La crisis climática es un fenómeno diferido tanto en el calendario como en la geografía porque la debacle ecológica de una región no se limita a su localidad en el tiempo y el espacio, sino que se extiende por años y por mares, cruza fronteras y atraviesa épocas. Siguiendo esta lógica, podemos hacer una arqueología climática en el Caribe para comprender cómo las tragedias desatadas en esa región durante el colonialismo son en realidad un eco de la crisis climática que hoy enfrentamos, en el entendido de que se trata de un fenómeno histórico y socioeconómico con episodios de gran acumulación de capital, inseparables de colapsos ecológicos. La colonización hizo del Caribe una zona de contrastes que abarca desde la pobreza extrema hasta los paraísos fiscales, de la sequía a los huracanes, de la abundante biodiversidad marina a los pozos petroleros, de las tragedias climáticas a los resorts más lujosos, de la migración forzada a islas blindadas por el militarismo, de la modernidad al todavía vigente colonialismo y de la opresión a las propuestas más libertarias y revolucionarias de las que tengamos registro. Si tuviera que marcar un origen para la condición actual del Caribe no sería la llegada de los españoles precisamente, sino la de una planta que ellos trajeron: la caña de azúcar. Su cultivo selló para siempre el destino de la región y además construyó lo que el historiador ambiental J. R. McNeill, en Mosquito Empires: Ecology and War in the Greater Caribbean, llama una “ecología criolla”, o sea “un heterogéneo ensamblaje de especies nativas e invasoras compitiendo unas con otras en un ecosistema inestable”. Pero antes de explicar esta definición, quisiera precisar que, lejos de ser un punto de partida para la caña, las islas caribeñas en realidad fueron la última parada de una serie de experimentos agrícolas que los pioneros portugueses llevaron a cabo en otras islas, las de la costa africana. Esas acciones estuvieron inspiradas en la fascinación con el azúcar de las élites europeas de la Edad Media y principios del Renacimiento. Proveniente de Nueva Guinea y luego principalmente de la India, en donde se perfeccionó el proceso de refinación, el azúcar poseía un aura exótica y misteriosa para la aristocracia, de la misma manera que otras especies asiáticas, como la pimienta y la moscada.
El azúcar viajó de la India a Persia en el siglo V a. n. e., y los soldados del rey Darío sintieron fascinación por esa “caña que da miel sin necesidad de abejas”. La única fuente popular de edulcoración en Europa era la miel, hasta que los primeros registros de azúcar —señala Sidney W. Mintz en su clásico Sweetness and Power— comenzaron a hacerse frecuentes con el ascenso del cristianismo, pero bajo el control de los árabes, que ya eran dueños de gran parte del comercio del Mediterráneo. Fueron estos últimos los que propagaron su cultivo —dice Mintz— en Sicilia, Chipre, Malta, Rodas, casi todo el Magreb y España, y no fue sino hasta con las primeras cruzadas que su cultivo y procesamiento fue realmente introducido en Europa. La primera gran plantación de la caña de azúcar bajo emprendimiento portugués fue la isla de Madeira, nombrada así por sus densos bosques, de 1419 a 1520, año en que todo el ecosistema de la isla colapsó por completo debido a la plantación. Ahí se sembraron las semillas de la agricultura colonialista caracterizada por elementos demasiado familiares: invasión, despojo, colapso ecológico y, por supuesto, trabajo forzado; al ser una labor acuciante y de premura, los portugueses importaron esclavos de Benin, Senegambia y Angola, sobre todo en São Tomé, en donde el azúcar se hizo indiscernible de la esclavitud. Esa azúcar era destinada principalmente para el consumo de los ricos, como dicen Jason W. Moore y Raj Patel en The History of the World in Seven Cheap Things: “Los ricos europeos comían azúcar y el azúcar se comió la isla”. Este colapso ecológico fue apenas el principio de muchos que se extendieron por toda la costa africana y para 1550, cuando la isla ya había sido deforestada, los portugueses trasladaron su frontera de producción a São Tomé y, después de destruir ésta, expandieron la línea a Pernambuco, Brasil, en 1590, la cual —dicen Moore y Patel—:
también colapsó y, para 1630, Bahía la reemplazó, la cual también colapsó y fue rebasada por Barbados en la década de 1680, la cual colapsó y fue entonces sustituida por Jamaica y Haití entre 1720 y 1750 [bajo control de los ingleses y de los franceses respectivamente].
