Situación hipotética común: como parte de un análisis de tu nivel de colesterol, tu médico ordena también un análisis de sangre de rutina —conteo de glóbulos rojos y un desglose que muestre las proporciones de cinco tipos de glóbulos blancos—. Situación menos común: tu colesterol está bien (felicidades), pero el conteo de glóbulos blancos muestra que están por debajo de lo normal, con valores que podrían significar una alteración muy leve, como una infección viral, o señalar un problema grave y potencialmente fatal, como cáncer. ¿Desearías que tu médico te informara sobre este hallazgo anormal? Si contestaste que “sí”, estás expresando tu derecho a saber el resultado. Si contestaste que “no”, entonces estás expresando lo contrario: el derecho a no saber. En la mayoría de los casos, el médico informará al paciente sobre el hallazgo anormal y lo discutirán, pero ¿qué sucede si este resultado aparece en muestras donadas para una investigación médica en lugar de exámenes médicos? Esto es exactamente lo que sucedió en Islandia. En la década de 1990, los investigadores comenzaron a recolectar muestras donadas de población genéticamente distinta del país. El director general de la empresa que recolecta y analiza estas muestras, las cuales provienen de la mitad de los residentes del lugar, dice que 1,600 de ellas sugieren un riesgo de cáncer mortal. Sin embargo, el gobierno está impidiendo que el neurólogo Kári Stefánsson y su compañía, deCODE Genetics, informen a los donantes. ¿Por qué? Las leyes de privacidad del país y el concepto del derecho a no saber están de por medio. Cuando comenzó la recolección, deCODE no obtuvo el consentimiento explícito de quienes donaron muestras para compartir tal información con ellos. De hecho, la compañía fue fundada en 1996, y una de las variantes genéticas relacionadas con el cáncer en las muestras, el gen BRCA2, fue descubierta apenas un año antes. Hubiera sido difícil prever cómo las muestras genéticas podrían ser tan reveladoras veinte años después.
Islandia es un ejemplo de la tensión entre el derecho a saber o no y el deseo de hacer el bien o incluso salvar una vida. Como el bioeticista Benjamin Berkman del Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos (el NIH, por sus siglas en inglés) señala en su defensa para informar a las personas de tales hallazgos, la falla se encuentra entre “la autonomía y la benevolencia. Debemos asignar un valor extremadamente alto al hecho de empoderar y honrar las decisiones de un individuo, particularmente en el ámbito médico”, escribe; además, los médicos e investigadores se muestran renuentes ante la idea de guardar silencio cuando hablar ayudaría sustancialmente a los pacientes o participantes del estudio. La situación de Islandia no es del todo común, pues se comenzó con la recolección de muestras en 1996, antes de que las implicaciones de este conocimiento —o incluso de lo que podría significar— se volvieran relevantes. Pero esto no equivale a que tales problemas no sean globalmente importantes en la actualidad. A medida que varias naciones y otras entidades desarrollen inmensos biobancos de tejido y datos, los problemas se volverán cada vez más complejos. El banco de material biológico de Reino Unido ofrece un buen ejemplo de ello. Cuando los participantes envían muestras para extraer información genética, aceptan no recibir retroalimentación individual sobre los resultados y renuncian formalmente a su derecho a saber. Sin embargo, más recientemente, el biobanco de Reino Unido comenzó a agregar datos provenientes de estudios de imágenes. En este caso, si un radiólogo ve algo sospechoso en un escaneo médico se debe informar a los participantes que renunciaron al derecho a no saber. Parte de este gran debate podría estar enfrentando la paranoia del siglo XX sobre la genética con la apreciación propia del siglo XXI del análisis genético como una herramienta clínica. De hecho, hablar de genética en sí misma evoca el miedo a las mutaciones en las dobles hélices presentes en nuestras células que tenía la vieja escuela. La realidad es que lo “correcto” con respecto a estos derechos concurrentes de saber y no saber —y de decir lo que se sabe— varía dependiendo de quien guíe la discusión. Por ejemplo, un médico que ordena una prueba y descubre algo incidental pero preocupante se encuentra en una relación médico-paciente con al menos un acuerdo tácito de informar. Mientras que un investigador que recolecta muestras de ADN para un biobanco de grandes volúmenes de datos no ha forjado tal relación ni se ha comprometido con nadie; en este caso, sus obligaciones son más vagas. Y esto nos lleva a lo que podría parecer una solución: algo que sea planeado en lugar de aplicado retroactivamente. Para el individuo, lo importante es la autonomía. Para el investigador, es la carga de saber y el deseo de ayudar. Para un médico, es no hacer daño. Para los legisladores, se trata de dónde trazar la línea: ¿derecho a saber o a no saber qué exactamente? Es posible formalizar acuerdos generales para algunos de estos grupos. Si la persona que proporciona la muestra opta por el derecho a no saber, la puerta para cambiar de opinión debe permanecer abierta en caso de que algún día se sienta más dispuesta a saber. Además, quienes proporcionan muestras para investigación pueden beneficiarse del mismo proceso que se ofrece a los que se someten a pruebas genéticas en una clínica. El asesoramiento genético se recomienda encarecidamente en tales casos, pues este tipo de preparación para los participantes de la investigación también podría aclarar sus decisiones. Los estudiosos que se involucran con estos datos en el área de la investigación merecen prepararse y recibir atenciones similares con respecto a sus derechos. Antes de participar en tales estudios deben ser capaces de ofrecer su consentimiento informado para retener hallazgos que podrían afectar la salud de un donante. Los investigadores del estudio también deben ser incapaces de vincular a los donantes con los resultados, para eliminar así la posibilidad de revelar información accidentalmente y aliviar la carga de saber. ¿Y qué sucede con las personas que nunca fueron examinadas pero que son familiares genéticos de aquéllas con un riesgo o una enfermedad identificados? Estas preguntas son especialmente importantes para los padres que están considerando ahondar en los detalles del acervo genético familiar. Después de todo, tus genes no son sólo tuyos. Los obtuviste de tus padres y tus hijos biológicos obtendrán algunos también. La frase “genética personal” implica un riesgo sólo para el individuo, pero en realidad lo que se pone al descubierto —y los efectos que desencadena— pueden abarcar generaciones. ¿Dónde se dibujan los lineamientos para informarlos o examinarlos? Típicamente, cuanto más conocimiento de la historia médica familiar, mejor. Pero estas decisiones son diferentes para cada familia, y dependen de su ética y cultura personales. Finalmente, debajo de todas estas decisiones hay cientos de problemas espinosos. No todas las variantes relacionadas con la enfermedad significan que la persona que las tiene desarrollará esa condición. Algunas aumentan el riesgo de enfermedad sólo un poco; pero otras, como el gen BRCA2, pueden significar un riesgo para la vida de 69%, mientras que otras, como la secuencia que se repite detrás de la enfermedad de Huntington, son esencialmente una garantía de que la enfermedad se desarrollará. Tal vez la situación de Islandia no se resuelva con facilidad, pero su experiencia ofrece una lección. Planear con anticipación, algo que el Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos está tratando de hacer con “All of Us”, su gran iniciativa de muestreo genético en aquel país: ofrecer el derecho a saber o a no saber y permitir un cambio de opinión; entender el dolor del prestador de servicios médicos que sabe lo que el paciente desconoce y no puede revelarlo. Es importante otorgar a quienes soportan la carga de saber la oportunidad de dar su consentimiento para la no divulgación antes de que ellos también se involucren.
Publicado originalmente en la revista digital aeon en marzo de 2019.
Imagen de portada: Francis Picabia, Trice, ca. 1929