Dos voces en el parque

Inteligencia Artificial / crítica / Mayo de 2024

Julián Herbert

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La primera vez que leí Casas vacías (Sexto Piso, 2019), de Brenda Navarro, recordé con obsesión un cuento de Inés Arredondo: “En la sombra”, compilado en la colección Río subterráneo (Joaquín Mortiz, 1979). El vínculo evidente entre las historias es la presencia de un parque. En la novela, una de las dos narradoras en primera persona que vierten el relato (ambas carecen de nombre) nos informa que, mientras discutía por mensaje de texto con Vladimir, su amante, ha perdido a Daniel, su hijo de tres años, en un parque público. En el cuento de Arredondo, la narradora en primera persona (que tampoco tiene nombre) transita en un puñado de páginas por dos escenarios: el de su casa, donde pasa la noche en vela en espera del marido, quien está con otra mujer; y el del parque, donde la protagonista se detiene al día siguiente luego de haber ido a la farmacia (al parecer, en busca de medicinas para su hija) y es observada de forma lasciva por un trío de indigentes. Tanto en la obra de Navarro como en la pieza de Arredondo percibo el parque como punto de inflexión donde se cruzan unas series de dualidades. No pretendo dar validez objetiva a esta afirmación. Se trata solo de la descripción de contenidos mentales que Casas vacías despierta en mi memoria.

Mary Bishop, *Una cara, autorretrato*, 1967. Wellcome CollectionMary Bishop, Una cara, autorretrato, 1967. Wellcome Collection

​ La primera dualidad que noto proviene de la relación entre el punto de vista y el marco espacio-temporal. “En la sombra” es narrado por una sola voz, pero transcurre en dos escenarios (la casa y el parque) separados entre sí por elipsis. Casas vacías, por su parte, sucede en dos experiencias mentales: la voz de la mujer que perdió al hijo (Daniel) y la voz de la mujer que secuestró a ese mismo niño (al que llama Leonel). En ambos mundos narrativos (el de Arredondo y el de Navarro), el parque funciona como bisagra entre lo íntimo y lo público. Otra dualidad perceptible es la de los sustratos sociales: los vagabundos que observan a la narradora de “En la sombra” hacen patente su resentimiento de clase, y el secuestro de Daniel/Leonel tiene en parte esa misma carga de emoción ideológica. Por añadidura, el disparador de las dos narraciones es la tensión erótica generada por un tercero en discordia: la anónima amante del esposo en el cuento de Arredondo, el amante Vladimir en Casas vacías. Otras dos energías emocionales que confluyen en la imagen simbólica del parque son la vergüenza y la culpa. La narradora de “En la sombra” se avergüenza de haber sido traicionada por su esposo y se siente culpable de ser un objeto de deseo para los indigentes —el tercero de los cuales le muestra obscenamente la entrepierna—. La primera de las narradoras de Navarro regresa una y otra vez al parque, intenta precisar las dimensiones de su error para autoflagelarse, y luego en casa fustiga a Fran, su esposo, demandando que la culpabilice por su distracción (él no sabe que erótica) durante el rapto. La segunda narradora de Casas vacías se siente despechada por el abandono de Rafael, su amasio, quien se niega a eyacular dentro de ella (una escena que está puesta en el relato, también, en una calculada forma obscena), y es esto lo que la conduce a secuestrar a Leonel, decisión que padecerá más tarde en forma ambigua (vergüenza, ira, culpa) cuando descubra que el niño es autista.

​ Mientras redactaba el párrafo anterior, volví al cuento de Inés Arredondo en busca de una clave que, me pareció, pasé por alto al proponer esta lectura dialéctica. Lo que encontré y me hizo sentido fue el siguiente pasaje:

Había un extraño contraste en el azul profundo y tranquilo del cielo y esta pequeña área bañada de una luz lunar que caía al sesgo sobre el parque dándole dos caras: una normal y la otra falsa, una especie de sombra deslumbrante. Me senté en una banca y miré cómo las ramas, al ser movidas por las ráfagas, presentaban intermitentemente un lado y luego otro de sus hojas a la inquietante luz que las hacía ver como brillantes joyas fantasmales. Parecía que todos estuviéramos fuera del tiempo, bajo el influjo de un maleficio del que nadie, sin embargo, aparentaba percatarse. Los niños y las niñeras seguían ahí, como de costumbre, pero moviéndose sin ruido, sin gritos, y como suspendidos en una actitud o acción que seguiría eternamente.


