Los hombres empezaban su turno en la madrugada, tomando el transporte que los llevaba al lugar de trabajo. La labor era aparentemente sencilla; recibir la caja del camión y colocarla en la zanja. En cada surco podían caber a lo ancho múltiples cajas y había la profundidad suficiente para colocar tres, una encima de otra. Sin embargo, éstas no eran simplemente cajas de madera de pino, sino ataúdes confeccionados en tiempos de crisis. En el interior de cada féretro se colocaba una persona fallecida a causa del coronavirus, que tendría como lugar de descanso esa fosa común. Debido al tiempo de la región, las trincheras amanecían repletas de agua y aguanieve. Agua que al entrar en contacto con los cuerpos infectados quedaba contaminada. A cada trabajador se le proporcionaba un overol, unas botas altas y una bomba para sacar el agua; los guantes y las mascarillas eran opcionales. Los hombres que realizaron este trabajo en Nueva York hasta mediados de marzo del 2020 eran prisioneros del centro penitenciario de Rikers. Esa prisión ahora es uno de los lugares con más infectados por el coronavirus en todo Estados Unidos. Depresión, ansiedad, desesperación, insomnio, incertidumbre, tristeza, hartazgo. Éstos son algunos de los sentimientos que he experimentado al estar encerrada en casa debido a la pandemia, pero no creo ser la única. Y estos sentimientos afloran incluso pasando este tiempo de distanciamiento social en nuestros hogares, con nuestros seres queridos al lado y nuestras pertenencias a la mano, con la capacidad de tener actividades de ocio para pasar el rato, de utilizar el teléfono en cualquier momento para comunicarnos. Sensaciones así afloran incluso cuando sólo llevamos un par de semanas en esta situación de aislamiento. Traigo esto a colación porque quizás el tiempo de distanciamiento social y de cuarentena pueda darnos la empatía necesaria hacia las personas privadas de su libertad. Nunca imaginé dedicarme a analizar los vericuetos y las imperfecciones del sistema penal. Mi formación en filosofía me dio un acercamiento completamente distinto al término justicia. En los autores y lecturas de mi carrera, la justicia era concebida como una virtud, como una idea que lidiaba con temas de igualdad, pero no como un castigo o una venganza. Sin embargo, ahora que analizo el funcionamiento de la procuración e impartición de justicia en nuestro país me doy cuenta de lo alejado que está el sistema penal de proveer justicia.
Una cosa que siempre me ha sorprendido del sistema penal es la valoración social que se hace de él en distintas circunstancias. Cuando se pregunta a las personas sobre su eficacia, gran parte de la población responde que es un sistema fallido, ineficiente, sobre todo considerando las cifras de impunidad que nos aquejan en México, que rondan el 98 por ciento. También cuando se pregunta por la confianza que sienten las personas hacia los servidores públicos que lo operan: policías, ministerios públicos y jueces, gran parte reporta desconfianza. Sin embargo, cuando se pregunta qué respuesta dar a los delitos que nos aquejan, el reclamo social casi siempre pide una mayor dureza en los castigos y un aumento en las penas. La contradicción se completa al considerar que las personas privadas de su libertad son sujetos de desprecio y encono social, como si haber sido juzgadas por ese sistema tan falible probara en modo alguno su culpabilidad. Otra cosa que conviene señalar es que 40 por ciento de las sentencias que se emiten en este país son de menos de tres años. Esto implica que los delitos que se persiguen y se sancionan en México son delitos de bajo impacto, en los que probablemente no hubo violencia de por medio y que, considerando los años de condena, podían ser solucionados utilizando otros mecanismos del sistema penal en los que se privilegiara la reparación del daño. En ciertos estados, como Campeche, 90 por ciento de las sentencias emitidas son para delitos de bajo impacto. Esta ineficacia e injusticia del sistema penal se refleja en otro dato brutal: 89 por ciento de los homicidios dolosos en el país quedan impunes. Quisiéramos pensar que las personas privadas de su libertad están ahí por haber cometido un delito de gran magnitud y daño a la sociedad, como homicidios, violaciones o actos de corrupción graves, pero no, nuestras cárceles están llenas de personas de escasos recursos que muy probablemente nunca tuvieron acceso a una defensa justa. En México 202 mil 337 personas están privadas de su libertad. Para otorgar significado a este