Mapas y contramapas
Los mapas del imperio suelen tener un centro, un ombligo, un origen desde el cual fluyen el poder, la verdad y la ética. Por una parte, los imperios buscan legitimidad en sus esfuerzos por representar el espacio de manera objetiva y así postular quién es dueño de un territorio dado y a qué Estado le corresponden las riquezas extraídas de ese territorio. Por la otra, sus mapas son relato y sueño cuasi-erótico del imperio, narrativas contadas por quienes los trazaron a partir de su manera de pensar e imaginar el futuro de su dominio. Un mapa imperialista es narcisista. El cartógrafo sufre de cierto tipo de “imperialismo internalizado” a la vez que los imperios padecen una especie de “narcisismo absoluto”. En el libro When Maps Become the World describí cómo los mapas imperialistas ontologizan y universalizan una única y peculiar manera de ver el mundo. Tienen un cartopoder impresionante que justifica y arraiga el paradigma normativo de la maquinaria política, religiosa, económica y militar del imperio. El narcisismo universalizado contenido en los mapas imperialistas desea anexar y consumir el mundo entero.1 Para contrarrestar estas tendencias individuales y sociales también existen los contramapas, mapas que resisten el imperialismo internalizado y el narcisismo absoluto. Los contramapas imaginan un mundo distinto y quizás más igualitario, en el cual existe un pluralismo de cartografías y perspectivas legítimas. En general, los contramapas son diseñados y dibujados por personas foráneas o que representan una minoría, a menudo reprimida y subyugada por el imperio. El contramapa es una humilde pero esperanzada petición de libertad.
Una forma de rastrear las muchas caras de la razón cartográfica en el imperialismo y el antiimperialismo es pensar el síndrome del ónfalo. A saber, tanto mapas como contramapas suelen tener un centro u ombligo que da perspectiva y contenido a la narrativa desde el cual imaginan el mundo. No obstante, el síndrome del ónfalo se expresa de distinto modo en los mapas imperialistas y en los contramapas; se exterioriza de manera extrema y singular en los primeros y de manera sopesada y cuidadosa, además de descentralizada y pluralista, en el caso de sus contarios. Su caracterización original se atribuye al historiador del arte Samuel Y. Edgerton Jr.:
El síndrome del ónfalo, en el cual un pueblo se cree divinamente designado al centro del universo, muestra sus síntomas en la historia de la cartografía tan a menudo como en la planificación de las ciudades antiguas. El mapa del mundo más antiguo que existe, inscrito en un ladrillo secado al sol del siglo VI a. n. e. en Mesopotamia, ilustra un cosmos circular con Babilonia en el centro. Tanto los primeros cristianos como los musulmanes colocaron sus propios santuarios en el centro de gráficos circulares similares del cosmos.2
Existe un narcisismo poderoso y ubicuo desde el cual los pueblos o etnias creen que su mundo es el universo y que ellos viven en su centro. El síndrome del ónfalo se puede rastrear por medio de los mapas y las ciudades de distintas culturas, sean o no un imperio. Todo esto es entendible y, quizás, demasiado humano: ¿Cómo evitar identificarnos y pensar el mundo desde la perspectiva de nuestro territorio, de lo que conocemos y amamos?
El síndrome del ónfalo se expresa muy a menudo y se puede explicar a través de un conjunto de sentimientos, creencias y comportamientos religiosos. Nuestro territorio es la tierra prometida que ha existido desde el comienzo del universo y representa el centro de toda la vida. No obstante, el periodista y editor Cullen Murphy destaca el aspecto negativo, incluso pernicioso, de este síndrome:
A las capitales imperiales les ocurre algo, algo psicológico y, con el tiempo, corrosivo e incapacitante. Ocurre cuando la convicción de que la capital es la fuente y el punto focal de la realidad se arraiga —que nada es más importante que lo que sucede allí, y que ninguna idea o percepción es más importante que las de sus élites—. Esta convicción saturó la Roma imperial, como satura al Washington oficial.3
Aunque quizás sea cierto que padecer el síndrome es inevitable, que tal vez todos tenemos algo de “imperialista interno” y que todas las etnias experimentan algún grado de narcisismo absoluto, es un síndrome peligroso cuando se condensa en una especie de brote psicótico-social. El riesgo es que pueda extenderse entre las redes militares y las políticas de los imperios y los países poderosos. A partir de ahí, emergen fácilmente la soberbia y la violencia contra los otros. Los mapas, los monumentos y la arquitectura del imperio declaran que no hay otra perspectiva o paradigma cartográfico desde los que dibujar y medir el universo. Mientras que el puño, la espada o el misil imponen violentamente la voluntad del imperio, su religión institucional y sus mapas imponen una visión rígida de la constitución real del mundo. Su ombligo simbólico reifica y deifica el centro literal del universo.
