Oculta tras los coloridos parapetos de un antro que revienta, en el anonimato de las aplicaciones de ligue o a la cabeza de una manifestación a favor de la familia “natural”, la clerecía católica —a fuerza de manipulaciones, secretismos y una larga lista de condiciones aprendidas en el seminario— domina desde hace mucho el arte del camuflaje. Para quienes hemos sido educados en un ambiente fundamentalmente católico, alteño, orgulloso de la sangre de cristeros que corre por nuestras venas, un libro como Sodoma resulta una provocación necesaria. La existencia de sacerdotes homosexuales en la Iglesia católica no es una noticia novedosa; la que sí, es la publicación de un libro al respecto. Su autor, Frédéric Martel, se dedicó varios años a recabar información sobre el tema en el corazón del catolicismo, la Ciudad del Vaticano, y la publica en un libro que, aun siguiendo un estilo mayoritariamente periodístico, tiene un dejo sociológico que evidencia su formación académica. El culto católico, con sus ornamentos dorados, sus encajes bordados, sus nubes de incienso y la parafernalia que rodea la figura travestida de los curas en el altar, es una de las sublimaciones homosexuales mejor logradas. No extraña, por eso, la cantidad de gays que acude a las misas tridentinas en la Ciudad de México y en el mundo. Sodoma explica la dinámica homófila u homosexual del clero con lo que llama “el código Maritain”, un estilo de vida públicamente homófobo que se permite, sin embargo, ciertas concesiones en la medida en que pertenecen al fuero interno. Pero la fantasía suele ceder lugar a la realidad: la guardia suiza y los inmigrantes en Italia son presas fáciles de la curia romana. En 2015 se hizo evidente una fractura de proporciones casi cismáticas en el episcopado: el papa Francisco convocó para octubre de ese año un sínodo extraordinario dedicado a la familia. La atención mediática que provocó giraba en torno a dos temas, la homosexualidad y la posibilidad de que los divorciados comulgasen. Un día antes de que la segunda sesión del sínodo tuviera lugar, uno de los teólogos de la Congregación para la Doctrina de la Fe salió del clóset en el diario italiano Corriere della Sera. Monseñor Krzysztof Charamsa no sólo declaró públicamente su homosexualidad, sino que denunció el trato inhumano del clero hacia los homosexuales, a pesar de contar entre sus filas con miles de ellos. Salir del clóset en ese contexto fue una acción premeditada. Sodoma le dedica varias páginas. El documento preliminar del sínodo y algunas intervenciones de cardenales como Christoph Schönborn, mostraban una actitud más abierta hacia los homosexuales que aquéllas de Juan Pablo II y Benedicto XVI, si bien, comparada con la vehemencia homófoba con que los últimos papas se refirieron al tema, cualquier tibieza que se diga al respecto sonará amable. Al final ganó el ala conservadora, apoyada por instituciones católicas poderosas que centran su atención en los pecados de bragueta para ignorar así los pecados de bolsillo. Martel señala esta estrategia de distracción en varias ocasiones, que ha servido durante años para desviar la atención de los católicos de los problemas serios que enfrenta Roma, donde es más fácil señalar a los homosexuales como la causa de todos sus males que reconocer las deficiencias estructurales que se niega a resolver. No obstante, un simple cambio de tono marca una diferencia en el pontificado actual que no pasó desapercibida por muchos. El papa Francisco evita hablar de la homosexualidad usando los términos del Catecismo, que se refiere a ella como una “tendencia objetivamente desordenada”, expresión redactada, irónicamente, por quien se rodeó de homosexuales apenas llegado al trono de San Pedro, el entonces cardenal Joseph Ratzinger. Sodoma recoge con cuidado ciertos detalles de la transición de los pontificados de Juan Pablo II a Benedicto XVI y luego a Francisco, todo bajo el supuesto de que la política vaticana está intrínsecamente ligada a la vida sexual de sus miembros, la mayoría de los cuales es homosexual. Martel señala, entre otras cosas, que la liberación sexual de los sesenta abrió la puerta a modos de vivir la sexualidad tales que la opción sacerdotal resultó menos atractiva para muchos homosexuales. Ésta podría ser la razón que explica en buena medida la disminución de sacerdotes en el mundo, mientras que los homosexuales dentro del sistema se esfuerzan por sobrevivir a una caza de brujas que confunde al gay con el pederasta. Benedicto XVI recientemente publicó una carta en la que culpa a la liberación sexual de los sesenta de haber corrompido al clero. El documento es un insulto, hay casos de pederastia documentados desde 1940. Para el papa emérito es más sencillo eludir responsabilidades. Fue él quien, en un intento por erradicar la pedofilia del clero, prohibió en 2005 el ingreso en los seminarios “a quienes practican la homosexualidad, presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas o sostienen la así llamada cultura gay”, excepto a aquellos que demuestren, viviendo en castidad durante al menos tres años, que nunca fueron homosexuales y sufrieron sólo un episodio de inmadurez afectiva. El resultado de esta prohibición, en palabras de James Alison —uno de los pocos sacerdotes abiertamente gays en el mundo—, ha sido la institucionalización de la hipocresía en la Iglesia. La cultura del secretismo deviene, así, un elemento fundacional de la estructura clerical. Valiéndose de la crítica de expertos en el tema, Sodoma identifica como la causa de la crisis actual de la Iglesia al clericalismo, ese modus operandi que pone a la institución por encima del Evangelio. Para muchos clérigos el horror ante la posibilidad de que un sacerdote mancillara el ministerio ordenado es anterior a la empatía debida hacia las víctimas y sus familiares. Fernando Karadima y Marcial Maciel, dos de los pederastas más ruines de la Iglesia, pudieron cometer sus felonías bajo la cultura del secretismo que promueve la estructura clerical. A propósito, Martel no tiene tapujos en señalar al mayor encubridor de pederastas, el cardenal Angelo Sodano, epítome de la corrupción romana, quien disfruta de una vida principesca mientras los católicos en el mundo marchan para evitar la legalización del matrimonio igualitario. La Iglesia perdió la brújula. En este sentido, se echa de menos un análisis eclesiológico de la crisis: la Iglesia favorece un modelo de formación sacerdotal desencarnado del mundo, bajo la premisa de que el ministro, al actuar in persona Christi, tiene potestad sobre los fieles a él confiados. Si a esto le sumamos una formación basada económicamente en donativos, nos encontramos en un escenario en el cual los sacerdotes se vuelven propensos a ejercer cotidianamente transgresiones de poder, terreno fértil para cometer abusos. Los escándalos sexuales y financieros del clero no se terminarán hasta lograr una reforma radical de la doctrina del ministerio ordenado. Incluso hay quienes piensan que al asestar un golpe mortal al sacerdocio la Iglesia logrará su redención. Frédéric Martel encontró en el clero católico el paraíso de los cotilleos y de los chismes de sacristía: el clericalismo vive de la reputación y la compra de favores de sus miembros, quienes, con un celo herético por el martirio mediático y con tal de mantener una posición cómoda con la que tienen la vida resuelta, se desgastan en una batalla contra molinos de viento. La Iglesia se equivoca: el Enemigo no enarbola la bandera del arcoíris; se resiste, más bien, a quitarse un alzacuello.
Roca Editorial, México, 2019. Traducción de Juan Vivanco y Maria Pons
Imagen de portada: Hans Baldung, sin título, ca. 1540