número y que no quede en una mera cifra podemos hacer el comparativo predilecto con un lugar de gran afluencia. Resulta que todas las personas en prisión en México podrían llenar más de dos veces el Estadio Azteca. Sin embargo, tan sólo 126 mil 693 de estas personas cuentan con una sentencia. El resto cumple una condena sin que le haya sido probada su culpabilidad (más de un Estadio Olímpico Universitario repleto de incertidumbre y potencial injusticia). Esto ocurre porque en nuestro sistema penal existe la posibilidad de meter a prisión a una persona en lo que se investiga el delito por el que se le acusa. De acuerdo con la ley esto sólo puede determinarse en circunstancias excepcionales (que exista riesgo de fuga o de peligro para la víctima que denunció o que se trate de un delito de prisión preventiva oficiosa), y sólo después de realizar un acucioso análisis de la situación del imputado, ya que privar a una persona de su libertad sin justificación es de las mayores afrentas en cualquier estado de derecho. Sin embargo, en la realidad este diagnóstico cuidadoso no ocurre con frecuencia. Los delitos de prisión preventiva oficiosa, que tanta popularidad han cobrado en la actual administración —delitos determinados por los cuales te meten automáticamente en prisión, si te acusan de haberlos cometido, en tanto que investigan—, son formas ineficientes e infames de combatir el crimen y la impunidad. La prueba de esto es que el homicidio doloso siempre ha sido un delito que merece prisión preventiva oficiosa y esto no ha hecho nada para disminuir el número de asesinatos que se cometen en el país ni para sancionar a más responsables.
De los 297 centros penitenciarios que existen en México, tanto federales como estatales, 110 presentan sobrepoblación y en gran parte de ellos no se cuenta con personal suficiente, las condiciones sanitarias o los materiales para llevar una vida decente. Aunque uno de los principios de cualquier estado de derecho es el respeto a los derechos humanos, parece que los presos pierden su dignidad y su carácter de persona ante la sociedad. Otro elemento a considerar sobre la “justicia” que estos centros penitenciarios proporcionan son los niños que nacen en prisión. De acuerdo con la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, 431 niñas y niños viven actualmente en las mismas condiciones deplorables que sus madres. Aunque podría pensarse que el fin de una prisión es evitar el contacto de estas personas con el resto de la sociedad, no debe olvidarse que la reinserción es el objetivo último de nuestro sistema penitenciario. Sin embargo, en lugar de fungir como lugares para procurar que los confinados no vuelvan a delinquir y lograr la reinserción social, las prisiones son focos de infección y de violencia que potencian las conductas antisociales de estas personas. Debemos replantearnos la idea que tenemos respecto a los mal llamados “centros de reinserción social”, puesto que dicho nombre idealizado no refleja ni representa en modo alguno lo que realmente acontece en estos lugares ni lo que en el fondo gran parte de la sociedad desea que ocurra: no la reinserción sino un castigo para el alma y el cuerpo, como diría Foucault. Los ejemplos que mencioné del tipo de delitos que se sancionan en nuestro país, la impunidad en homicidios dolosos, la cantidad de personas en prisión sin sentencia, la calidad insalubre y atroz de los centros penitenciarios, corroboran la ineficacia de nuestro sistema penal para encontrar a los responsables de los delitos que más nos aquejan como sociedad y sobre todo para prevenirlos. La existencia de estos centros no reduce la crisis de inseguridad y de violencia en la que vivimos. En medio de la pandemia por el COVID-19, las personas privadas de su libertad son sujetos potenciales de contagio masivo por esta enfermedad. No sólo por la falta de protocolos para minimizar el riesgo de contagio, de la carencia material y la imposibilidad espacial para establecer medidas sanitarias mínimas, sino también por el olvido y desprecio del que son objeto todos los que ahí residen. Esta pandemia cambiará al mundo en formas impredecibles; como sociedad, uno de los temas pendientes y urgentes que tenemos por analizar tiene que ver con los centros penitenciarios y su utilidad como mecanismos para reducir y combatir el crimen. Porque, reconozcámoslo, nuestro sistema de justicia dista mucho de brindar justicia a nadie.
Imagen de portada: Hombre en prisión. Fotografía de Andrés Cortés, Comité Internacional de la Cruz Roja, 2014