Para el Imperio romano, Roma era el ombligo del mundo. Las distancias se medían en líneas radiales desde Roma. De hecho, la ciudad contiene el Umbilicus Urbis Romae, a saber, “el ombligo de la ciudad de Roma”: a pocos metros de este centro, el emperador Augusto colocó un Milliarium aureum o “Piedra de Oro” hacia el año 20 a. n. e. mientras, en la práctica, las distancias “se calculaban […] desde las puertas de la muralla republicana”.4 Estas formas de definir el espacio reflejaban las creencias de los romanos sobre su papel natural como “dueños de la ecúmene”. Oikuménē, que en griego significa “mundo habitado”, es el término que el geógrafo, matemático y astrónomo Ptolomeo de Alejandría, en el siglo II de nuestra era, usó para designar el territorio o mundo entero que representó en sus mapas.5 La Tabla de Peutinger es un documento que pone de manifiesto que los romanos presentaron un caso agudo del síndrome del ónfalo; ellos se veían a sí mismos como el centro de la oikuménē. Esta tabla es un itinerarium o mapa de carreteras del cursus publicus, el sistema de transporte gestionado por el gobierno romano. Aunque está fechada en el siglo XII o principios del XIII d. n. e., el mapa puede remontarse a un “arquetipo del siglo IV”.6 No es de extrañar que Roma se encuentre en su centro, pues quienes dibujaron el mapa ubican al subcontinente indio en el extremo derecho del mismo: la forma en que se representa a la península italiana (¿romana?) —considerada como toda la oikuménē— retuerce y transforma el territorio. Como centro de uno de los mayores imperios europeos colonialistas, Madrid también padeció el síndrome del ónfalo, el cual se refleja arquitectónicamente. La Puerta del Sol indica el “Kilómetro 0”. A unos 50 kilómetros de éste, Felipe II mandó construir El Escorial. Fueron necesarios 21 años (1563-1584) para completar el complejo. El sistema de cuadrícula de los edificios y terrenos de El Escorial sugiere una matriz cartográfica que se extiende como una red de rizomas a través del Imperio español, calibrándolo y capturándolo. Edgerton escribe:
Felipe era también un admirador de Abraham Ortelius, el famoso cartógrafo holandés, y seguramente observó con fascinación cómo cada vez más tierras nuevas encontraban su lugar en la red expansiva de coordenadas ptolemaicas.7
Podemos visualizar y creer que Felipe II, “de pie en la inmensa plaza del Escorial, seguramente se imaginó a sí mismo en el ombligo del mundo”. Por muy diferentes que fueran los imperios romano y español —cada uno inauguró épocas históricas únicas— la razón cartográfica en ambos casos estructuró el tiempo y el espacio de forma similar, centrados en un lugar concreto. El poder mismo fluye desde este omphalós, ombligo. A saber, el emperador, el rey, piensa y anuncia: Aquí estamos. Aquí estamos parados. Desde aquí conquistamos. Ahora bien, a principios del siglo XVI, un grupo de eruditos, cartógrafos y clasicistas de Saint-Dié tradujeron activamente textos griegos y latinos al alemán. Este grupo, conocido como el Gymnasium Vosagense, preparó una nueva edición en latín de la Geografía de Claudio Ptolomeo. Es de especial interés el trabajo de los amigos Martin Waldseemüller y Mathias Ringmann. El mapa de Waldseemüller de 1507 estaba destinado a acompañar un nuevo texto de geografía, la Cosmographiae Introductio de Waldseemüller y Ringmann.8 Este mapa introdujo un gran número de primicias, como el uso del nombre “América”, su representación como un continente unitario, la cobertura entera de los 360 grados de longitud y la representación del océano Pacífico como una masa de agua separada. Se puede decir que el mapa representa el nacimiento mismo de la cartografía occidental moderna y quizás de la razón cartográfica en Occidente. Este documento cartográfico también destila una descarnada mentalidad imperialista y colonial, al calificar la parte nororiental del continente suramericano como: Tota ista provincia inventa est per mandatum regis castelle (“Toda esta provincia fue descubierta por mandato del rey de Castilla”). Otra descripción revela una de las motivaciones fundamentales del imperialismo: “Aquí se ha encontrado mayor cantidad de oro que de cualquier otro metal”. En La invención de América el filósofo e historiador Edmundo O’Gorman afirma:
En el mapa de Waldseemüller […] célebre y espectacular […] no sólo se reconoce la independencia de las nuevas tierras respecto al orbis terrarum y, por lo tanto, se las concibe como una entidad distinta y separada de él, sino que —y esto es lo decisivo y lo novedoso— se atribuye a dicha entidad un ser específico y un nombre propio que la individualiza. Mal o bien, pero más bien que mal, ese nombre fue el de América que, de ese modo, por fin se hizo visible.9
Por sugerente, ficticio y bello que sea, el mapa de Waldseemüller inspiró a otros cartógrafos, incluyendo al más famoso de la época, Gerardus Mercator, quien proyectó la mayor ontologización del imperialismo europeo.
