El 23 de marzo de 1919 un ignoto Benito Mussolini irrumpió en un pequeño local de la Plaza del Santo Sepulcro de Milán donde se habían reunido algunos trabajadores, industriales y un centenar de ex combatientes de la Gran Guerra. Allí declamó una de esas diatribas que solía publicar en su periódico Il Popolo d’Italia. Contestatario y reivindicativo, emocionó al pequeño grupo. Al acabar la noche aún fría de la incipiente primavera, esos hombres ya tenían una misión y un destino, ya eran parte de una cuadrilla dispuesta a todo: los fasci di combattimento. Al inicio de su extraordinaria novela M. El hijo del siglo escribe Antonio Scurati:
Esa gente. Un pueblo de veteranos, una humanidad de sobrevivientes, de sobras. Ésta, y sólo ésta, es mi gente. Lo sé bien. Yo soy el inadaptado por excelencia, el protector de los desmovilizados, el extraviado en busca de un camino. Pero la empresa está ahí y hay que sacarla adelante. En esta sala medio vacía dilato las fosas nasales, olfateo el siglo, luego estiro el brazo, busco el pulso de la multitud y estoy seguro de que mi público está ahí.
Scurati (Nápoles, 1969) ha escrito una novela inquietante, profunda y frenética, extensa por donde se la aborde, en la que cuenta de manera ficcionada, pero atenida a una profusa investigación en documentos y relatos verídicos, la vida de Benito Mussolini y el ascenso del fascismo. Scurati cuenta la magnética personalidad del Duce, la infinita capacidad de seducción (sobre mujeres, coetáneos, las masas), y no teme dotar a la novela de un trasfondo de ensayo histórico que deja entrever de tanto en tanto, cómo la barbarie marcaría la historia de la humanidad en el siglo XX y cómo, cien años después, vuelve a asomar sus garras. El autor italiano se atrevió a lo que nadie se había atrevido hasta el momento, contar literariamente no sólo la vida de Mussolini, sino las complicidades de la sociedad y sus efectos. La novela, convertida rápidamente en un suceso de ventas, también es el centro de una polémica en la cual de un lado está el Premio Strega y del otro, las acusaciones de trivializar al monstruo, mitificarlo. El debate italiano, y allí en donde se traduce la novela, se pregunta si la industria editorial debería tener una actitud más crítica con estos best sellers, a lo que los defensores del libro responden, con contundencia, que abona al antifascismo. Cien años después del inicio del fascismo, las democracias occidentales observan azoradas e incrédulas, cómo movimientos políticos que ensalzan la antipolítica y que manipulan a los votantes haciendo uso de los avances tecnológicos y de comunicación, se cuelan con altas cifras en las elecciones, ganando en muchos de los casos. A cien años del fascismo, fascismo. Mussolini, a su tiempo, supo cómo capitalizar la frustración de los italianos luego de la Gran Guerra, la crisis económica y la fragilidad identitaria de la Unificación. Promovió la antipolítica, el antipartido, que devolvería la grandeza nacional y lograría la justicia social. Con su talento, no tardó en convencer a obreros, campesinos, académicos e intelectuales populares como Giovanni Papini, Luigi Pirandello, Curzio Malaparte o Gabriele d’Annunzio, de que él era el caudillo que el país necesitaba. Su destreza innata para convertir la política en un espectáculo cada vez más masivo, aunque solemne y lleno de beatitud, con un discurso demagógico lleno de ideas de izquierda y derecha por igual, seducía primero a los pobres, luego a la clase alta, y hacía delirar a los nacionalistas, que pronto se abotonaron la camisa negra, marcharon a Roma y tomaron el poder, basado en palabras, pura retórica, pero con un único sentimiento: el odio. Mussolini no inventó al enemigo, pero supo hacer de esa figura la quintaesencia de su retórica. La definición de sus ideas, de su movimiento, de la fuerza bruta de su crueldad, está basado en ese otro, en ese enemigo, sea cual fuera, cambiante según el objetivo. “Ahora todos nos dicen que la guerra ha terminado. Pero nosotros nos reímos de nuevo. Nosotros somos la guerra. El futuro nos pertenece. Es inútil, no hay nada que hacer, soy como los animales: percibo el tiempo que se aproxima”, le hace