A veces me siento como una astronauta a quien se le confió una misión especial y espacial. Salgo a la atmósfera con botas, medias térmicas, chamarra de triple fondo, orejeras y guantes “touch” (en el reino de Samsung, no hay de otros), a enfrentar temperaturas de menos 17 a menos 26 ºC. ¿Aterricé en otro planeta? Me lo pregunto a diario. Asia, Corea, Seúl (se pronuncia “soul”, como “alma” en inglés), las antípodas… Anoche comí pulpo crudo, mejor dicho, vivo. Pensé que en el plato hallaría un par de ojos mirándome como criatura de Pixar, pero el cocinero del changarro lo decapitó antes y me dio los tentáculos nomás. Se retorcían, se enroscaban. Los tomé con palillos de madera (aquí se usan palillos de metal, a diferencia de otros países de Asia; madera sólo en casos de gran resbalosidad). Se defendieron bien, se me pegaron a la lengua y a las muelas con sus ventosas diminutas. Y mastiqué y mastiqué. Frente a la mirada de asco de una muchacha coreana que nunca los ha comido. Luego me sirvieron ostiones cocidos al vapor, el mundo al revés. Son de lo más cursis (lo digo yo, galardonada varias veces como la reina de la cursilería en la prepa). Aquí no te baja la regla, te visita El Hada (del kotex). Aquí no sólo se celebra el 14 de febrero, hay un día de los enamorados cada mes. Todo un guión. Hay un día para ir al cine con tu pareja. Selfie. Otro para ir al spa juntos. Selfie. Otro para escribirle cartas de amor. Otro para vestir el hanbok, traje tradicional, y visitar el palacio real, pequeña copia de la ciudad prohibida de Pekín. Otro para escribir poemas en un papel de color naranja, confeccionar un farolito, ponerle una vela y luego echarlo a flotar en un brazo del río cuya orilla ha sido decorada con flores de plástico luminosas. Selfie. Eso sí, no empieces a querer ir al cine cuando es día de cena o viceversa. Una amiga de mi hija sentenció al ver caminar en la calle a las parejas tomadas de la mano: “me cae que si no tienes novio en este país, ya valió tu vida”. A su edad no tiene mucha experiencia, pero lo adivinó pronto. Un apuesto joven mexicano residente en Seúl me cuenta que al principio tenía muchas novias coreanas, pero dejó de hacerlo porque en cuanto les tomaba la mano ellas preguntaban: “Bueno, ¿tú y yo qué somos?” La chica testigo de mi crimen cefalópodo volvió a fruncir el ceño cuando le pregunté si se iría a vivir con su novio sin casarse. “Never…” Respuesta contundente.
A veces me siento en una película de ficción. Si metes en una licuadora El quinto elemento, Robocop y Blade Runner obtienes la Corea de hoy. Los W.C. tienen funciones para todo. Los excusados te lavan el fundillo, te lo burbujean, te lo secan… Eso, si entiendes los ideogramas, claro. Yo, como no los entiendo, apachurré todos los botones al mismo tiempo, me asomé para ver el mecanismo… y ya me estaba ahogando. Samsung acaba de sacar un refri cuya puerta es una pantalla donde puedes ver la tele, escuchar tu música, buscar una dirección o contestar tus mails a la hora del desayuno. Te canta “Ahí viene la plaga” si se lo pides. Con una app, desde tu cel, podrás saber qué contiene tu refri, de cuántas calorías… Práctico a la hora de ir al supermercado de varios pisos. LG lanzó un clóset interestelar: en la noche cuelgas tu ropa y al día siguiente sale lavada y planchada, lista para usarse. En las peluquerías un robot en forma de araña de patitas sigilosas y veloces te pone decenas de tubos al mismo tiempo. En los edificios hay trituradores gigantes para deshacerse de la basura orgánica: el residente cuenta con una tarjeta que inserta en la máquina, lleva sus desechos en un cesto y no en bolsa de plástico, el robot los pesa y los mastica (como yo las ventosas del pulpo). A fin de mes le llega a su casa un recibo con la cuenta. Edificios inmensos, dicho sea de paso —la torre más alta mide más de 500 metros de altura y cuenta con 123 pisos—, acomodados como cientos de fichas de dominó, a un lado y al otro del río Han. Los coreanos saben más acerca de nosotros que nosotros sobre ellos. En los karaokes puedes pedir a Chente Fernández, y en la calle los vendedores de “barba de dragón” (una golosina de miel fermentada con avellana, antaño dedicada a los invitados de honor de la familia real) me llaman “chula”. Me imaginaba una sociedad insular, enconchada. Es todo lo contrario; son curiosos y abiertos. Esta cultura milenaria, con todo y atavismos, se transforma pali, pali (rápido, rápido, su lema). El Metro es una maravilla, no hay torniquetes para entrar, tampoco boletos. Presentas tu tarjeta de débito (o de transporte) frente a una columna y pasas. Cada tren está numerado, una pantalla anuncia su recorrido y a cuántas estaciones está de alcanzar tu andén. Cuando llega suena una suerte de corneta de caballería. Hay videos preventivos por todos lados: si una persona cae a tu lado con un ataque cardiaco debes ser capaz de ayudarlo, para eso hay desfibriladores, tutoriales con cursos para resucitar, vendar, socorrer; mascarillas contra incendios y armas químicas norcoreanas, extintores, escaleras de emergencia. Hay cubículos donde las mujeres embarazadas pueden descansar, donde las madres pueden dar pecho a sus bebés o calentar biberones en microondas, hay baños de lujo en cada estación (ya los quisiéramos para nuestro aeropuerto). Me metí por error al de hombres y había cambiadores para bebés, ¿quién dijo que la tarea de los pañales estaba reservada a las mujeres? En el baño de mujeres (cubierto de mármol negro con jabones buenos que nadie se roba y papel a destajo) hay minimingitorios para los niños que acompañan a sus madres. Seúl es una ciudad donde todo parece haber sido pensado. Y donde todo es respetado. En el corazón de un mall a la gringa había algo completamente inesperado: una librería. Una suerte de biblioteca como la descrita por Umberto Eco en El nombre de la rosa, sólo que moderna, sin puertas, sin entradas ni salidas. Cientos de estantes abarcaban paredes de 20 metros de altura con miles y miles de libros. Parecían pájaros, papalotes suspendidos bajo la transparencia de un domo de dimensiones babilónicas. Cuatro niveles de un centro comercial forrados de libros, todos a la venta. Hay espacios alfombrados para que el cliente tome del estante el libro que le interesa y se ponga a leer ahí mismo. Si le gusta, lo compra, si no, lo devuelve a la repisa de donde lo sacó. No lo deja tirado en el piso, ni lo maltrata, hasta los niños los toman con delicadeza y manos limpias. Los libros no están plastificados, deben estar accesibles a todos, por escaleras eléctricas y pasillos curvos de madera, como en un museo de arte moderno neoyorkino. Quien no tenga dinero, pero sí tiempo, puede ir a diario. No hay arcos de seguridad, ni etiquetas que chillan cuando uno deja el centro comercial. ¿Se imaginan un país donde no existe el robo y donde una librería es 30 veces más grande que cualquier Zara? Eso es una tienda, pero también hay bibliotecas públicas en cada barrio, espacios ultramodernos y acogedores. ¿Dónde duerme la gente que no tiene un techo?, pregunté. En edificios especiales, con calefacción y colchonetas limpias (la manera tradicional para dormir es en el piso), regaderas, etcétera. ¿Dónde come? En los templos budistas. Los ricos ofrecen limosnas, los monjes preparan alimentos a diario en comedores gigantescos para quien lo desee o necesite. ¿No tienes dinero? No te preocupes, dejas un costal de arroz o te propones para ayudar en la cocina. Una sociedad que no deja en la calle a sus pobres, cuyas librerías son más grandes que sus tiendas, donde nadie roba, merece todo mi respeto. Ando por las calles literalmente papando moscas. Mi cabecita procesa como puede. Cuando todos tus parámetros vuelan en pedacitos, cuando no eres capaz ni siquiera de leer un anuncio, te ves obligado a someterte a la humildad. Me someto. También lucho contra los estereotipos. He paseado a mi Ké (can) con cierto temor desde que leí que los coreanos se comían a los perros. Uno de los peores insultos coreanos es hijo de… perro. A los cuadrúpedos los he visto como estrellas de cine: limpios, cepillados y consentidos. Pero se dice que la práctica no ha sido del todo erradicada, que para vergüenza de la mayoría de los coreanos y a pesar de las constantes manifestaciones en la calle, algunos todavía acuden a un barrio preciso en Seúl a comer perro estofado. Nosotros dejamos de hincarle el diente al xoloitzcuintle hace como 500 años (y si lo hacemos ni nos enteramos), mas no por ello somos menos bárbaros. Las mujeres usan mink a destajo, en guantes, gorros, abrigos, moños, pestañas y pelucas para el pubis. Sí, dicen que las mujeres no tienen nada ahí o muy poco (todavía no me pongo a averiguar) y algunas se ponen peluquitas suaves que se pegan a la piel con scratch. Ya si nos ponemos fantasiosas, pues hay pelucas púbicas color de rosa o lila, chinas, lacias, rubias, con diamantes o fosforescentes, disponibles en tiendas o internet. ¿Visión idílica? Aún sé muy poco. Por ejemplo, tienen uno de los mejores niveles educativos del mundo y el más alto índice de suicidios de Asia, mayor al de Japón (entre los