Por fin llegó Aurelio, así llamado por el gran poeta nariñense. “Yo miro las montañas”, escribía Aurelio Arturo en su morada al sur de Colombia, y seguía —tal cual aquí transcribo, pero bien repartido en versos—: “sobre los largos muslos de la nodriza, el sueño me alarga los cabellos.” Aurelio el perro duerme en mi canto en perfecto presente, en un suburbio californiano. Todavía tiene el pelo largo entre las almohadillas de las patas, la barriga lisa y tibia. Lleva dientes de leche muy afilados y huele a cachorro. Parece un rottweiler chiquito, aunque en realidad su linaje es dóberman y chihuahua. Tiene apenas dos meses, y esperamos que cuando crezca no pase de las veinte libras para que le permitan subirse a un avión. Se coló a esta casa como un inmigrante ilegal. Frente a la ventana de nuestro apartamento de tercer piso hay un parquecito con pasto siempre verde, regado por aspersores a la madrugada. Es el único lugar que frecuentan los vecinos durante la pandemia. El parque de la reciente urbanización en donde vivimos es supuestamente propiedad privada, pero está adosado, sin mediar cerca alguna, a un barrio de casas más antiguas. Ahí se asolea una muchacha esbelta, en bikini y con tapabocas, a una distancia prudencial de donde hacen picnic las familias y sus perros. Los demás parques del sector están clausurados con cinta amarilla como de escena del crimen. Un día vi desde mi escritorio que traían un guacal con cachorros para que jugaran sobre la hierba. Bajé a preguntar por ellos, y resultó que pronto iban a ser puestos en adopción. Contactamos a los responsables, una pareja de viejos hippies que vivían muy cerca, y una semana más tarde ya se había instalado el perrito con nosotros. No tuvimos siquiera que ir al albergue canino, un gigantesco hangar refrigerado a las afueras del condado, porque por motivos de fuerza mayor los documentos y el microchip nos los enviarían por correo. En Estados Unidos no suceden estas cosas. Espontaneidad así, en América Latina. Aquí hay que sufrir para poder tener el perro que uno quiere. El candidato a perrohabiente tiene que probar su valía, financiera y psicológica, en una serie de exámenes que pueden incluir, amén de conversaciones telefónicas de una hora e inspección domiciliaria, un extorsivo intercambio de fotografías y mensajes de texto, que traducen: aquí está “su niño” a las dos semanas, ya abrió los ojos, aquí juega con sus hermanitos, ésta es su mamá. Así nos pasó cuando aspirábamos a un galgo italiano, por lo bonitos y lo compactos. Los mensajes llegaban muy temprano en la mañana, decían: “en la camada hay un machito rojo y una hembrita azul, el resto son parduzcos y manchados, dime cuál quieres que sea tu hijo”. Convenía contestar con un emoji y signos de exclamación lo antes posible, porque tener apalabrado un animal de la camada es un privilegio, y la criadora, guardiana del bienestar de las finísimas criaturas hasta que no se firmen los papeles del caso, trae a colación a cada tanto que hay una larga lista de espera de “papás”. Llamar perro al perro en esas conversaciones sería ofensa, como si se tratara de una mercancía; considerarse dueño del animal, peor. Pero eso sí, en el intercambio de dones para hacerse de un perro de criadero median entre mil quinientos y dos mil dólares. Aurelio costó ciento treinta y cinco con todo y vacunas, porque es un perro de albergue, aunque a duras penas si pasó por albergue alguno. Poco tuvo que ver con los seiscientos setenta mil perros que son sacrificados cada año en los Estados Unidos cuando nadie los adopta. En inglés, a los animales que se salvan se les dice rescue, que literalmente quiere decir rescatar, pero que en el contexto significa rescatado. El inglés es así, caprichoso, y como convierte un verbo en un participio o en un adjetivo, convierte una persona en un estorbo o una condición jurídica. Verbigracia: inmigrante ilegal. Decía que así se había colado Aurelio a esta casa. Fue una astucia de la pandemia. Vino a rescatarnos a nosotros, justamente, de su horror televisado. Se mueren los ancianos en sus asilos, los asmáticos y los diabéticos en los hospitales, los migrantes en las hieleras, los que ya estaban enfermos de otra cosa, los que no alcanzan a llegar. Se mueren más los pobres, siempre. Podría ser tan fácil remendar este desmadre como darle una mascarilla a todo el mundo y pedirle que se lave las manos. En dos semanas, se acaba el bicho. Pero no: si pedirle a los gringos que depongan sus armas ya es una violación de sus sagrados derechos, exigirles que se cubran el rostro viene siendo la opresión misma. Y toda la riqueza de este país no da para taparle las narices y la boca a cada uno de sus ciudadanos, que no decir a los aspirantes a ciudadanía. La mamá de Aurelio Arturo se murió de peste bubónica en 1924, cuando el poeta recién alcanzaba a la mayoría de edad. Se había pasado la infancia bebiendo del paisaje de los Andes, donde el verde es de todos los colores: tumbos del