Queda claro que en los continentes precolombinos existían tradiciones complejas de mapeo. Dos ejemplos son el “Mapa de las tierras de Oztoticpac”, (ca. 1540) y el “Mapa azteca de Tenochtitlan” de 1542.10 Con respecto al primero, la historiadora del arte Barbara Mundy escribe:
[El mapa de las tierras de Oztoticpac] muestra cómo los miembros sobrevivientes de la familia noble [de don Carlos Ometochtzin Chichimecatecotl] utilizaron mapas para defender sus derechos hereditarios y reafirmar las tradiciones de tenencia de la tierra frente a las amenazas españolas.11
Esta clase de documentos no fueron traídos por los europeos, sino que “estaban estrechamente relacionados con los mapas […] que una vez se hicieron para […] el Estado azteca”. El mapamundi de Felipe Guamán Poma de Ayala (ca. 1540-1616) es quizás el contramapa más influyente y conocido de origen indígena durante la época colonial en las Américas. Éste aparece en Nueva corónica y buen gobierno, un relato ilustrado de alrededor de 1615, escrito en una mezcla de quechua y español.
El mapa clave de esta crónica se opone a la estructura de poder que emana del síndrome del ónfalo de Madrid. La “gran ciudad” de Cuzco se encuentra en el centro geométrico del mapa como la “cabeza” [“cauesa”] del reino del Perú. Además, las dos diagonales dividen el “reino de las In[d]ias” Inca en sus cuatro suyus, de la siguiente forma:
Siguiendo en parte la oposición andina convencional de “superior” (masculino) e “inferior” (femenino), el Antisuyu y el Chinchasuyu son los hanan, o regiones “superiores”, y Qullasuyu y Kuntisuyu son las divisiones hurin, o divisiones “inferiores”.12 De acuerdo con la tradición cartográfica del Renacimiento, Guamán Poma parece orientar el mapa con el norte en la parte superior. No obstante, una hipótesis alternativa propone que el oriente está en la parte superior, como era habitual en los mappae mundi europeos medievales. De esta forma, Guamán Poma centra el mapa en Cuzco y hace girar el espacio mismo un cuarto de vuelta. Según la historiadora e hispanista Rolena Adorno:
Quizás lo único que podemos decir con certeza es que Guáman Poma intenta en su mappa mundi, combinar dos conceptualizaciones respecto a la de medir y dividir el espacio, una occidental y otra andina, una quizás más literal que simbólica, la otra quizás más simbólica que literal.13
Aunque la orientación del mapa es indeterminada, de él emana una clara voluntad de representación: Cuzco, Lima, Guayaquil, Santiago de Chile y el océano Pacífico se presentan de manera acertada en sus posiciones relativas. Además, las líneas paralelas de latitud y meridiano de longitud se añaden como una red cuadriculada llamada “gratícula”. Para Guamán Poma el mapa era parte de su petición para una reforma colonial a gran escala. Esperaba convencer al rey español Felipe III de que diera la vuelta al actual “mundo al rreués” para así reestablecer el orden natural, brutalmente perturbado por la conquista. La cosmovisión de Guamán Poma involucraba la división del mundo en cuatro regiones, en el cual las Indias ocupaban la primera parte (a saber, el Chinchasuyu), o quizás la tercera (Qullasuyu). Las respectivas capitales, u ombligos del mundo serían Cuzco, Roma, Guinea y Turquía.
Mientras que la Universalis cosmographia de Waldseemüller invita a expandir la cultura, el conocimiento y la violencia europea, el contramapa de Guamán Poma imagina una futura reorientación indígena de la modernidad en una Tierra o oikuménē dividida, con un retorno a la cultura originaria tradicional en las Américas. En ambos casos, América era —y sigue siendo— un escenario para la disputa de la representación y el poder. El síndrome del ónfalo resurge en ambos mapas de manera distinta: Guamán Poma acepta muchos ombligos. De hecho, los contramapas son objetos cartográficos que se oponen a la mirada unívoca del imperio y resisten el narcisismo absoluto de los mapas imperialistas.