Mary Bishop, *Cara de papa roja que representa al padre de la artista*, 1967. Wellcome CollectionMary Bishop, Cara de papa roja que representa al padre de la artista, 1967. Wellcome Collection

Ignoro si Brenda Navarro conoce o recuerda el cuento de la sinaloense, pero a mí me resulta difícil separar el párrafo anterior del relato de Casas vacías. En parte, quizá, por el tremendo logro estético de Navarro al colocar a sus dos personajes-narradoras en una suerte de loop fuera del tiempo: el momento de cruzarse una con la otra en el parque, dentro de un espacio de la imaginación ominosa que se parece al descrito por Arredondo.


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Hace unos años entrevisté a Chuck Palahniuk y lo interrogué sobre su uso de la primera persona en El club de la pelea. Me respondió: “en ese tiempo yo estaba estudiando la técnica del minimalismo. Para los minimalistas, el punto de vista en primera persona tiene más autoridad”. Más adelante, en esa misma charla, agregó: “la mayor parte de mi trabajo consiste en presentar ficción utilizando un dispositivo de no ficción. Usando un contexto no ficción […] puedo prestar realismo y gravedad a historias que de otro modo parecerían demasiado ridículas. […] Debe haber un equilibrio entre el aspecto libre y creativo de narrar, por una parte, y lo formalizado de ese acto, por la otra.”

Mary Bishop, *Persona con las piernas cruzadas mete el rostro entre los brazos cruzados*, 1958. Wellcome CollectionMary Bishop, Persona con las piernas cruzadas mete el rostro entre los brazos cruzados, 1958. Wellcome Collection

​ Para hablar de Casas vacías, me interesa seguir la observación de Palahniuk acerca del triángulo que forman la prosa minimalista, la autoridad narrativa de la primera persona y la noción de dispositivo formal.

​ Si bien la primera voz utilizada por Navarro no nos llega a través de un dispositivo concreto, sí evidencia cierta condición del ánimo (agitación extrema, depresión) que formaliza el tono:

Llegué a sentir respeto por las personas que son capaces de hablar y de contar sus emociones. De compartir, de empatizar. Yo sentía que tenía algo atorado entre los pulmones, la tráquea, las cuerdas vocales. Me dolía querer hablar, como cuando una mano te asfixia.

​ A partir de esta alteración emocional, que resume el extraño carácter mudo del relato (su reticencia manifiesta a pertenecer al ámbito del testimonio oral), la narradora consigue no solamente economizar los hechos de manera verosímil, sino que crea la autoridad necesaria para desplazarse por jirones de tiempo y espacio, saltar de una anécdota a otra en forma arrebatada, compactar en trazos breves y eficientes al resto de los personajes (que parecen desenvolverse en torno a la protagonista como quien ronda a un fantasma) y, sobre todo, inocula en la historia una sobresaturación de pathos que conecta el feminicidio de la madre de Nagore con la tensión y ambigüedad de la maternidad y el embarazo de la narradora sin que las piezas se sientan forzadas o fuera de sitio. Lo que le da armonía a la multiplicidad y fragmentariedad de su discurso es, por una parte, el dispositivo anímico y, por otra, el ritmo de la prosa, muy cortada y puntuada, como suele pasar cuando se emplea la técnica minimalista.

