Camino por Storgata, una de las calles más antiguas de Tromsø, ciudad en el norte de Noruega famosa por las vistas espectaculares de la aurora boreal, el maratón de sol de medianoche en el solsticio de verano, el paso de los barcos que van hacia Cabo Norte y después hacia Múrmansk. Estoy aquí por el Festival Internacional de Cine, uno de los más importantes en Europa del Norte. Son las diez de la mañana y falta una hora para la primera función; es enero de 2012. Me detengo en el Perspektivet Museum para visitar Satélites, una exhibición del fotógrafo Jonas Bendiksen. Paso varios minutos delante de cada imagen, observando la composición y los tonos, pero son los textos, la historia que acompaña a cada foto, lo que me afecta más. Me hacen ver con compasión esos rostros mortecinos, arrugados por el sol, pocos de ellos sonriendo, el pasado de cada mujer y cada anciano: son las marcas de la ex-Unión Soviética: Transnistria, Abkhazia, los territorios en disputa entre Armenia y Azerbaiyán, la región autónoma judía de Birobidzhan en Siberia Oriental. Son las ruinas del alma lo que se ve en esas fotos. Una en especial me hace sudar las manos, desempolva memorias de mi infancia: seis vacas tumbadas de costado, muertas por los niveles tóxicos del suelo al borde de un acantilado. Pienso en el accidente de 1986 en la planta nuclear de Chernóbil en Ucrania, el desastre humano y ecológico que desató, los efectos letales que continuaron por años. Ucrania, repito entre dientes, y cuento el puñado de cosas que sé sobre ese país. ¿Cómo sería la Odessa de Isaak Bábel y Catalina la Grande, el Sebastopol del soldado Lev Tolstói y la enfermera Florence Nightingale? ¿Yalta y la “La dama del perrito” de Antón Chéjov?
Tres meses después estoy en un tren de camino a Odessa. Por la ventana observo la calle de pasada, hombres que conversan o esperan a cruzar en una esquina, gente mayor, mujeres con un pañuelo cubriéndoles la cabeza. Me pregunto si extrañan el pasado, la vida en la Unión Soviética y el bloque del Pacto de Varsovia, porque amigos de Alemania Oriental, Bielorrusia y Lituania me han dicho que algunas cosas estaban mejor antes. No todo fue tan deprimente como parece ahora; los últimos años sí, pero eso es sólo una parte de la verdad. En el tren el pasillo es estrecho, las cortinas casi transparentes se alzan y quedan suspendidas por un instante antes de caer, como en una danza con el viento que entra por la ventana. Sentado, abro el libro de cuentos de Chéjov y leo por tercera vez “El beso”, una de las obras preferidas de ese médico ruso, cirujano del alma humana nacido en Taganrog, cerca de la frontera con Ucrania. Este viaje tiene todo que ver con él. El encargado del tren me despierta. Faltan quince minutos para llegar, dice. Son las siete de la mañana. Después de dejar las cosas en el hostal, salgo a caminar sin rumbo, con el único deseo de llegar a la Escalera Potemkin. En una calle más o menos transitada veo un edificio de dos pisos con vitrales opacos en la fachada, techo de teja gris y una barda alta; no se puede distinguir mucho más, pero por lo que he leído debe ser la Sinagoga Brodsky, fundada por judíos llegados del pueblo de Brody, en el oeste de Ucrania. Imagino a Isaak Bábel de joven, con sus anteojos diminutos y calvicie prematura, reclinado sobre una libreta y escribiendo cuentos sobre su infancia, tomando clases de hebreo y de piano, los pichones que adoraba tener en el palomar. El gran Máximo Gorki, admirador y maestro, reconoció su talento desde muy joven y lo impulsó a que escribiera más y publicara. Fue él quien lo animó ante el rechazo, quien una y otra vez repitió los elogios que todo escritor novel necesita escuchar. Más adelante, en el número 11 del bulevar Primorsky, encuentro el hotel Londonskaya, donde se hospedaron celebridades, artistas y políticos por igual. Entro al lobby y, después de un momento de duda, el bell boy me permite pasar. Me detengo en la habitación que ocuparon la bailarina Isadora Duncan, Robert Louis Stevenson, Marcello Mastroianni y Louis Aragon. Me asombro al descubrir que Chéjov también se hospedó aquí, tal vez en el camino de Yalta a Badenweiler; el último viaje de su vida. Al salir continúo hasta la estatua del duque de Richelieu, nombrado gobernador de Odessa en 1803 por el zar Alejandro I, y a la izquierda, hacia el puerto, se extiende la Escalera Potemkin, famosa por la película de Sergei Eisenstein, El acorazado Potemkin (1925).