decir Antonio Scurati al dictador. ¿Y cuál es el tiempo que se aproxima? A cien años del inicio del fascismo, ¿qué podemos responder? Mussolini carecía de ideología. Lo suyo era un movimiento en contra de, de alguien, de algo. Y ese algo, ese enemigo de turno crecía en la narrativa inconmensurable de su figura. Como escribió Umberto Eco “no tenía una filosofía, tenía sólo una retórica, que lo llevó del discurso obrero de izquierdas anticlerical, a la derecha nacionalista, e incluso a presentarse como el hombre de la Providencia”. Todo en una pomposa teatralización folclórica, de uniformes y simbologías. La estetización de la política, que describió Walter Benjamin. Esa retórica insufló los siguientes pasos dictatoriales en Europa. Los nazis comprendieron muy pronto que su plan no tenía cabida si no se erigía, primero, al enemigo. Lo mismo el estalinismo soviético. Y a partir de ahí, de ese enemigo (quien sea) plantean una teoría que sustenta las atrocidades cometidas, una teoría para todo: para la raza, la economía, para el arte, lo que fuera. Finalmente, una teoría siempre contra el otro. Si el fascismo vivió su gloria, su horror y su derrota, su sistemática manipulación de las masas (adoptada magistralmente por el capitalismo, el comunismo, la propaganda, los media), su retórica triunfante (rencorosa y vengativa, pero triunfante al fin), si fue odiado y repudiado por la historia y la democracia, por qué, cien años después de sus inicios, podemos verlo en todos lados, ¿por qué estamos hablado de él como si fuera el presente? Es más: ¿por qué hay tantas y tantas personas votándolo en democracia, contra la democracia? Umberto Eco, en su conferencia destinada a los jóvenes Contra el fascismo, señala que el viejo fantasma sigue recorriendo Europa, porque a diferencia de otros regímenes dictatoriales a los que inspiró, el fascismo no caduca porque en el fondo es un sentimiento, un modo de pensar y de sentir. Una manera de odiar.
En este ensayo, Eco sostiene catorce claves de ese ur-fascismo, el fascismo eterno. Me atrevo a señalar algunas, sólo para invitar a quien lea este texto a buscar este libro para aprender a detectar el fascismo que nos rodea en el 2020: El fascismo es culto a la tradición. El tradicionalismo implica rechazo a la modernidad (la avanzada tecnológica, de la que tanto nazis como el mundo contemporáneo están tan orgullosos, es sólo un aspecto superficial), la modernidad es consecuencia de la Ilustración y la edad de la razón, por lo que el fascismo es también irracionalismo. El irracionalismo se deriva del culto a la acción por la acción: pensar es una forma de castración; la cultura es sospechosa, por crítica. El primer enemigo del ur-fascismo es el intruso, lo que lo convierte en racista por definición. Surge de la frustración individual o social, por eso el primer llamamiento es a las clases frustradas, castigadas por crisis económicas o humilladas políticamente. El fascismo promete el privilegio más vulgar de todos: haber nacido en un mismo país; el nacionalismo ofrece una identidad para enfrentar al enemigo. El elitismo es un aspecto típico de toda ideología reaccionaria: desprecia a los débiles. El ur-fascismo proyecta su voluntad de poder a cuestiones sexuales, de aquí el origen del machismo. El ur-fascismo se basa en un populismo cualitativo, no cuantitativo, ya que el pueblo, no los individuos, expresa la voluntad de todos. Finalmente, el ur-fascismo habla la “neolengua” orweliana de 1984, léxico pobre y una sintaxis elemental, con el fin de limitar los instrumentos del razonamiento complejo y crítico. El fantasma, que menciona Eco, ha comenzado a materializarse en muchos países. Hay presidentes elegidos democráticamente a los que no puede llamárseles dictadores, pero que llegan al poder y gobiernan cumpliendo varias de las claves apuntadas por Umberto Eco. En este contexto, deben señalarse dos importantes libros que reflejan miradas desde Sudamérica. En primer lugar, Del fascismo al populismo, de Federico Finchelstein, una especie de manual para entender las muchas diferencias entre los dos términos, y comprender cómo a lo largo del siglo XX el populismo se alimentó del fascismo.