Daniel desapareció tres meses, dos días, ocho horas después de su cumpleaños. Tenía tres años. Era mi hijo. La última vez que lo vi estaba entre el subibaja y la resbaladilla del parque al que lo llevaba por las tardes. No recuerdo más. O sí: estaba triste porque Vladimir me avisaba que se iba porque no quería abaratar todo. Abaratar todo, como cuando algo que vale mucho se vende por dos pesos. Ésa era yo cuando perdí a mi hijo, la que de vez en cuando, entre un conjunto de semanas y otro, se despedía de un amante esquivo que le ofrecía gangas sexuales como si fueran regalos porque él necesitaba aligerar su marcha. La compradora estafada. La estafa de madre. La que no vio.

​ Voy a arriesgarme un paso más en mi lectura, trayendo a colación el concepto de realismo dialéctico acuñado por José Revueltas: la noción estética de que, detrás de la fuerza de selección y ordenación que el autor implícito aplica a la realidad, existe una “dirección fundamental”, un “movimiento interno”, una suerte de marco simbólico o lado moridor donde “la realidad obedece a un devenir sujeto a leyes”. (Las frases entrecomilladas provienen de “A propósito de Los muros de agua”, el prólogo que Revueltas añadió a su novela en 1961.) Este enfoque me permite subrayar la condición anticlimática de una narradora que, lejos de ser proactiva, parece conformarse —no sin rabia— con las cosas que le suceden un poco al margen de su control y deseo. Un personaje cuya energía de realidad viene principalmente de afuera (un afuera encarnado geográfica y simbólicamente por su viaje a España, donde asiste de manera liminar al drama de un feminicidio): su embarazo, del que no está del todo segura y al que, sin embargo, tampoco se resiste; la llegada a su vida de Nagore, una hija adoptiva no deseada; un matrimonio funcional (al principio) pero no satisfactorio; un amorío intenso y a la vez superficial; una maternidad agobiante que termina por transformarse en anhelo frustrado tras la desaparición del pequeño Daniel. La narradora no propicia las situaciones, pero tampoco las elude; se re-signa ante ellas, en una traslúcida metáfora del espíritu de la clase media. La vuelta de tuerca, lo que conmociona lo mismo a la protagonista que a quienes leemos su historia, es el sentimiento trágico de perder aquello a lo que uno pertenece, sin importar que no se le haya deseado suficiente.

Mary Bishop, *Los pechos de la madre*, 1975. Wellcome Collection[Mary Bishop, Los pechos de la madre, 1975. Wellcome Collection

​ El principal contraste entre esta primera narradora y la segunda voz que aparece y complementa Casas vacías es el trazo anímico. La segunda narradora (la mujer de clase obrera que secuestra a Daniel) intenta todo el tiempo controlar su realidad mediante volantazos existenciales como abandonar la preparatoria, emprender un negocio, salirse de la casa materna y montar un intento de hogar con su amasio Rafael, procurar un embarazo. La diferente conciencia de ambos personajes se construye no nada más relatando los sucesos, sino también mediante el estilo de la prosa, más dinámica y casual en el segundo acceso:

Yo con mi mamá tenía un problema de que no pensábamos igual en nada. Yo no sé dónde aprendí a hacer dulces y pasteles, pero siempre me gustó y vi que me daba dinero. Si bien es cierto que para eso hay que tener estrella y ángel, para caerle bien a las señoras de las tiendas, también es bien importante que sí sepas hacer cosas con sabor, no nada más bien decoradas, sino con sabor, y yo no sé, como que nací con sazón y ya les llevaba muestras de los pasteles, de las paletitas. Ándele, se la regalo, sin compromiso, va a ver que hasta va a querer más, y luego darles el avión, ¿y cómo está la hija? Está bien chula, ya la vi, ¿y el dolor que traía, ya se le quitó? Ande, mire, le traje de otros sabores, aprovéchese que estas nada más las saqué del horno y se las traje a usted nada más. Y las señoras se reían, me decían que era yo simpática y ya les vendía que las paletas, los chocolates, las manzanas rellenas, los cubiletes de queso, los pasteles, las gelatinas decoradas. Y ya cuando vi que sí dejaba suficiente dinero para mantenerme, pues me salí de la prepa y esa fue la gota que derramó el vaso con mi mamá. Primero, para que se encontentara, le daba dinero de las ganancias, pero es que mi mamá de que le agarra enojo a algo, le agarra, y me quitaba el gas o así, de ganas, no me dejaba cocinar, entonces ya a cocinar me iba con mi tía o con mis primas y luego ya llegaba yo con el dinero y le decía, pues ahí está para el gas, ya ves que se te acaba pronto, y ella lo tomaba el dinero pero no cambiaba, nunca le gustó que me saliera de la escuela.