El síndrome del ónfalo habita tanto en los mapas como en los contramapas; existe una red compleja de mecanismos psicológicos que se expresan en la arquitectura, la planificación de ciudades, los relatos y mapas de distintas culturas y etnias. Lo preocupante y peligroso es la reificación perniciosa de una única visión del mundo, un paradigma que los imperios tratan de exportar e instalar en las áreas que invaden y ocupan. Por ejemplo, en lugares y contextos donde empresas extractivistas atentan contra los bosques y territorios, muy a menudo apoyadas y subsidiadas por gobiernos centralizados —como en Indonesia, México o Brasil—, los pueblos indígenas y los conservacionistas utilizan, a modo de resistencia, mapas de diversa índole, como los mapas narrativos o croquis, y los mapas digitales. En su paradigmático trabajo, la científica medioambiental Nancy Lee Peluso rastrea el papel de, por ejemplo, las organizaciones internacionales de conservación y las ONG indonesias para contrarrestar la explotación industrial de la madera respaldada por el gobierno. Para Peluso ”[los contra]mapas pueden utilizarse para plantear alternativas a los lenguajes e imágenes del poder y convertirse en un medio de empoderamiento o protesta”.14 En el primer capítulo de su libro Weaponizing Maps, los geógrafos Joe Bryan y Denis Wood rastrean el uso de contramapas por parte de la comunidad zapoteca de Tiltepec en la Sierra Norte de Oaxaca. En estos y otros innumerables casos, ciertas comunidades tenaces resisten a los mapas externos que conducen a la destrucción de la naturaleza por parte del imperio capitalista. La naturaleza misma encuentra en ellos una especie de aliado que puede dibujar contramapas en su defensa.15
Imagen de portada: Martin Waldseemüller, Universalis Cosmographia Secundum Ptholomaei Traditionem et Americi Vespucii Aliouru[m] que Lustrationes, 1507. Geography and Map Division, Library of Congress
El libro fue publicado por la University of Chicago Press en 2020. ↩
S. Y. Edgerton Jr., “From Mental Matrix to Mappamundi to Christian Empire: The Heritage of Ptolemaic Cartography in the Renaissance”, Art and Cartography: Six Historical Essays, D. Woodward (ed.), University of Chicago Press, Chicago, 1987, pp. 10-50. ↩
Cullen Murphy, Are We Rome? The Fall of an Empire and the Fate of America, Houghton Mifflin Company, Nueva York/Boston, 2007, p. 43. ↩
D. Favro, “‘Pater Urbis’: Augustus as City Father of Rome”, Journal of the Society of Architectural Historians, vol. 51, núm. 1, 1992, p. 77. ↩
C. Murphy, art. cit., p. 47. ↩
J. B. Harley y D. Woodward (eds.), The History of Cartography: Cartography in Prehistoric, Ancient and Medieval Europe and the Mediterranean, vol. 1, University of Chicago Press, Chicago, 1987. Lámina 5. Disponible aquí ↩
S. Y. Edgerton Jr., art. cit., pp. 48-49. ↩
Ver S. I. Schwartz, Putting “America” on the Map: The Story of the Most Important Graphic Document in the History of the United States, Prometheus, Nueva York, 2007; J. Brotton, A History of the World in Twelve Maps, Viking, Nueva York, 2012, pp. 145-185; R. G. Winther, op. cit. ↩
E. O’Gorman, La invención de América, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 2006, pp. 54-56. ↩
Ver B. E. Mundy, “Litigating Land”, Mapping Latin America: A Cartographic Reader, J. Dym y K. Offen (eds.), University of Chicago Press, Chicago, 2011, pp. 56–60 y J. Brotton, Great Maps: The World’s Masterpieces Explored and Explained, Dorling Kindersley, Nueva York, 2014, pp. 104-105. ↩
B. Mundy, art. cit., pp. 56 y 57. ↩
G. Gasparini y L. Margolies, Arquitectura Inka, Centro de Investigaciones Históricas y Estéticas, Facultad de Arquitectura y Urbanismo Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1977. ↩
Correspondencia con Rolena Adorno, autora de Guaman Poma: Writing and Resistance in Colonial Peru, University of Texas Press, Austin, 2000. ↩
Ver N. L. Peluso, “Whose Woods are These? Counter-Mapping Forest Territories in Kalimantan, Indonesia”, Antipode, vol. 27, núm. 4, 1995, pp. 383–406; L. M. Harris y H. D. Hazen, “Power of Maps: (Counter) Mapping for Conservation”, ACME, vol. 4, núm. 1, 2006, pp. 99–130; J. Bryan y D. Wood, Weaponizing Maps: Indigenous Peoples and Counterinsurgency in the Americas, Guilford Press, Nueva York, 2015. ↩
Este artículo es resultado de investigaciones previas que el autor ha dado a conocer en su libro When Maps Become the World, op. cit., y en el artículo “Cutting the Cord: A Corrective for World Navels in Cartography and Science”, The Cartographic Journal, vol. 57, núm. 2, 2020, pp. 147-159. [N. de la E.] ↩