Finchelstein advierte cómo en este siglo el fascismo sería el que podría alimentarse del populismo. Con precisión y claridad el historiador bonaerense, alertado por el resurgimiento neonazi en Alemania, el triunfo de Donald Trump en los Estados Unidos, la vigencia del chavismo en Venezuela, entre otros casos, traza una línea de conexión entre las democracias contemporáneas y las dictaduras del pasado. Si el fascismo fue una revolución contra la democracia, la derrota de éste dio paso al populismo, que es su versión democrática y no totalitaria. El primer caso es el peronismo argentino. El último, por el momento, el fin del excepcionalismo democrático estadounidense con la llegada de Trump. Si se socava la tolerancia, cuando se hace política contra el otro, se mitigan la fuerza de la democracia. Si vivimos un siglo caracterizado por las crisis económicas, el fin del poder de las élites tal como lo conocíamos, las migraciones de millones de personas en todo el planeta, entonces el ur-fascismo alza las velas de su discurso de odio, manipula a los ciudadanos y gana las elecciones. El siguiente libro es ¿Cómo conversar con un fascista? de Marcia Tiburi.
La filósofa brasileña señala desde el subtítulo de este compilado de artículos, “Reflexiones sobre el autoritarismo de la vida cotidiana”, cómo el fascismo está nuevamente entre nosotros, resurgiendo tanto como manifestaciones personales de prejuicios, como expresión colectiva de autoritarismo. Qué pasa con el amor, las relaciones personales, las familias, la depresión, el luto, los acosos y los linchamientos. La lista de temas es tan larga como la intención de cubrir la cotidianidad de millones personas conectada a las redes, solas, asustadas, con miedo, en una sociedad que propicia el desprecio y el odio pero que, a pesar de todo, buscan en el amor una manera de resistencia. El libro de Tiburi fue publicado en Brasil antes del ascenso de Jair Bolsonaro, un ex militar que logró la presidencia elegido por mayoría en una de las democracias más grandes del mundo, con un discurso indisimulado de odio, xenofobia, homofobia y que reivindica los aspectos más atroces de la dictadura brasileña, por lo que nombra como un acertado presagio del fascismo en el siglo XXI. Las campañas políticas de los últimos años (Brexit, Colombia, Cataluña, Estados Unidos, Brasil, por nombrar sólo algunas) cuentan con una capacidad de manipulación como nunca. Los medios y las redes han llevado a la propaganda a un lugar que ni el propio Orwell fue capaz de imaginar. El uso de datos personales brindados por los propios usuarios, los dos mil millones de personas que a diario crean patrones algorítmicos en Facebook para recibir a cambio cápsulas de realidad, millones de anuncios focalizados, la manipulación del consumo, de las ideas, de las emociones, que frecuentemente dan en lo mismo: el miedo. El miedo a la soledad, a la diferencia. El miedo al otro. “No hay fascismo sin propaganda, y en los tiempos de la razón publicitaria, se dan las más perfectas y perversas condiciones para su avance”, escribe Marcia Tiburi. Los Estados democráticos se enfrentan a la paradoja de su propio espejo roto y al dilema de humanismo vs. fascismo. Escenarios impensados hasta hace pocos años, donde la propia democracia parecía tener respuestas para casi todo, hoy se ven sacudidos por maremotos que alteran la sociedad, la cultura, la política y la economía. Vivimos cambios sin precedentes. Excepto en una cosa: la culpa siempre es del otro. ¿Y quién es el otro? Depende. Y no importa tanto: lo que importa es que esté al frente. Del otro lado. Ni siquiera, por supuesto, es necesario que exista. El otro es el enemigo.