​ Si transcribí completo el largo párrafo anterior es porque me interesa de él no nada más la información que vierte sobre el personaje, sino también su condición de dispositivo latente. Es un rasgo estilístico que amerita digresión.

​ Desde la óptica del siglo XX, las convenciones narrativas del realismo aplicadas a personajes de clase baja o con escasez de estudios (ambas situaciones son confesadas en el ejemplo anterior por la voz en primera) oscilan entre dos polos del punto de vista: o bien una tercera persona con focalización omnisciente que facilita al autor implícito poetizar, perorar y sermonear (técnica favorita de Revueltas, también usada por Carlos Fuentes y Ricardo Garibay), o bien una primera persona que imita el discurso oral (como lo hicieron Rulfo, Edmundo Valadés, nuevamente Garibay, Josefina Estrada, Armando Ramírez, etcétera). Lo que percibo en la segunda narradora utilizada por Navarro, tanto en su puntuación como en los giros sintácticos, es un discurso formalizado en torno de un dispositivo distinto: el de la literatura testimonial. No me refiero a la imitación de transcripciones de audio o a la criba de deposiciones jurídicas, sino a la mimesis de un lenguaje-popular-escrito cuyos centros de producción contemporáneos suelen ser talleres comunitarios, carcelarios, de autoayuda, etcétera, y cuya población más abundante es (afirmo esto desde mi condición de tallerista consuetudinario) femenina. Se trata de fuentes que participan de lo que Josefina Ludmer llamó “literatura postautónoma”, y no somos pocos los escritores mexicanos contemporáneos que hemos recurrido a ellas: Cristina Rivera Garza y Emiliano Monge, por ejemplo, también lo han hecho. Al emplear (como sugiere Palahniuk) este dispositivo de no ficción en un texto de ficción cuya vocación social no es tan obvia, Brenda Navarro logra darle un giro fresco y particular.

​ Si para la primera narradora de Casas vacías los eventos transcurren velozmente, en un corto espacio de tiempo, con el aura súbita del turning point (feminicidio, secuestro, maternidad biológica a la que se suma una inesperada maternidad adoptiva), para la segunda narradora, en cambio, la desgracia es un procedimiento gradual que ha venido construyéndose durante años, décadas, generaciones incluso: la violación de su madre por parte de un familiar, la muerte impune de su hermano en un accidente de trabajo, la proverbial carencia económica, el demorado proceso de conquista y abandono por parte de Rafael, el intento infructuoso de concebir o de migrar al extranjero, etcétera. Retomando el enfoque del realismo revueltiano, percibo una lectura simbólica del destino social en el arco de ambos personajes: la crisis como seña de identidad de la clase media; la infructuosa persecución de movilidad social como destino de las clases populares.

​ Me queda claro que el tema de la primera novela de Brenda Navarro no es la injusticia social sino la maternidad con todas sus angustias, frustraciones e iniquidades más o menos secretas. Lo que me interesa del enfoque lateral que propongo, sin embargo, es la puesta en operación de una complejidad literaria de índole trágica —con el énfasis que Walter Muschg en su Historia trágica de la literatura inoculó a esta palabra: “deberá leerse trágico en el sentido de crítico”. Esta interpretación, aunada a la retícula de dualidades enunciadas al principio de este ensayo, me permite volver a la imagen dialéctica del parque: una bisagra que (une y) separa lo público de lo íntimo; lo social de lo existencial; los mecanismos retóricos de la ficción de la ideación posmoderna del testimonio.

Imagen de portada: Mary Bishop, Cara de papa roja que representa al padre de la artista, 1967. Wellcome Collection