agua, piedras, nubes y hojas, un viento fértil, un viento fiel. Tales sus palabras, a destajo. Porque el dolor es así, la muerte de la madre debió de haberle despertado a Arturo la pena por su hermano Esteban, quien se fue primero, dejando truncos todos los juegos de la infancia. En el arrebato del luto doble, el poeta se subió a un caballo y se largó a estudiar abogacía en Bogotá, que queda a casi mil kilómetros de distancia, al otro lado de la cordillera. Por sobre cuántos puentes por sobre cuántos ríos no habrá galopado. Mi pareja y yo nos pasábamos la pandemia ya sea trabajando frente a una pantalla, ya sea oyendo música hasta que, recién hace una semana, llegó Aurelio. Leemos lo más que podemos. Mientras tanto, la policía intenta reducir a golpes a los manifestantes a lo largo y ancho del país. Da coraje. La intimidación arrecia, pero no prospera. La gente está dispuesta a dejarse contagiar de un virus sin cura con tal de protestar, ¡qué va a dejarse amedrentar por el vuelo rasante de un par de helicópteros sobre la multitud! El sobrevuelo en cuestión ocurrió en Washington, a muy baja altura, remeciendo semáforos y tumbando ramas, este primero de junio de 2020. Bajo el vientre de los helicópteros, desafiando la ventisca, los pilotos vieron una multitud de puños alzados al cielo, dedos medios en alto en señal de métase el ejército por donde le quepa, señor Presidente. De las aeronaves, un Black Hawk y un Lakota, el segundo era un helicóptero ambulancia, porque el resto de la flotilla de Lakotas estaba ocupada vigilando la frontera sur de Texas, entonces hubo que amedrentar al pueblo con el único que quedaba en el hangar. No todo es rudeza. En las calles vaciadas por la cuarentena, con un mar de pancartas a la espalda, encabezan las marchas las vaqueras negras, imponentes, a gusto en el carnaval que es toda protesta. Did you see the black cowgirls?, preguntaba un niño en las calles de Houston, sorprendido. A su corta edad, se le hacía que sólo los hombres rubios montan a caballo, aunque ya no fumen Marlboro, porque el cigarrillo mata. La naturaleza retoña en California ahora que no hay congestión vehicular. Por el barrio, densamente arbolado, hemos visto conejos, liebres, coyotes, patos y garzas de camino a la Bahía de San Francisco, colibríes zumbando en grupos, buitres, y por lo menos tres clases de halcones. Los más vistosos de estos últimos tienen un plumaje casi rojo en la cola, que brilla a contraluz cuando vuelan por ahí tapando el sol. A lo lejos, vemos combarse las copas de los árboles no bien se posan sobre ellos. La nación Lakota, en cuya deshonra bautizaron aquel helicóptero, los considera mensajeros de los dioses. Valga decir que los saben respetar. Durante las largas conversaciones delirantes con la criadora de galgos italianos, porque algo había que contarle, mencionamos a los halcones del barrio, y ella se puso muy seria: si nos descuidamos, se comen a nuestro hijito, dijo. El otro día jugaban en el prado frente al edificio nuestro pequeño Aurelio y Jerry García, el perrito de una vecina historiadora del arte, también rescate. A Jerry se le nota más lo chihuahua. Los dos perritos se pueden pasar horas jugando, correteándose como cintas veloces, enmarañándose, parando de golpe para acezar. Ninguno pesa más que una bolsa de arroz. Se muerden, se tumban, se revuelcan. La vecina y yo conversábamos de cualquier cosa, mediando dos metros de distancia, tras mascarillas, como dicta la prudencia. Hablaríamos acaso de las protestas y la pandemia, entretenidos, consternados, mientras a veinte metros, treinta, treinta y cinco, los perritos se echaban otra vez a correr, quedando solos en medio de la explanada verde. Mi pareja lo vio todo desde la ventana, pero yo no me di cuenta de lo que pasaba sino después. La vecina de buenas a primeras me agarró de la mano y me hizo correr. Los perritos se quedaron quietos de vernos venir, pero no nos miraban a nosotros, sino a algo mucho más alto y mucho más despiadado, cuya sombra iba creciendo sobre la hierba. No hubo destellos ni chillidos, y el aire se quedó quieto. Pero cuando llegamos lo suficientemente cerca al lugar del rapto, Aurelio y Jerry batieron la cola desprevenidamente. El peligro había pasado, porque mi vecina y yo somos animales grandes. Para ser escritor hay que hacer de la pereza virtud. Aurelio lo sabe, y pone de su parte. Le encanta echarse encima mío y dejarse adormecer por el claqueteo del teclado del computador, aunque lo asusta el sonido de la lavadora de ropa. En el libro que vengo releyendo, su tocayo rememora a la mamá apestada y al hermano muerto:
Un largo, oscuro salón, tal vez la infancia. Leíamos los tres y escuchábamos el rumor de la vida, en la noche tibia, destrenzada en la noche con brisas del bosque. Y el grande, oscuro piano, llenaba de ángeles de música toda la vieja casa.
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Imagen de portada: Paseo en el parque. Fotografía de Sam Benni, 2019. CC