El viaje de la caña de azúcar, en suma, fue el de una ecología del desastre que se originó en un archipiélago de África y se propagó por todo el Atlántico hasta llegar al Caribe. No es casualidad que Cristóbal Colón, en su juventud, haya trabajado en Madeira y que en su segundo viaje a América, en 1493, haya traído caña cultivada en las Canarias a La Española —hoy República Dominicana y Haití—, la primera isla con cañaverales del continente, pero cuyo auge declinó para finales del siglo XVI. Esto dio paso a que la verdadera revolución agrícola en el Caribe ocurriera primero en Barbados y luego en Haití. La razón por la que despegó tan rapazmente la caña en Barbados fue por el establecimiento de los neerlandeses, quienes aprendieron y perfeccionaron la agricultura y la refinación azucarera durante el breve tiempo que se adueñaron del noreste de Brasil; al ser expulsados en 1640 —dice McNeill— muchos huyeron hacia aquella isla y a otras colonias donde tenían molinos, como en Surinam. Los neerlandeses también fueron pioneros en establecer la trata de esclavos; recuérdese el episodio del Cándido de Voltaire en esa colonia, cuando el optimismo del protagonista es arruinado por un esclavo mutilado y tirado en la calle que espera a su amo neerlandés; al responder sobre por qué se encuentra en tal condición, le explica:
Cuando trabajamos en los ingenios y nos cortamos accidentalmente un dedo con la muela, nos cortan la mano; cuando intentamos escapar, nos cortan una pierna. A mí me han pasado las dos cosas. Éste es el precio que pagan en Europa por comer azúcar.
Después, para 1655, los colonizadores ingleses en Barbados lograron enviar 283 toneladas de azúcar a Londres y en esos mismos años la isla ya había sido casi completamente limpiada de árboles. Dos testimonios de la época nos dan una pista de la rapacidad del monocultivo. El primero, de sir Henry Colt en su libro de 1631, The Voyage of Sir Henry Colt to the Islands of Barbados and St. Christopher: “La isla estaba tan tupida de madera y árboles que no pude encontrar un lugar donde poner mis mosquetes”. Una década más tarde, a pesar de que la cubierta forestal de Barbados todavía cubría 60 por ciento de la isla, los árboles comenzaban a ser reemplazados por la caña, como bien documentó Richard Ligon, británico que arribó para probar suerte con el monocultivo. En A True and Exact History of the Island of Barbadoes dice Ligon que, en 1647, “conforme se acercaban a la costa, las plantaciones parecían apilarse una encima de la otra”. Dos décadas después, Barbados era un páramo que ya estaba importando madera de Surinam; aves y tres especies de monos desaparecieron, mientras que otros animales invasores, como las ratas, dominaron el espacio. Haití, en manos francesas, no se quedó atrás en esa revolución azucarera: su importancia en el suministro del endulzante fue de tal magnitud que se le llamó “la perla de las Antillas” porque se convirtió en la más rica de las colonias francesas del siglo XVIII. Para 1770, Haití superó en producción de azúcar a Jamaica, la otra cornucopia agrícola del imperio británico en el Caribe, con 60 mil toneladas exportadas anualmente y hasta 40 millones de kilos de café enviados a Francia. En la década de 1780, en los atisbos de su guerra de Independencia, Haití proveía 60 por ciento del azúcar y 40 por ciento del café consumido en Europa durante la época. Sostener estas cantidades sólo fue posible con la mano de obra esclava: a la isla llegaban hasta 40 mil esclavos anualmente, cuya esperanza de vida rozaba apenas los 21 años. Las causas por las que tantos esclavos eran transportados a la isla eran dos; la primera, los altos niveles de mortandad y la segunda porque el azúcar es un cultivo que demandaba una inmensa labor y energía en forma de árboles quemados para hervir la caña. Ésta debía ser segada en su punto exacto y, una vez cortada, tenía que ser tratada en un periodo de 48 horas, si no se pudría. La cantidad de personas y árboles necesarios para procesarla, por tanto, era enorme y la deforestación, como en Madeira, poco a poco comenzó a alterar todo el ecosistema caribeño, la demografía, la economía e incluso la epidemiología.