Tomo un café en la calle Deribasivska, nombrada así por el general de origen español José de Ribas Boyons, nacido en el reino de Nápoles en 1749, y que se convirtió en militar destacado en la armada rusa, muy cercano a la emperatriz Catalina y partícipe en la fundación de la ciudad. Observo a la gente pasar, niños que llevan correas jaloneadas por perros, ancianas bien vestidas, jóvenes con lentes oscuros y que se pegan el celular a la oreja. Al día siguiente llego a Simferópol y al salir de la estación busco el microbús que me lleve a Sebastopol. Al llegar al hostal me recibe una señora de origen ruso, muy amable y con quien puedo hablar sin problema en inglés. La veo sonrojarse cuando le digo que pienso ir a Yalta, a la casa de Chéjov. —Le llegaban docenas de cartas a la semana —me cuenta—, sobre todo de mujeres. Admiraban sus cuentos y obras de teatro, su capacidad para delinear las penas del alma. Se entusiasma y me invita a sentarme, me habla de literatura y muchas cosas más. En una esquina tomo el transporte que me lleva al Palacio Livadia el cual está, sin exagerar, en medio de la nada. El chofer se detiene a mitad de la carretera y abre la puerta; me indica que tengo que bajar. Avanzo por un camino de tierra rojiza que desciende en curva y delante de mí sólo veo la vastedad del terreno, espacios cubiertos de pasto largo y amarillo, algunos matorrales y flores silvestres, el mar tranquilo y oscuro en la distancia. Después de unos minutos me encuentro con un hombre de pelo muy blanco que camina encorvado. —¿Livadia? —le pregunto, y me hace una seña con la mano para que continúe. Más adelante me detengo y admiro la construcción blanca, el palacio donde alguna vez veranearon los Romanov. En el lobby compro una entrada y camino sobre la alfombra rojo cereza que amortigua mis pasos. Entro a la sala donde en febrero del 45 se reunieron Stalin, Churchill y Roosevelt para planear las últimas fases de ataque; aquí acordaron cómo se dividiría Europa al final de la guerra. Avanzo y veo fotos en blanco y negro, retratos de la familia Imperial, el zar Nicolás II con su esposa Aleksandra, el zarévich con su mirada profunda. Me detengo delante de una donde aparece el monje Rasputín, amigo y confesor de la zarina. Se le ve barbado y con cabello largo, una túnica blanca que le llega hasta los tobillos. Me intriga la expresión de su rostro, su mirada fija y penetrante, pero aún más el verlo solo y pegado a la izquierda, la familia real amontonada del otro lado, como si temieran respirar del mismo aire que él. De vuelta en la calle tomo el colectivo que me lleva a Yalta, mi destino final. Me bajo en una plazuela donde Lenin apunta con el dedo hacia el frente, su imagen se refleja sobre un rectángulo de agua tranquila y poco profunda. Voy hasta el malecón. Algunos ancianos caminan tomados del brazo, gaviotas moteadas chillan una delante de otra y luego se persiguen, el suave romper de las olas en la distancia. Fue aquí donde Chéjov imaginó su célebre relato “La dama del perrito”, que narra el encuentro amoroso entre los adúlteros Dmitri Gurov y Anna Sergeyevna, quien con su pomerania blanco se paseaba por este malecón, siempre con el mismo beret. La dacha donde vivió Chéjov de 1899 a 1904 no está lejos pero el camino es de subida y después de unos cuarenta minutos pregunto en una tienda de abarrotes. Me indican que sí, sólo debo continuar un poco más. En la calle se dibuja una curva antes de que llegue al número 112 de Vul. Kirova. El terreno es grande, con amplio jardín y bancas para descansar; hay un camino de guijarros blancos que conecta la casa principal, que es de dos pisos, con un recibidor donde hay un par de pequeñas salas y también los baños. Al entrar veo una foto de Antón Chéjov en sepia colgada arriba del umbral que da a la sala. Se ve sonriente, con sus quevedos a mitad de nariz, blazer negro gastado y el cabello revuelto, como si hubiera luchado contra una ventisca. Entro a la cocina y me detengo junto a una mesa. Lo imagino tomando un café con León Tolstói, vertiendo más té en la taza de Máximo Gorki o Sergéi Rachmaninov. En el piso de arriba veo sus zapatos de charol negro sobre una silla de mimbre, su abrigo detrás de un cristal; no hay duda de que era un hombre alto. También veo un piano, fotos de varios pintores y músicos, un teléfono antiguo pegado a la pared con el auricular en forma de embudo. Al salir me siento en una de las bancas y me lleno los pulmones. Lo imagino con pantuflas y en bata, los anteojos un poco empañados por el vapor del café que sostiene, la mirada fija en los cerezos y cipreses que un día plantó; lo poco que le queda de vida es un esfuerzo por no toser. Después de un momento saco el libro de mi mochila y me pongo a leer “El obispo”. Levanto la cabeza y cierro los ojos; hay una brisa tenue que mece los árboles. Parece que escucho su voz.
Imagen de portada: Jonas Bendiksen, de la serie Satellites, 2000. Cortesía del artista