Los libros tienen un anverso y un reverso: mientras algunos muestran solo su cara principal, otros revelan la textura de la cotidianidad en la que fueron tejiéndose. Estos últimos ejercen un magnetismo particular en mí, sobre todo si fueron escritos por mujeres, a quienes los vaivenes del día a día atraviesan de manera distinta que a sus contrapartes varones. ¿Por qué la escritura del yo, en toda la amplitud de su espectro, no parece afectar igual a escritoras y escritores? Para explicar su reticencia a las formas biográficas, la autora sueca Karolina Ramqvist señala: “…se supone que los hombres escriben acerca de lo universal, mientras que las mujeres solo escriben sobre sí mismas (¿Quizá porque la brecha entre escribir y ser mujer sigue siendo insalvable?)”.
Asomarme al lado de atrás de los libros me seduce, como hace todo aquello que desafía la idea de una novela como atmósfera controlada. En La cazadora de osos (traducida al español por Carmen Montes Cano), Ramqvist logra precisamente esto al desplegar los mapas que trazan la caótica ruta de su escritura frente a sus lectores, sin preocuparse demasiado por guardar una falsa apariencia de orden. El centro de gravedad de la novela es Marguerite de La Rocque, una joven noble francesa que en el invierno de 1541 se embarcó en un viaje hacia Nueva Francia, hoy Canadá, con su tutor, Jean-François de La Rocque de Roberval. Según la historia oficial, en el barco se desató un escándalo sexual y, como castigo, Marguerite fue abandonada en una isla desierta junto con una mujer mayor que estaba a su servicio; luego dejaron también a su amante. Ahí sucede la metamorfosis y la joven se convierte en la leyenda que siglos después cautivó a Ramqvist, al punto de llevarla a iniciar un proceso de investigación para preparar la novela que se proponía escribir. Dicho proceso, sin embargo, va pasando a primer plano y termina por convertirse en el libro mismo.
Ramqvist atraviesa los territorios del ensayo, la biografía, la investigación histórica y la ficción, con sus fronteras difusas a fin de cuentas, persiguiendo la figura esquiva de Marguerite, que en vida se volvió célebre cuando su historia de supervivencia fue relatada por algunos autores de la época. Uno de estos relatos apareció en el libro de cuentos Heptamerón, escrito ni más ni menos que por la hermana del rey Francisco I de Francia, Margarita de Navarra. Con esto en mente, es imposible evitar las resonancias políticas que llevan a Ramqvist a galopar hacia debates muy actuales sobre la representación histórica de la mujer y, de paso, sobre su propia condición como mujer que escribe.
Yo era escritora, y había escrito varios libros. Aun así, seguía buscando excusas para escribir. […] Hay un pudor y un sentimiento de culpa constantes por la escritura, por escribir en lugar de trabajar en algo que pudiera ser útil a los demás, por vivir para la escritura en lugar de vivir con los otros.
La cazadora de osos se inserta entonces en la corriente de escritura feminista que busca compensar ciertas ausencias femeninas y enmendar omisiones históricas, aquello que Virginia Woolf llamó, en Una habitación propia (1929), “la acumulación de vidas sin contar”.
En este mismo tenor, el libro está sembrado de reflexiones sobre lo que significa escribir y ser madre, lo cual es fundamental a la luz de que Marguerite estaba embarazada al llegar a la isla, donde parió a un bebé —no sabemos si niño o niña— que murió a los pocos meses. Este detalle obsesionó a Ramqvist, una mujer que entiende la maternidad como un parteaguas en su propia vida:
Yo consideraba la maternidad como un cliché sobre la feminidad, un cliché del que quise apartarme, pero al mismo tiempo era una experiencia imposible de pasar por alto que, además, no se parecía a ninguna otra.
El juego de espejos no termina ahí: Ramqvist se refleja a sí misma en el aislamiento de Marguerite y en su pérdida del padre, lo que, por momentos, hace que este personaje se desdibuje y la narración avance en espiral. De la joven cazadora en cuestión, ignoramos más de lo que sabemos. No conocemos siquiera su identidad con certeza: según algunas fuentes, se le ha llamado Marguerite simplemente porque ese era un nombre muy común entre las mujeres nobles de su época. Cada autor que ha hablado de ella, dice Ramqvist, tuvo sus propios motivos para contar su historia y su manera particular de hacerlo, con los puntos ciegos y las trampas que eso implica, incluyendo la necesidad de proteger a los hombres involucrados en los hechos. ¿Qué pasó en el barco? ¿Quién era aquel presunto amante y qué vínculo los unía, tomando en cuenta las nociones tan distintas que había en el siglo XVI de seducción, deseo y autonomía femenina? ¿Fue aquel supuesto escándalo el motivo real de su tutor para dejarla en la isla, o más bien quería heredar sus tierras?
“La mujer que amé se ha convertido en un fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones”, escribió Juan José Arreola hermosamente. Leer esas dos frases juntas siempre me lanza a pensar en la escritura como un territorio poblado de espectros. En La cazadora de osos estamos frente a un ejemplo perfecto: una mujer embrujada por la historia de otra y al mismo tiempo imposibilitada para conocerla de verdad. Al leerla sentí que Ramqvist estaba siendo generosa conmigo al mostrarme el reverso del libro, las costuras que, en su aparente desorden, le dan forma y lo sostienen. Me mostró incluso la imposibilidad de la escritura, que es parte de cualquier proceso creativo, muchas veces eclipsado por la obra que resulta cuando se vencen los obstáculos.
Era insólito no tener la escritura. Y yo la tenía, pero al mismo tiempo no la tenía. Ya no se encontraba accesible para mí. En cuanto me tropezaba con la menor oposición, lo cual sucedía todo el tiempo, porque así es escribir, al menos para mí, mi atención se dispersaba, la idea se escapaba y desaparecía.
Quien se acerque a este libro en busca de una aproximación histórica objetiva o un recuento biográfico lineal quedará decepcionado. Más que dar cátedra o desplegar su erudición en el tema que la ha obsesionado, da la impresión de que a Ramqvist le interesa seguir, a ojos cerrados, los hilos invisibles que la unen con una mujer cuyas circunstancias no puede comprender a cabalidad, y no se le escapa que su objetivo es una serpiente que se muerde la cola. Después de todo, escribir también es rellenar huecos, y tras un tiempo se vuelve difícil distinguir qué estaba ahí antes y qué rellenamos al imaginarlo.
Tras ser atacada por un oso siberiano y sobrevivir milagrosamente, la antropóloga francesa Nastassja Martin escribió que el incidente había sido bello porque, luego de haber sucedido, ella lo comprendía todo y al mismo tiempo no comprendía nada. La cazadora de osos me regaló esa misma sensación: un suceso tan radicalmente trágico es también un renacimiento, el regalo de la posibilidad de ser otra. Puede que el nombre de la isla donde Marguerite fue abandonada —Isla de los Demonios— sea una casualidad, aunque me gusta pensar que, en efecto, la joven se enfrentó a muchos y salió airosa. Creo que Ramqvist también la imagina así, en acompañada soledad: “Es difícil imaginarse una isla desierta. Con mi mirada interior, la veo poblada”.
Carmen Montes Cano (trad.), Anagrama, Barcelona, 2021
Imagen de portada: Gerrit de Veer, Representación de las tres expediciones de Willem Barentszs en busca del codiciado paso entre Catay y la Isla de las Especias, 1598