Haití probablemente es la isla que sufrió la peor deforestación de la región, como lo muestra el hecho de que no se haya recuperado en cuatro siglos; hoy día, su territorio está 98 por ciento deforestado. Porque los suministros de energía no han sido modernizados, la mayoría de la población depende de la tala para cocinar, lo que hace la recuperación casi imposible y, con esto, las tragedias climáticas cada año son más desastrosas: sin árboles, las lluvias y los huracanes provocan deslaves que arruinan la tierra arable y hacen más vulnerable a la población ante la potencia de las tormentas. En la medida que las aguas del Atlántico se calientan por absorber demasiado dióxido de carbono, los huracanes se hacen más feroces; tan sólo en la década pasada, tres devastadores huracanes —Matthew en 2016, Irma y María en 2017— arrasaron no sólo con Haití, sino con otras islas del Caribe, dejando decenas de vidas perdidas y daños por millones de dólares. Si a esto se le suma el terremoto de 2010, las tragedias se apilan sobre Haití. De acuerdo con las cifras de Mimi Sheller en su libro Island Futures: Caribbean Survival in the Anthropocene, entre 160 y 220 mil personas murieron, mientras que otras 300 mil fueron heridas y aproximadamente un millón más quedaron sin casa. Esto prueba que la crisis climática está golpeando mayormente a los países del Sur Global: en 2010, 82 por ciento de los costos totales cayeron en lugares pobres en términos de sequías, inundaciones, desprendimiento de tierra, tormentas e incendios. Para el año 2030, el costo aumentará a 92 por ciento, equivalente a 954 mil millones de dólares. Toda esta nueva ecología criolla, como dijo McNeill, fue el escenario idóneo también para otros fenómenos derivados, como las epidemias. En la medida en que las plantaciones alteraban el ecosistema, las costas se tornaron en marismas, incubadoras para un insecto fundamental en la historia de la humanidad: el mosquito. Según Timothy C. Winegard en The Mosquito: A Human History of Our Deadliest Predator, no hay otra amenaza más mortífera para nosotros que este bicho: ha matado a casi la mitad de los habitantes en el planeta, o sea unas 52 mil millones de las 108 mil millones de personas que han existido en 200 mil años de historia del Homo sapiens. En el Caribe hubo dos tipos de mosquitos determinantes: por un lado, los de la especie Aedes aegypti, que llegaron probablemente desde África central hasta los puertos caribeños en embarcaciones cargadas de esclavos y que desataron una epidemia de fiebre amarilla en toda la región, desde las Carolinas hasta Centroamérica. Las plantaciones de caña eran incubadoras perfectas para el mosquito, pues sus huevos florecen, además de en regiones pantanosas, en pozos, cisternas, barriles o cubetas, todas herramientas indispensables para el azúcar. La tasa de letalidad, en poblaciones que no habían desarrollado inmunidad, era hasta de 80 por ciento, lo que diezmó no sólo a los nativos de la región, sino también a europeos blancos que llegaban a probar suerte en las plantaciones. Por otro lado, los mosquitos Anopheles —un genus que se separó de Aedes hace unos 160 millones de años—, quienes tienen una predilección por sangre animal —vacas, caballos y burros, también indispensables para la caña— y humana, y son por lo demás mucho más mortales por ser portadores del parásito, también traído por colonizadores, que contagia la malaria. La influencia de estos dos mosquitos —señala McNeill— fue determinante en la organización geográfica y política de la región porque, por un lado, ayudó a los colonizadores europeos a establecerse en zonas menos mortíferas y, además, a pelear por los territorios más fértiles para la caña. Sin los mosquitos, habría sido mucho más difícil para el imperio español repeler la invasión británica en La Habana, donde los británicos de hecho ganaron la batalla contra la corona española, pero perdieron la guerra contra la fiebre amarilla; o Cartagena, en donde los británicos desplegaron en 1741 una de las campañas militares más grandes de la época y, de nuevo, fueron derrotados por los mosquitos. Sin los dípteros, asimismo, las guerras de independencia de Estados Unidos e incluso de Cuba habrían sido, si no imposibles, al menos más difíciles, debido a que la población nativa, ya con la inmunidad diferenciada, usó a los insectos como una tecnología de guerra contra los soldados europeos aún vulnerables ante la fiebre amarilla y la malaria. De no ser por los mosquitos, Toussaint Louverture, el liberador haitiano que tenía conocimientos de medicina por haber trabajado en un hospital y quien era, por lo tanto, consciente del poder mosqueril, habría perdido la invasión que desplegaron los ingleses sobre la isla para integrarla, una vez liberada del yugo francés, al imperio británico. Las muertes británicas por fiebre amarilla se cuentan hasta en 70 mil; ante tal cifra, el filósofo conservador Edmund Burke criticó que el capitán de la empresa William Pitt, el joven, peleaba para conquistar un cementerio. No dudaría en concluir esta historia de la ecología del desastre diciendo que la crisis climática que amenaza cada rincón del planeta, desde las islas tropicales hasta los polos, se fraguó con azúcar, sangre y mosquitos en el Caribe, una de las regiones mayormente amenazadas del mundo. Repensar nuestra próxima estrategia, por tanto, implica no sólo reparar social y ecológicamente esa región, sino tratar la vida terrestre como si habláramos del Caribe. El mundo como una isla frágil rodeada por un vacío sideral. Las palabras de la poeta y activista Teresa Teaiwa, nacida y anclada en las islas del Pacífico, no sobran:
¿Y si hacemos de la palabra isla un verbo? Como un sustantivo es vulnerable a fuerzas incidentes. Démosle una vuelta a la energía de la isla: ¡islemos el mundo! ¡Enseñemos a los habitantes del planeta a comportarse como si viviéramos en islas! Porque, ¿qué es la Tierra sino una isla en el sistema solar? Una isla de ecosistemas preciosos y de recursos finitos. De recursos finitos. De espacios limitados… Una vez islados, los humanos despertarán del estupor de las fantasías continentales y podrán decidir si entienden que no hay nada excepto que anhelar más islas.
Islémonos, entonces.
Imagen de portada: Port de Paix, Haití, después del huracán Ike, 8 de septiembre de 2008. Fotografía Emmitt Hawks, Marina de EUA. CC.