía mucho tiempo como para inquietarme por otra cosa. Por si fuera poco, el 27 de febrero se había publicado mi nueva novela, El fantasma de los hechos, y ya tenía programada una decena de presentaciones en toda Italia. A continuación el número de muertos cobró impulso, los contagios aumentaron exponencialmente y la región donde vivo, Lombardía, se convirtió en el centro europeo del covid-19. Llegó el confinamiento, primero parcial, después total. Se suspendió nuestra mudanza, cerraron los bares, los restaurantes, las fábricas, los comercios. Y, obviamente, también las librerías; se cancelaron todas las presentaciones, los festivales literarios, los eventos y reuniones en que debía participar. Un desastre, también económico. Vivimos casi dos meses entre grandes cajas y muebles desmontados, mirando las imágenes de los camiones militares que transportaban sigilosamente a los muertos de Bérgamo, la ciudad vecina, donde ya no había lugar en las morgues o en los cementerios; la gente que desde los balcones cantaba Bella ciao o, del lado opuesto, el himno nacional, como si los partisanos o el patriotismo pudieran salvarnos; asistíamos al ballet descarado e irresponsable del presidente de nuestra región y de su asesor para la Sanidad que continuaban repitiendo que tenían todo bajo control mientras los muertos aumentaban por miles, las residencias para ancianos se convertían en campos de exterminio y nadie se preocupaba por hacer pruebas a quien presentara síntomas de la enfermedad o por buscar a los portadores. Abandonados a nosotros mismos, buscábamos en las cifras y en las gráficas una respuesta. Que no llegaba, porque aquellas cifras y aquellas gráficas eran parciales, mentirosas, inservibles para cualquier política sanitaria eficaz. Por fortuna, cada tanto un viento de sabiduría llegaba desde la ciencia, sin la cual estaríamos completamente a ciegas respecto a los hechos. Y muchos finalmente comprendimos que, como dos cónyuges, la ciencia y la sociedad se necesitan una a la otra.
Al principio, pensaba que el confinamiento no me iba a afectar tanto. Pensaba que nosotros, los escritores, estamos habituados a permanecer solos delante de una computadora, entre apuntes y libros. Me equivocaba. Enormemente. Aquel aislamiento nada tenía que ver con la “soledad esencial” del escritor de la que habla Blanchot, o al menos con la que había aspirado para mi trabajo. Primero que nada, aquel aislamiento no era voluntario, elegido; y además allá afuera había un enemigo invisible que me hacía demasiada compañía. Sentía la presencia inminente de mi cuerpo: de un lado, advertía el peligro, amenazado, temeroso; del otro, me recordaba con obstinación cuán importantes eran los otros cuerpos, los abrazos, los encuentros, las sonrisas. Cuán fundamentales eran los otros. Ninguno de nosotros es una isla. Pasado el primer momento de malestar, intenté hacer algunas presentaciones en la red de la nueva novela, que me había costado once años de trabajo y no quería condenar definitivamente al olvido. Pero, como dijo Manuel Vilas en uno de esos encuentros a distancia, “la televida no es vida”. Y, en efecto, por casi dos meses, privado de mi verdadera vida, de modo distinto a muchos colegas, no logré escribir nada, ni siquiera la reseña de un libro, mucho menos una novela. ¿Tenía sentido continuar imaginando historias e intentar hacer resonar lugares y vidas en un texto? ¿En verdad valía la pena continuar trabajando en los libros que estábamos escribiendo antes? ¿O había que tirarlo todo, o hacer como si no hubiese sucedido nada? ¿Cómo será la literatura del tiempo que hemos debido convivir con este virus, con aquellos que inevitablemente se habrán contagiado, con el cambio climático cada vez más devastador y, sin embargo, relegado, ignorado frente a esta nueva y más perceptible amenaza?
No obstante, sólo pensaba en estas cosas cuando alguien me forzaba a involucrarme en un debate en la red, en una mesa redonda en Zoom o en Facebook. En realidad, me preocupaba más la mudanza que finalmente habíamos logrado hacer en condiciones dificilísimas, la salud de Luis, entubado en el hospital de Oviedo, aquel “mundo plano” del que hablaba Martín Caparrós, en el cual, en vez de trabajar todos juntos para dividir los recursos, en muchas partes se invocaba el cierre de fronteras, el nacionalismo, las patrias. Nada volverá a ser como antes, sin duda. O quizás podría serlo, si debo creer en lo que veo: todavía más miedo arrojado a palazos sobre nuestras sociedades como instrumento de control social, todavía más distancia y aislamiento del Yo, acentuando con el teletrabajo en una deriva ya iniciada hacía poco; un deseo irrefrenable de parte de muchos de tener explicaciones y soluciones “simples” para afrontar, con base en unas pocas hipótesis elementales, un universo complejo e intrincado, inyectando gasolina en el motor de los complots y las lecturas paranoicas de la realidad; y, en fin, una crisis que se vislubra ya cercana, cercanísima, con millones y millones de personas sin salario y sin trabajo, hambrientas y furiosas, en un mundo de por sí precarizado. ¿Pesimista? Puede ser. El 16 de abril la noticia de la desaparición de Luis Sepúlveda, asesinado por el coronavirus, que me desasosegó por una semana, no hizo más que aumentar mi pesimismo. Y ahora que se aproxima una espiral de normalidad, con muchas y sacrosantas limitaciones, con muchas y enloquecidas polémicas, me esfuerzo por regresar a ella. También porque aquí, en Lombardía, los contagios son todavía altísimos. Y también porque aquella normalidad, la normalidad de antes, en realidad no me gustaba. Esta pandemia debería servirnos de lección. Pero, ¿soy de nuevo pesimista si temo que a nosotros, los sapiens, nos costará mucho aprenderla?
Milán, 29 de mayo.
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Imagen de portada: Milán durante la pandemia. Fotografía de Alberto Trentanni, 2020. CC