jóvenes que no logran entrar al SKY, el triángulo de las universidades más prestigiosas del país: Seoul University, Korea University, Yonsei University). Traen el sentido del honor grabado en el ADN. Fallar, equivocarse, es inadmisible. Las mujeres han elevado su nivel de estudios en forma vertiginosa. Cuando uno piensa que hasta el siglo XX ellas no sabían leer. Hoy compiten por títulos universitarios, se perfeccionan, algunas tigers manejan con mano de hierro empresas de millones de dólares. Aunque el mayor logro social sigue siendo el de conseguir un marido. Hay pocas farmacias, pero cirujanos plásticos en cada esquina, dispuestos a levantar y empobrecer narices, eliminar párpados y tumbar huesos maxilares para afinar el rostro. Como les encantan los ojos grandes y de colores, hay cientos de tiendas de lentes de contacto. Se venden lentes lilas, dorados, verdes, incluso lentes negros sin pupila, con bolitas de brillo blanco, para conseguir la mirada de un personaje de manga. Aquí la apariencia es un asunto de Estado. Tiendas de cremas a granel, una tras otra, prometen juventud y blancura. Blancura por encima de todo. Ellas se ponen alrededor de 17 productos en las mañanas antes de salir. La cara debe parecer de fina porcelana y la boca un cojinete frambuesa, o no salen. Muchos hombres también se maquillan: cejas, rímel, lápiz negro, make up y polvo de arroz, a veces barniz de uñas transparente o negro. El peinado de moda es el de bacinica, como el del loco vecino del norte. Fleco en la frente, mirada de manga, abrigo negro, botas de soldado. Hasta los viejitos, muy respetados en los espacios públicos, se pintan el pelo de color azabache. A las venerables A-jum-ma se les permite todo. Pueden pasear por la calle a las cuatro de la madrugada, arrugadas y encorvadas, nadie las atacará. Aquí no hay mataviejitas. Pueden meterse en la cola del súper y empujar tu carrito, amonestarte con el dedo índice, o regañar a las jovencitas que suelen ponerse faldas tan cortas como para enseñar el encaje del calzón (nunca enseñarán las clavículas, el cuello o el pecho, eso sí es tabú, demasiado sexy) y nadie les dirá nada. Mucho menos si vivieron la ocupación de Corea por Japón y la guerra entra las dos Coreas. Algunas de estas A-jum-ma fueron utilizadas por el ejército imperial invasor como “mujeres de confort o de consuelo”, así les llamaron los japoneses, mientras décadas después, la ONU aceptó el término internacional de “esclavas sexuales”. Fueron arrancadas de sus países de origen desde el inicio de la Segunda Guerra Mundial, secuestradas y concentradas en “estaciones de consuelo”, o burdeles (en China, Indochina, Indonesia o Birmania) donde “servían” al lado de mujeres originarias de muchos otros países de Asia, incluso de Europa. La BBC estima que fueron entre 200 y 300 mil las mujeres esclavizadas, pero se ignora la cifra exacta porque los documentos y archivos fueron destruidos por los japoneses al final de la guerra. Amenazadas de muerte ellas y sus familias, tenían prohibido hablar. Hoy en día hay una manifestación permanente frente a la embajada de Japón. Se concentran al lado de una estatua de bronce sentada en una silla, instalada en esa misma banqueta desde 1992. Un iglú de plástico sirve de abrigo a los custodios del monumento para evitar que sea removido en caso de que las autoridades cedieran a la presión japonesa. Es una joven, con su falda hasta las rodillas, las manos sobre el regazo. La mirada fija sobre la sede diplomática nipona. Está esperando disculpas. Las que se le han hecho en un pasado reciente, timoratas, algunas financieras, otras verbales, no le parecen suficientes comparadas con el agravio. Ella, la de bronce, representa a todas las niñas y mujeres de carne y hueso violadas, ejecutadas por negarse a cumplir con la encomienda, suicidas para huir de la crueldad, estériles por las enfermedades venéreas o repudiadas por hombres que se negaron a casarse con ellas por su pasado. Con este frío, le tejieron un gorro y una bufanda, la vistieron con un poncho de lana y le pusieron zapatitos de estambre. A sus pies, arreglos de flores. A su lado hay una silla vacía, también de bronce, que ningún manifestante usa. ¿Espera a que se siente en ella un embajador japonés para dialogar? ¿Espera a que las nuevas generaciones reflexionen más y mejor sobre la dignidad de las mujeres, los derechos humanos y la igualdad entre géneros? El futuro nos lo dirá… Mientras, a cambiar pali, pali, lo que quede de mala praxis en Corea.
Imagen de portada: Foto de Verónica González Laporte.